Miguel Falomir
Hace años, antes que empezara a mostrar en público sus fotografías, Joaquín Bérchez me enseñó en su domicilio las que había tomado en una reciente estancia en Granada de la fachada de su famosa catedral. Aquellas imágenes mostraban la fachada desde distintos puntos de vista y a diferentes horas del día, descubriendo aquí y allá detalles y texturas que mutaban con el transcurrir de las horas y la posición de su autor. En aquellas fotografías la fachada cobraba la hechura de un enorme lienzo en el que, sobre la preparación monocroma de la piedra, la luz iba trazando formas y recreando texturas, recordando a quien las viera que su artífice, Alonso Cano, fue también pintor. Ante esas imágenes era difícil no pensar en Claude Monet y sus célebres aproximaciones a la catedral de Rouen. Monet demostraba en ellas que la percepción de un objeto, aunque inmóvil y cuasiatemporal como una catedral, está sujeta a un sinfín de variantes, muchas derivadas de cambiantes condiciones ambientales, pero ninguna tan poderosa como el ojo de quien lo contempla. La fotografía de Joaquín Bérchez abunda en edificios al ocaso y al amanecer, anegados de luz o sesgados por la sombra, con lluvia o bajo un sol inclemente, pero sobre todo plasma una forma de ver la arquitectura y entender el mundo, y una decidida voluntad de estilo.
En sus Reflexiones sobre la pintura antigua (1921), Giorgio de Chirico mostró su desagrado por los pintores españoles, a quienes creía los más superficiales de Europa por no incluir en sus composiciones imágenes arquitectónicas, “mágicas configuraciones del eterno misterio cósmico”, comparándolos desfavorablemente con Giotto, Poussin o Claudio de Lorena. Admito que nunca había pensado en la pintura española desde esta premisa, que sin duda merece una reflexión más amplia, y estoy dispuesto a conceder la razón a de Chirico respecto a la discretísima presencia de la arquitectura en nuestra pintura. No creo, sin embargo, que Bérchez pretenda redimir al arte español de tal laguna, y me atrevería a afirmar, aun a riesgo de contradecir a otros autores, que sus arquitecturas no son tanto entes metafísicos cuanto históricos. Los inhóspitos edificios de de Chirico, sólo aptos para maniquíes, tienen poco en común con los que pueblan las fotografías de Bérchez. Una de mis favoritas, ante la que no puedo dejar de pensar en Tapies, se titula “La pizarra”, y muestra la estratigrafía de un muro gótico reconocible por un tapiado arco conopial. Los sillares pétreos han sido cubiertos de yeso y, sobre éste, cruces, arcos y líneas rectas en diferentes tintas dibujan recientes intervenciones proyectadas y nunca realizadas. Este palimpsesto visual ejemplifica la aproximación de Bérchez a una arquitectura atravesada por la historia pero en modo alguno ajena al presente, tan actual en su relación con el entorno como desprovista de trascendencia. Y una arquitectura, aunque elocuente y sofisticadamente autorreferencial, que necesita tanto de la presencia humana como ésta de aquélla. La ciclista que atraviesa un arco lateral de la catedral de Vigevano, los transeúntes que deambulan ante la mole pétrea del Colegio de Minería en México, incluso el padre que pasea un día de verano con sus hijos ante un edificio en principio tan ahíto de connotaciones ideológicas como la Casa del Fascio de Como, conviven con una arquitectura que forma parte de su paisaje cotidiano y que, como tal, no invita a etéreas reflexiones sobre la condición humana. Ni siquiera cuando la ruina hace acto de presencia, como en una fascinante toma de la catedral de Antigua en Guatemala, hay lugar para el pasmo erudito o el arrebato romántico, y sí más bien para el humor, cualidad no siempre apreciada por la crítica artística que, intuyo, late en muchas de las fotografías de Bérchez, sobre todo en aquellas con mayor vocación narrativa como sus deliciosas historiejas americanas, con su arrebatadora fusión de vida y arquitectura.
Se ha señalado cómo, a través de la fotografía, Joaquín Bérchez enseña a ver la arquitectura como sólo puede hacerlo un experto (algunas de sus publicaciones las ha titulado significativamente “ensayos fotográficos”) y no abundaré en ello. Creo, sin embargo, que Bérchez siempre ha sido consciente de las limitaciones de la fotografía para plasmar la arquitectura, o al menos aspectos de ella. Lo recuerdo, a propósito de un documental de la Open University británica sobre Brunelleschi, comentando cómo los movimientos de la cámara de video adentrándose en San Lorenzo revelaban infinitamente mejor la concepción espacial de la arquitectura del primer Renacimiento florentino que las fotos, por lo general siempre las mismas, que ilustran los libros de historia del arte. Y es que la fotografía, como la pintura, es bidimensional y de hecho comparte con ésta, más que con la arquitectura, códigos formales y visuales. Las analogías son así inevitables y se ha apuntado que las fotografías de Bérchez traen ecos de pinturas corográficas de los siglos XVI y XVII, representaciones urbanas holandesas del Barroco, o vanguardias históricas como el constructivismo ruso, y particularmente, algunas me recuerdan a Escher por sus angulaciones caprichosas, sus escaleras inacabables y su interés por la geometría y la representación de la tridimensionalidad. Estos referentes artístico-culturales forman parte sin duda del bagaje visual de Bérchez; sin embargo, me gustaría incidir en analogías de otra índole. Toda fotografía encierra una alusión a la realidad, en este caso prioritariamente arquitectónica, y al fotógrafo, como al pintor, corresponde establecer los términos de dicha relación. La acotación de la realidad mediante el encuadre es uno de los instrumentos utilizados por el artista para apropiarse de ella y uno de los principales recursos expresivos, acaso el más poderoso, de la fotografía de Bérchez, quien tiene en su haber magníficas imágenes generales de edificios pero tiende a priorizar el fragmento, probablemente porque no ignora que, cuando el ojo pretende abarcarlo todo, la mirada pasa de largo. La selectiva representación de la arquitectura a través del encuadre brinda imágenes insólitas y permite llamar la atención del espectador sobre aspectos de la misma cuya importancia parecía reservada a los iniciados, pero sobre todo, revela una forma de mirar con profundas consecuencias estéticas. Mediante el encuadre Bérchez “deconstruye” el edificio en elementos aislados y traza fascinantes metáforas visuales sobre el origen antropomórfico de los órdenes arquitectónicos: capiteles que asemejan rostros, fustes de carnosa sensualidad, o balaustres que evocan desafiantes senos femeninos; pero sobre todo, le permite fijar la atención en su geometría. La intersección de líneas rectas y curvas, de ángulos y planos, constituye el sustrato común y el andamiaje de todas sus composiciones, con independencia que éstas abarquen la vastedad del Zócalo mexicano o se circunscriban a un detalle en apariencia insignificante de un edificio menor. Como en los bodegones de Sánchez Cotán, Chardin o Cézanne, en las fotografías de Bérchez la geometría suministra las líneas de fuerza de la composición, convirtiendo una plaza lisboeta en una enorme naturaleza muerta donde estatuas, autobuses, fachadas y tejados se disponen geométricamente en planos sucesivos. Y como en un bodegón, la luz ordena la composición y guía la mirada del espectador, invitándole a fijar aquí y allá su atención y ayudándole a transitar entre semejante cúmulo de formas.
La luz, ya se ha señalado, juega un papel esencial en la fotografía de Bérchez: densas sombras tenebristas que enfatizan lo que no ocultan, o matizadas iluminaciones ambientales que generan calidades pictóricas. Pero sobre todo, la luz anima las superficies sobre las que se proyecta mitigando su rigidez y logrando que las sólidas arquitecturas en las que Bérchez posa su mirada adquieran dinamismo y, a menudo, una insospechada ligereza. Que tales sensaciones, habitualmente asociadas al gótico tardío o al barroco, pueda trasmitirla la más desornamentada y conceptual arquitectura neoclásica habla del genio de Bérchez, cuyo “Ledoux colonial” constituye, por su aparente sencillez, una de sus imágenes más logradas. Una aproximación oblicua al edificio, una figura en movimiento que camina en paralelo al mismo enfatizando así el punto de fuga de la composición, y una luz contraria que dibuja afiladas sombras en la fachada, obran el “milagro” de animar la más grávida estructura. Y un milagro operado con recursos estéticos presentes en la pintura occidental desde el Renacimiento: control de la iluminación y disposición diagonal de los principales elementos compositivos con respecto al plano pictórico/fotográfico. Cuando el terreno es propicio, este dinamismo se acelera en balaustres oblicuos de escaleras barrocas, y se convierte en frenesí cinético al asumir la línea curva protagonismo absoluto en “El caracol impúdico”, “La intimidad de la curva”, “Francisco Guerrero y Torres lo rubricó” y “Ofensiva oblicua”, cuyas espirales hipnóticas recuerdan los títulos que Saul Bass diseñara para Vértigo en 1958.
Pero las fotografías de Bérchez no sólo invitan a verlas, también a tocarlas. Hay en ellas una innegable calidad táctil que apela a aquel carácter ilusorio de la pintura celebrado desde Plinio y que constituye uno de los mayores desafíos para cualquier artista que trabaje en un medio bidimensional. Más que mediante una innegable habilidad para singularizar el mármol, la piedra, el estuco, la madera, el bronce o el alabastro, esta sensación viene dada por el modo como luz y color recrean, matizan e incluso subvierten las texturas de los objetos, invitando al espectador a pasar las yemas de los dedos por la cartilaginosa superficie de pergamino de un legajo, pero también a acariciar las recias columnas de arcaicos templos en Segesta que parecen revestidas de tweed. Si la luz, ya se ha dicho, resulta fundamental en la consecución de estos efectos, no lo es menos el color, cuya importancia se acrecienta con cada exposición, tal vez porque en una ecuación imaginaria, el estudioso de la arquitectura va cediendo terreno al artista. Si el blanco y negro, con sus marcados contrastes lumínicos, proporciona el vehículo idóneo para enfatizar la geometría, el cerebro de la arquitectura, el color apela a los sentidos, añadiendo ductibilidad y vivacidad. “Aura clásica” proporciona un magnífico ejemplo de las posibilidades del color en la fotografía arquitectónica. El color no sólo no enmascara la osamenta geométrica de la imagen –con su intersección de planos, ésta es un alarde de rigor compositivo-, sino que proporciona un poderoso instrumento descriptivo para explorar minuciosamente la realidad, desplegando matices tonales que sugieren cualidades atmosféricas y recrean entumecidas superficies atacadas por la humedad y el tiempo.
Una última analogía con la pintura. Hemos aceptado de manera vicaria que una imagen vale más que mil palabras, y sin embargo, cuántas veces al situarnos ante un cuadro en la sala de un museo, o al contemplar una fotografía en un libro, buscamos con apremio la cartela o el pie de foto, asumiendo así tácitamente que la imagen, aunque poderosa, rara vez es autosuficiente. Las fotografías de Bérchez no están completas sin sus títulos. Éstos nunca son descriptivos a la manera de aquellos grandilocuentes e interminables de la pintura de historia decimonónica, y también a diferencia de éstos, son consecuencia y no desencadenantes de la imagen que acompañan. Las imágenes pueden disfrutarse sin ellos, pero con ellos Bérchez establece una suerte de complicidad con el espectador, a quien brinda eruditas sugerencias para su contemplación y comprensión (“Yo fui primero”), al tiempo que revela pistas, a menudo cargadas de ironía, sobre su propio bagaje vital e intelectual (“Rosebund salomónico”), o sus afinidades como fotógrafo (“Homenaje a Ralph Gibson”). Y en ocasiones especialmente felices, como en “Crisálida gótica”, la imagen poética se incardina con la imagen visual formando un todo indisoluble.
Hace años, una historiadora del arte recurrió a la expresión “che ha veduto assai” (“que ha visto tanto”), tomada del libro tercero de arquitectura de Sebastiano Serlio, para caracterizar a Marcantonio Michiel, el más importante connoisseur veneciano de la primera mitad del siglo XVI. Estas palabras acuden a mi cabeza con cada exposición de Bérchez, probablemente porque sus fotografías me parecen testimonios de excelencia técnica y conocimiento de la historia del arte y la arquitectura, pero también y sobre todo, de experiencia vital y curiosidad intelectual. La conjunción de estos elementos distingue la mirada de Bérchez, cuya singularidad se evidencia en sus recientes fotografías de Manhattan, un ambiente urbano y arquitectónico muy diferente a los que había hollado hasta ahora, y que constituyen un magnifico antídoto contra cualquier encasillamiento apriorístico de su autor. Y es que, pese a la tremenda potencia iconográfica de una ciudad que suele diluir la personalidad de los artistas que la cortejan, sus imágenes neoyorkinas sólo pueden ser suyas, por su rigor geométrico (“El paseante de Park Avenue”), su persistente fascinación por la línea curva (“El luneto peregrino”), sus guiños a la historia del arte (“La foto dentro de la foto”), su imaginación visual, capaz de convertir el edificio Hemsley en una gigantesca pieza de orfebrería (“La custodia de Park Avenue”), o su gusto por encuadres inusuales no exentos de ironía (“El retablo del sastre”), testimonios todos de una mirada tan sabia como personal que, lejos de ensimismarse, conserva intacta su capacidad para la sorpresa y la experimentación.
[Miguel Falomir, “Joaquín Bérchez, “che a veduto assai”, Arquitectura, placer de la mirada, 2009]