Francisco Guerrero y Torres y la arquitectura de la Ciudad de México a finales del siglo XVIII

2003

[Joaquín Bérchez, “Francisco Guerrero y Torres y la cultura arquitectónica novohispana del siglo XVIII”, Reales Sitios, nº148, 2001; “Francisco Guerrero y Torres y la arquitectura de la Ciudad de México a finales del siglo XVIII”, Annali di architettura, Rivista del Centre Internazionale di Studi de Architettura Andrea Palladio, núm. 15, Vicenza, 2003. Revisado en 2015]

Un barroco ilustrado

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Su obra acaso se comprenda mejor como expresión arquitectónica que surge en contacto con los entusiastas y tempranos ideales ilustrados que animaba la nutrida comunidad novohispana de la ciudad de México, un barroco arquitectónico ilustrado, auspiciado y aun admirado por personas de muy diversas profesiones y situación social. Nobles y obispos, ricos hacendados y empresarios mineros y agrícolas, miembros de órdenes religiosas y cabildos, universitarios, altos funcionarios civiles y militares, ingenieros, arquitectos, médicos y abogados, configuraron selectas comunidades con prestigio social, agrupadas en tertulias o academias de espíritu filantrópico, proclives a extender con cierto diletantismo los métodos de la ciencia y técnica moderna a todas las áreas posibles, entre las que la arquitectura ocupaba un destacado lugar.

Posiblemente sea Francisco Guerrero y Torres (1727-1792) el arquitecto de mayor fortuna historiográfica, el más citado internacionalmente en la historia de la arquitectura de la Época Moderna en América. Y también ha sido su famosa capilla del Pocito (1777-1791) en la villa de Guadalupe, cercana a la Ciudad de México, la obra que –de modo casi episódico- más se ha destacado como exponente de las categorías histórico-artísticas de lo que se entiende por “barroco”, por su dinámica planta y espacios magistralmente movilizados.

Sin embargo antes que partir de ceñidas premisas estilísticas, su obra acaso se comprenda mejor como expresión arquitectónica que surge en contacto con los entusiastas y tempranos ideales ilustrados que animaba la nutrida comunidad novohispana de la ciudad de México, un barroco arquitectónico ilustrado, auspiciado y aun admirado por personas de muy diversas profesiones y situación social. Nobles y obispos, ricos hacendados y empresarios mineros y agrícolas, miembros de órdenes religiosas y cabildos, universitarios, altos funcionarios civiles y militares, ingenieros, arquitectos, médicos y abogados, configuraron selectas comunidades con prestigio social, agrupadas en tertulias o academias de espíritu filantrópico, proclives a extender con cierto diletantismo los métodos de la ciencia y técnica moderna a todas las áreas posibles, entre las que la arquitectura ocupaba un destacado lugar.

La mezcla de estos estímulos con los más estrictamente profesionales y los derivados del medio geográfico específico, con sus variantes materiales y artísticas vernaculares -en las que el pasado de la ciudad y sus propios monumentos mantenían una actualidad operativa y un singular apego-, produjeron orientaciones arquitectónicas y estallidos de obras y soluciones de una particular monumentalidad. Es posible que sea en estas obras y orientaciones donde la cultura arquitectónica barroca del siglo XVII y, sobre todo, del XVIII encontró un particular ámbito de expresión, conformador al mismo tiempo de un arraigo urbano colectivo, sentido y apreciado por sus habitantes a través de estas realidades arquitectónicas. No en balde abundan juicios y valoraciones de los contemporáneos hacia estas obras que sorprenderían desde las categorías analíticas actuales. Tal es el caso del culto aprecio que el matemático y geógrafo criollo José Antonio de Villaseñor formuló en 1755 al alabar el perfecto corte de las claves de los arcos suspendidos, sin pilares, en los ángulos del patio del palacio de la Inquisición de México (1733-1737), obra paradigmática del barroco novohispano, trazada y construida por el arquitecto Pedro Arrieta: “cuyo artificio y primor –afirmó- solamente conocen los aficionados a la arquitectura, porque la vulgata mira estas cosas sin reparar en ellas lo admirable[1].

La arquitectura de Francisco Antonio Guerrero y Torres en este orden de ideas se erige en una de las más altas expresiones de la cultura arquitectónica hispánica moderna. Guerrero y Torres conjuga un característico código arquitectónico que, sin estar cerrado a las novedades del barroco cosmopolita europeo, supone la afirmación, orgullosa y plena de modernidad, de un progresivo clasicismo innovador que exprime magistralmente -a veces con una fina ironía arquitectónica- la singularidad de las constantes morfológicas, compositivas y estructurales gestadas en el suelo mexicano desde el siglo anterior. Hasta tal punto es su obra representativa que, a partir de ella y en un sentido inverso, podría escribirse la historia de la arquitectura novohispana de finales del siglo XVII y prácticamente todo el XVIII.

Las obras más relevantes de Francisco Guerrero y Torres[2], como son las casas señoriales de los condes de San Mateo de Valparaíso (1769-1772), la de los condes de Santiago de Calimaya (1777-1779), las del Mayorazgo de Guerrero (atribuida) y la del marqués de Jaral Berrio (1779, 1785), la –atribuida- iglesia de la Enseñanza (1772-1778) o la capilla del Pocito (1777-1791), alcanzan a expresar ese particular sello que se conoce como “estilo de la ciudad de México”, en las que se dan cita multitud de registros, auténticos leitmotiv, de la arquitectura novohispana, reelaborados con un personal lenguaje que sabe dar respuesta al nuevo y propio escenario monumental reclamado por una sociedad criolla urbana que ya no era solamente la iglesia o la administración virreinal[3]. El gran predicamento de sus obras en el medio mexicano estuvo acotado a unas fechas precisas, y se corresponde en el ámbito cultural con una generación ilustrada bien distinta de la que, en breves años, aconteció con la creación oficial de instituciones ilustradas (1781, 1785, Academia de Bellas Artes de San Carlos; 1788, Jardín Botánico; 1792, Colegio de Minería), con un empeño y orientación artística diferente, más acorde con las de un estricto clasicismo académico, universalista y uniformador en sus intenciones clásicas. No fue un fenómeno exclusivo de Nueva España. En numerosos lugares de la geografía hispánica se pueden observar fenómenos ilustrados -muchas veces llamados preilustrados para diferenciarlos entre sí- anteriores a las reformas carolinas y a la propaganda que los eficaces funcionarios al servicio de la Corona se preocuparon de presentar como nuevo[4]. El exacerbado criticismo en las artes, ejercido por esta ilustración oficial, apoyado por poderosos resortes estatales como fue la imprenta, incluyó en un mismo ámbito crítico (la “decadencia de la arquitectura” que indefectiblemente identificó con el abandono del clasicismo normativo de los órdenes desde una visión muy italiana) toda la arquitectura anterior, sin matizaciones, negando cualquier comprensión cultural a la misma.

Uno de los aspectos más llamativos de su obra quizá sea la extremada preocupación por aportar atrevidas soluciones estereotómicas a complejos y tradicionales problemas constructivos, lo que en algunas obras se traduce en un auténtico exhibicionismo canteril, pletórico de versátiles monteas, puestas al servicio de un culto código arquitectónico altamente formalizado que se siente propio, mexicano, y al mismo tiempo admirado desde categorías cientifistas, por más que la referencia parta de la cultura clasicista europea. Guerrero y Torres conjugó estas características con una retórica geométrica, muy extendida en el medio novohispano desde finales del siglo XVII, basada en el poligonismo de arcos y plantas angulares, o demostró una obstinación muy creativa en evidenciar y a la vez elevar a rango de estética registros arqueados, los llamados –en la jerga matemática- arcos degenerantes[5] en “arcos pendientes en el ayre”, polígonos o formas mixtilíneas, con concisas monteas que actualizaban técnicas góticas en portadas, ventanas o arranques de escaleras de casas señoriales y templos.

Consecuentemente hizo propias, de un modo muy desenvuelto, las directrices oblicuas -tanto curvas como rectilíneas- aplicadas a órdenes arquitectónicos en escaleras o a lunetas de bóvedas, en la línea de las defendidas y teorizadas por el tratado del español Juan Caramuel y Lobkowitz (Arquitectura civil recta y oblicua, Vigevano, 1678), o de la difusión que de las mismas hizo Tomás Vicente Tosca en su Compendio Mathematico, tomo V (Valencia, 1712), o abundó en desarrollos escorzados, cuya silenciosa presencia en portadas dispuestas en superficies curvadas (puertas internas de la capilla del Pocito) podía sorprender tanto la mirada culta como popular.

Toda la obra de Guerrero y Torres exteriorizó un festivo y a la vez elegante cromatismo, estructurado a partir de los ligeros revestimientos de rojo pardo tezontle cortado, de la grisácea piedra chiluca o de las rutilantes superficies alicatadas de las cúpulas. Fijó en la arquitectura novohispana la característica sobrejamba o jambas prolongadas de los marcos de ventanas y puertas con tal soltura que convirtió en mera impresión su originaria y lejana composición miguelangelesca; o llevó hasta sus últimas consecuencias el diseño –muy abstracto- del fluyente movimiento mosaico, flexuoso, turbinado -si hemos de emplear la entusiasta acepción físico-matemática utilizada un siglo antes por el novohispano Carlos Sigüenza y Góngora[6]- en pilastras, nervios, impostas o cornisas que había presidido la anterior arquitectura. Recreó con una gran libertad el amplio repertorio de órdenes arquitectónicos, no sólo en las modalidades ortodoxas del renacimiento italiano sino también en las más abiertas del clasicismo moderno, rompiendo con el -en esos momentos- ya estandarizado monopolio del soporte estípite, acaso debido a su escasa operatividad arquitectónica y, a la vez, redundancia ornamental. No sin desparpajo compositivo abundó en alusiones, citas, a las realidades del lugar, las que forjó arquitectónicamente, como es la del específico suelo pantanoso de la ciudad de México y la fragilidad de sus edificios, en constante hundimiento, patente en el insólito y fabricado arranque sumergido de la escalera del palacio de San Mateo de Valparaíso.

Ensayó también en fachadas como la de la casa de Jaral Berrio o la del Pocito un repertorio decorativo, nuevo y personal -con recercados de grecas y de quebrados meandros- en el que, junto a su derivación de modelos suministrados por el tratado de Serlio, resuena también con fuerza cualidades plásticas de un intenso claroscurismo sugeridas en las antigüedades mexicanas en esos momentos objeto de atención y admiración por el círculo de ilustrados novohispanos, en el cual se movió el propio Guerrero y Torres.

Todos estos aspectos -en definitiva- vienen a configurar un ágil y plural quehacer arquitectónico, de difícil comprensión si no se advierte el específico marco geográfico y urbano en el que fueron concebidos. Nos encontramos, en suma, ante un arquitecto dueño absoluto de un exigente código arquitectónico, deudor del moderno clasicismo pero con una precisa dicción fraguada en el lugar y en su tiempo.

Nacido en 1727 en la villa de Nuestra Señora de Guadalupe, a las afueras de la ciudad de México, aparece ya joven -en 1753- trabajando en obras relacionadas con la formación de la villa de Guadalupe al lado del arquitecto Ventura de Arellano en calidad de superintendente, y más tarde, hacia 1760, en la ciudad de México en la obra del colegio de San Ildefonso[7]. En torno a los cuarenta años, Guerrero y Torres -de "cuerpo regular, trigueño, ojos azules, y con una cicatriz junto a la barba al lado derecho", tal como lo describe su partida de examen en el Ayuntamiento de la Ciudad-, obtuvo el título de “Maestro de Arquitectura” (1767) y ocupó además el cargo de “veedor”[8]. La titulación de Guerrero era en realidad consecuencia de las reformas que la anterior generación de arquitectos novohispanos había introducido en 1746 en las reales ordenanzas gremiales. Ya es significativo que en el primer párrafo advirtieran -con contundencia programática- que “en varias partes de ellas tiene la palabra Albañilería, y siendo Arte de Arquitectura, deberá intitularse así y tildarse Albañilería”[9].

Esta generación de arquitectos, formada por Miguel de Espinosa, Miguel Custodio Durán, José Eduardo de Herrera, Manuel Álvarez, José Antonio Roa, Lorenzo Rodríguez o Ildefonso de Iniesta Bejarano, influenciada por el rico y plural ambiente arquitectónico de las últimas décadas del siglo XVII y primeros años del XVIII, evidenciaron en sus obras, pero también en sus bibliotecas o informes periciales, un conocimiento y una preocupación por dotar a su quehacer de un estatuto científico acorde con los nuevos tiempos. Miguel Custodio Durán, por ejemplo, no vaciló, como ocurría en otros ámbitos hispánicos, en firmar diversos informes de obras como “Maestro de Arquitectura Civil y Política, Ingeniero de Arquitectura Militar, Agrimensor y Apreciador de Aguas y Tierras, Cosmógrafo en el Arte de Matemáticas”, prolijo título con el que deseaba manifestar una formación y concepción arquitectónica estructurada al modo de los tratados de matemáticas de la época[10]. En un mismo orden de ideas, en el año 1745, el arquitecto José Antonio Roa, incluiría la siguiente disquisición en un informe de obra: “Siendo como es (la arquitectura) una de las partes principales (de) las mathemáticas, se merece el nombre de nobilísima, por la claridad de sus demostraciones”[11].

Francisco Guerrero y Torres fue hombre de curiosidad ilustrada, con inquietudes experimentales y científicas más allá de la arquitectura. De modo paralelo a su inicial trayectoria arquitectónica, Guerrero y Torres debió completar su formación en estrecha cercanía con el medio ilustrado y renovador novohispano del momento, aquel que ocupa la llamada etapa “criolla” de la ilustración mexicana, que abarca las dos décadas que transcurren entre 1768 y 1788, y representan las figuras de José Antonio Alzate, Joaquín Velázquez de León, José Ignacio Bartolache o Antonio León y Gama[12]. Caracterizada por su enciclopedismo y un cierto autodidactismo, esta generación ilustrada desarrolló una infatigable actividad impresa a través de opúsculos y periódicos destinados a la propaganda y vulgarización de la ciencia moderna teórica y práctica, abarcando un cúmulo de intereses culturales, desde observaciones astronómicas, asuntos de botánica, física, matemáticas, geografía, descubrimientos de nuevas máquinas y experimentos agrícolas y metalúrgicos, hasta los primeros estudios sistemáticos del pasado prehispánico, tanto de sus monumentos como de sus conocimientos astronómicos y matemáticos. En buena medida, reaccionó ante la indiferencia cuando no desconocimiento europeo por la realidad americana, incluida la civilización prehispánica, tratada en esos años con desdén por autores como Cornelius de Pauw, Guillaume Thomas Raynal o William Robertson[13], cuyos escritos desataron reacciones patrióticas y a la vez vindicativas de las antigüedades indianas, como la del jesuita expulso Francisco Javier Clavijero desde Italia o las de José Antonio Alzate y Antonio León de Gama desde la ciudad de México, inaugurando sus escritos las primeras investigaciones anticuarias en Nueva España desde una visión ilustrada[14].

La relación de Guerrero y Torres con este medio no debió de ser anecdótica, presintiéndose tanto en su obra arquitectónica como en las diversas actividades que desplegó además de la estrictamente profesional. El perfil de la personalidad de Guerrero y Torres es sin duda la de un profesional ilustrado inmerso en este ambiente cultural. Diversas noticias nos retratan a una persona que no encaja en el perfil tradicional del arquitecto o maestro de obras con unos exclusivos intereses profesionales. Socio de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, Guerrero y Torres estuvo preocupado, por ejemplo, por la experimentación de nuevos métodos para combatir plagas agrícolas, o también en la fabricación de aparatos útiles –en 1782 adaptó modelos franceses para máquinas de apagar incendios, publicado en un folleto que acompañó de una lámina-, experimento que recibió el apoyo de José Ignacio Bartolache, médico y científico, cuyos estudios abarcaron un amplio abanico de conocimientos. Su presencia –consignada en imprenta- en la observación con anteojos del eclipse del sol del año 1778, organizada por el matemático Antonio León y Gama[15] junto al también matemático, astrónomo y minero Joaquín Velázquez de León[16], en donde logró fijar por primera vez la longitud y latitud de la ciudad de México, antes que un hecho anecdótico corrobora su curiosidad por las modernas ciencias y su cercanía al entorno de los más significados representantes de las mismas.

Fue en este ambiente y durante estos años que transcurren en las décadas de los años sesenta y setenta, cuando Guerrero y Torres se convirtió en el arquitecto de moda, recreando en términos arquitectónicos las expectativas culturales y los gustos de la sociedad novohispana del momento. Nombrado en 1770 Maestro Mayor de las obras del marquesado del Valle de Oaxaca, ostentó pronto, tras el fallecimiento de Lorenzo Rodríguez en 1774, el más alto rango oficial al que podía aspirar un arquitecto en la ciudad de México: maestro mayor del Palacio Real, de la catedral y de las obras de la Inquisición o, ya en 1780, el de Agrimensor de “Tierras, Minas y Agua”, ocupaciones que compartió con una próspera actividad de empresario, contratista de sus propias obras, comerciante y propietario de grandes bienes[17].

Guerrero y Torres ya fue significado en vida, precisamente por José Antonio Alzate, presbítero y polígrafo -el más representativo miembro de la comunidad científica novohispana de su tiempo-, como una persona proclive al “mucho tren y demás ínfulas”, que le hacía parecer ante el “público como un magnate"[18]. Sin duda, los matices de su personalidad que nos delatan estas noticias se entreveran con los de su quehacer arquitectónico. La soberbia compositiva y altanería estructural, de impronta muy mexicana, que rezuman sus obras no debió de ser ajena a una cierta altivez social, pero tampoco a la propia consideración de su valía profesional, no siendo arriesgado imaginar el desdén con el que Guerrero y Torres debió acoger las endebles –si no cargantes- apelaciones al aséptico y universal "buen gusto" con que los arquitectos de la recién fundada Academia de San Carlos de México enmendaron -ya en los últimos años de su vida- sus proyectos arquitectónicos[19], por más que en 1791 -un año antes de fallecer- recibiera el grado de académico de mérito.

No obstante, pocos arquitectos novohispanos pudieron aspirar a gozar de un aprecio social y urbano a través de sus obras como el que tuvo Francisco Guerrero y Torres. Baste decir que su nombre quedó sellado en sus dos obras más significativas, la casa señorial de los condes de San Mateo de Valparaíso y la capilla del Pocito. En la de San Mateo de Valparaíso inscrito en el gran arco del patio que campea desafiando las leyes de la estática (“... a Dirección del Ve[e]dor i Maestro Don Francisco de Guerrero y Torres”), y en la del Pocito a través del más insólito medio periodístico, al publicar la Gazeta de México el 27 de noviembre 1791 un detallado “Plan Ignográfico” de la capilla, en donde, a pesar de su intención devocional, se advertía en letras tipográficas: “Delineado por el Mtro. D. Francisco Guerrero y Torres”.

[1] VILLASEÑOR Y SÁNCHEZ, J. A., Suplemento al Teatro Americano (La ciudad de México en 1755), Estudio preliminar, edición y notas de Ramón María Serrera, UNAM, México, 1980, p. 109.

[2] Sobre la obra de Francisco Guerrero y Torres se carece de un estudio de conjunto, la síntesis más completa sigue siendo: ANGULO IÑIGUEZ, D., Historia del Arte Hispanoamericano, II, Barcelona, 1950, pp. 589-606; los estudios de GONZÁLEZ POLO, I., de gran valor documental, apuntan hacia una futura consideración global de la personalidad de Francisco Guerrero y Torres: El palacio de los condes de Santiago de Calimaya (Museo de la Ciudad de México), México, 1973; “Memorial relativo al llamado ‘Palacio Itúrbide’”, Anales del Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1973, pp. 79-96; "Los palacios señoriales del marqués de Jaral construidos por Guerrero y Torres en la Ciudad de México", Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988; y “Francisco Antonio Guerrero y Torres (1727-1792”, IV Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. La R.S.B.A.P. y Méjico, San Sebastián, 1993, vol. II, pp. 775-777; también en esta dirección: LOERA FERNÁDEZ, G., “Francisco Antonio Guerrero y Torres, arquitecto y empresario del siglo XVIII”, Boletín de Monumentos Históricos, 1982, núm. 8, pp. 61-84; véase, unos con aportaciones documentales, otros con consideraciones historiográficas diversas, ANGULO IÑIGUEZ, D., "La capilla del Pocito de Guadalupe", Arte de América y Filipinas, núm. 2, Sevilla, 1936, pp. 161-165; Planos de Monumentos arquitectónicos de América y Filipinas en el Archivo General de Indias, 7 vols., Sevilla, 1933-40; TOUSSAINT, M., Paseos coloniales, (2ª ed., 1962), 3ª ed. Ed, Porrúa, México, 1983, pp. 63-70; BERLIN, H., "Three Master Architects in New Spain", en The Hispanic American Historial Review, Durham, XXVII, mayo de 1947, núm. 2, pp. 381-382; PATTON, G. N., Francisco Antonio Guerrero y Torres and the Baroque Architecture of México City in the Eighteenth Century (disertación manuscrita para obtener el grado de doctor en Filosofía por la Universidad de Michigan), 1958; KUBLER, G. y SORIA, M., Art and Architecture in Spain and Portugal and their Americans Dominions (1500 to 1800), The Pelican History of Art, Baltimore, 1959; CHUECA, F.,"Invariantes de la Arquitectura Hispanoamericana", Revista de Occidente, Madrid, 1966, p. 272; MANRIQUE, J. A., “El ‘neóstilo’: la última carta del Barroco mexicano”, Historia Mexicana, XX-3, México, 1971, pp. 335-367; GÓMEZ PIÑOL, E., “La arquitectura, siglos XVI-XVIII”, Gran Enciclopedia de España y América, t. IX, Arte, Madrid, 1986, pp. 146-147; URQUIAGA, J., "Edificaciones virreinales del Banco Nacional de México", Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988; BÉRCHEZ, J., Arquitectura mexicana de los siglos XVII y XVIII, México, 1992; FAGIOLO, M., “Architettura mariano-morfica: l’exempio della capilla del Pocito a Guadalupe”, Ars Longa, Valencia, 1994, pp. 61-72; GÓMEZ MARTÍNEZ, J., Historicismos de la Arquitectura Barroca Novohispana, Universidad Iberoamericana, México, 1997. Otras aportaciones y valoraciones puntuales: GONZÁLEZ POLO, I., “Un raro impreso del arquitecto Guerrero y Torres”, Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, México, julio-diciembre de 1971, núm. 6, pp. 151-159; CASTRO MORALES, E., "Historia del edificio. Evolución arquitectónica", Palacio Nacional de México, México, 1976, p. 303; GONZÁLEZ BLANCO, G., REYES Y CABAÑAS, A. E., y OLIVAS VARGAS, A., “Notas para una guía de artistas y artesanos de la Nueva España”, Boletín de Monumentos Históricos 1, INAH, México, 1979, pp. 76-77; GONZÁLEZ FRANCO, G., “Casas de Baños y Lavaderos en la Ciudad de México. Siglo XVIII”, Boletín de Monumentos Históricos, 1979, núm. 1, pp. 23-28; Catalogo de Ilustraciones. Centro de Información Gráfica del Archivo General de la Nación, 14 vols., México, 1979-1982; MARCO DORTA, E., Estudios y documentos de Arte Hispanoamericano, Real Academia de la Historia, Madrid, 1981; TOVAR DE TERESA, G., Repertorio de artistas en México, Grupo Financiero Bancomer, t. II, p. 118. Dibujos y fotografías de interés: BAXTER, Spanish-Colonial Architecture en México, Boston, 1901, I, p. 12; PORTOGHESI, P., (coord) Dizionario enciclopedico d’ architettura, urbanistica, 6 vols, Roma, 1968-69; y, sobre todo, Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988, libro que incluye los palacios de San Mateo de Valparaíso y de Jaral Berrio, en donde además de los textos de I. González Polo y Juan Urquiaga, existe una ejemplar coordinación, por parte de la Dirección de Arquitectura y Conservación del Patrimonio Artístico de INBA, en torno al levantamiento de planos y dibujos que lo acompaña, con la inclusión del dibujo de la perspectiva del palacio de San Mateo de Valparaíso debida al arquitecto Mayolo Ramírez Ruiz (1968), y a las rigurosas fotografías -desde la óptica arquitectónica del monumento- de Mark Mogilner.

[3] La actividad de Francisco Guerrero y Torres, muy prolífica, se puede seguir a través de los planos conservados en el Archivo de la Nación, de los cuales da noticia el Catalogo de Ilustraciones. Centro de Información Gráfica del Archivo General de la Nación, 14 vols., México, 1979-1982, algunos de los cuales se corresponden con los conservados en Archivo de Indias. Se trata de planos en los que abunda obra de nueva planta pero otros corresponden a reconocimientos de obra: Plazuela de toros en la plaza del Volador (1770), plano del Convento de Jesús María de la ciudad de México (con motivo de obras para separar las habitaciones de las niñas educandas y de las monjas) (1774), planos de la Casa del Marquesado del Valle (1774); Casa de don José Avilés en Zimapán (1776); Casa de don José Joaquín Balzategui en Zimapán (1776); Cajas Reales de Zimapán (1776); reconocimiento sobre “el estado en que se halla la Real Armería” del Real Palacio (1776); Casa del Apartado de la ciudad de México (1778); Casa contigua a la Aduana de la ciudad de México (en colaboración con José Álvarez) (1778); planos de la ciudad de México (parcial) y de la villa de Guadalupe, para abrir una acequia por donde puedan transitar canoas (en colaboración con Ildefonso de Iniesta Vejarano) (1779); Casa en la calle de la Cadena de la ciudad de Puebla (1780); Iglesia y Escuela de San Juan en Iztacalco (1781); Cuartel de Caballería contiguo al de Dragones en la ciudad de México (1782-1786); iglesia del pueblo de Tecualoya (1782); Casa en la calle de Tacuba en la ciudad de México (¿?); planos del Colegio de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México (1785); Casa en la calle de Mesones de la ciudad de México (1792). Guerrero y Torres también proyectó la rampa con escalinatas para acceder a la capilla del Cerrito en la villa de Guadalupe, en ANGULO, D., Planos de Monumentos Arquitectónicos..., pp. 217, y LOERA FERNÁNDEZ, G., 1982, p. 64, o presentó un proyecto para la iglesia parroquial de la Soledad en la ciudad de México en el año 1775, que no se siguió, véase PEREZ CANCIO, G., Libro de Fábrica del templo parroquial de la Santa Cruz y Soledad de Nuestra Señora, Años de 1733-1784, edición, transcripción y notas de Gonzalo Obregón, México, 1970, p. 76.

[4] BÉRCHEZ, J., Arquitectura y academicismo en el siglo XVIII valenciano, IVEI, Valencia, 1987, pp. 46 y ss.; y Arquitectura Barroca valenciana, Bancaixa, Valencia, 1993, pp. 88 y ss.; MARÍAS, F., “Elocuencia y laconismo: la arquitectura barroca española y sus historias”, Figuras e imágenes del Barroco, Fundación Argentaria, Madrid, 1999, pp. 87 y ss.

[5] TOSCA, T. V., Compendio Mathematico, t. V, Tratado de la Montea y Cortes de Cantería, Valencia, 1727 (1ª ed. 1712), pp. 107-109.

[6] BÉRCHEZ, J., 1992, pp. 109-113.

[7] PATTON, G. N., 1958, p. 85, citadas por LOERA FERNÁDEZ, G., 1982, p.61. Firma, en el año 1753, junto al arquitecto Ventura de Arellano un documento, en calidad de superintendente de diversos proyectos que se realizaban en la villa de Guadalupe; también como superintendente y hasta 1761 trabaja en el colegio de San Ildefonso de la ciudad de México.

[8] GONZALEZ POLO, I., 1973, p. 46.

[9] Documento en FERNÁNDEZ, M., Arquitectura y gobierno virreinal. Los maestros mayores de la ciudad de México. Siglo XVII, UNAM, México, 1985, p. 293.

[10] BÉRCHEZ, J., 1992, pp. 163 y ss.

[11] ANGULO, D., Planos de monumentos arquitectónicos..., p. 252.

[12] MORENO, R., Ensayos de la Historia de la Ciencia y la Tecnología en México, UNAM, México, 1986; y Ciencia y conciencia en el siglo XVIII mexicano. Antología, UNAM, México, 1994; TRABULSE, E., El círculo roto. Estudios históricos sobre la ciencia en México, México, 1982, pp. 92-164; Historia de la ciencia en México, t. I, México, 1983.

[13] GERBI, A., La disputa del Nuevo Mundo, México, 1982; BRADING, D. A., Orbe Indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 463 y ss.

[14] FERNÁNDEZ, J., Estudio y edición de Pedro José Márquez, Sobre lo bello en General y Dos Monumentos de Arquitectura Mexicana: Tajín y Xochicalco, México, 1972 (incluye los escritos de Alzate describiendo las pirámides del Tajín y de Xochicalco); RODRÍGUEZ RUÍZ, D., “De la Torre de Babel a Vitruvio: origen y significado de la arquitectura precolombina según Pedro José Márquez”, Reales Sitios, nº 113, 1992, pp. 41-56; ALCINA FRANCH, J., Arqueólogos o Anticuarios. Historia antigua de la Arqueología en la América Española, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1995; ESTRADA DE GERLERO, E. I., “Carlos III y los estudios anticuarios en Nueva España”, en 1492-1992, V Centenario Arte e Historia, Instituto de Investigaciones Estéticas UNAM, México, 1993, pp. 63-92; GUTIÉRREZ HACES, J., “Las antigüedades mexicanas en las descripciones de don Antonio de León y Gama”, Los Discursos sobre el Arte, Instituto de Investigaciones Estéticas UNAM, México, 1995, pp.121-146.

[15] “Se hallaron presentes a la observación –escribe en nota León y Gama- el licenciado don Álvaro de Ocio, relator de la Real Audiencia, el licenciado don Joseph Lebrón, abogado de ella, don Joseph Antonio del Mazo, don Francisco de Torres (sic) Guerrero, maestro de arquitectura de la nobilísima ciudad, y otras personas”, Descripción ortográfica universal del eclipse de sol del día 24 de junio de 1778 por Don Antonio de León y Gama, México, 1778, en MORENO, R., Ciencia y conciencia en el siglo XVIII mexicano. Antología, UNAM, México, 1994, p. 187. Véase también GONZÁLEZ POLO, I., 1971, p. 47; TRABULSE, E., 1982, p. 152.

[16] Joaquín Velázquez de León (1732-1786), fundó una academia matemática en el Colegio de Todos los Santos en torno a 1760, y fue catedrático de matemáticas y astrología en la Universidad entre 1765 y 1771, véase, MORENO, R., Joaquín Velázquez de León y sus trabajo científicos sobre el valle de México 1773-1775, México, UNAM, 1977.

[17] LOERA FERNÁDEZ, G., 1982, núm. 8, pp. 61-84.

[18] GONZÁLEZ POLO, I., 1988, p. 14.

[19] En 1790, la Academia de San Carlos de México, ya con competencias para supervisar los proyectos de obras, a través de José Damián Ortiz, señalaría diversos defectos al diseño realizado por Guerrero y Torres para la iglesia parroquial de San José, véase FERNÁNDEZ, J., Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos 1781-1800, UNAM, México, 1968, p. 65.

inicio del capítulo

Casas grandes con zaguanes de carruajes

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Ninguna otra Casa superaría en atrevimiento y desmesura constructiva los arcos del patio de la del conde de San Mateo de Valparaíso. Expuestos en toda su desnudez constructiva, despojado voluntariamente de cualquier otro atributo que no fuera el de la mecánica estructural, con los nombres de su propietario y arquitecto inscritos en las dovelas como único adorno, Guerrero a través de estos arcos emparejados y cruzados, acertó a solemnizar arquitectónicamente valores culturales, suntuarios y funcionales que estaban actuantes en la ciudad de México en esos precisos años. Fijó en él con carácter de permanencia la memoria de su propietario, don Miguel del Berrio Záldivar, noble mexicano de nuevo cuño, acaudalado financiero y minero, hombre de aficiones ilustradas, a través de unas expectativas y usos que eran los de su industria y linaje.

Francisco Guerrero construyó varios de los palacios –“Casas grandes”, si hemos de seguir el modo novohispano de llamarlos[1] - más importantes del México colonial de finales del siglo, como la casa del conde de San Mateo de Valparaíso, la de los condes de Santiago de Calimaya o la del marqués de Jaral Berrio, también conocida como palacio Iturbide. En ellos fija el modelo de casa señorial de la ciudad de México, explorando rigurosamente las posibilidades decorativas, sintácticas y estructurales esbozadas, a veces con un temprano carácter episódico, por los arquitectos novohispanos en la primera mitad del siglo XVIII mexicano. De todas ellas, la de los condes de San Mateo de Valparaíso viene a ser, en este orden de ideas, la obra más significativa e interesante, aunque no la más monumental. Fue proyectada y construida por Francisco Guerrero y Torres, con el título de arquitecto recién obtenido, entre 1769 y 1772, y no se puede considerar una obra primeriza, sino de plena madurez, realizada cuando ya contaba los cuarenta años.

El encargo provino de don Miguel del Berrio Zaldívar, marqués de Jaral de Berrio y conde de San Mateo de Valparaíso, culto y acaudalado financiero novohispano, caballero de la Orden de Santiago, miembro “del Consejo de su Majestad en el Real y Supremo de Hazienda y Contador Decano Jubilado del Real Tribunal y Audiencia de Cuentas de este Reyno”, tal como dejó inscrito en uno de los arcos del patio de la casa, junto al de su arquitecto. Como ocurre con Guerrero y Torres, don Miguel del Berrio y Zaldívar, estuvo vinculado al medio ilustrado mexicano que se desenvolvía en la Universidad de México, concretamente en torno a la persona de José Ignacio Bartolache -el mismo que en 1778 apoyó las invenciones para apagar incendios de Guerrero- a quien dedicó en calidad de protector –“Mecenas Americano” fue llamado- las conclusiones defendidas en torno a Hipócrates y Avicena para la obtención de la tesis de licenciatura y del grado de doctor en Medicina, efectuadas en el año 1772, cuyas conclusiones fueron impresas[2].

Bajo este ángulo se puede aquilatar mejor algunas de las características que más cabalmente definen esta Casa grande. Porque, a pesar de las reformas que sufrió el edificio al alojar en 1884 las oficinas del Banco Nacional[3], en ella se compendia la personalidad de su arquitecto y a la vez, añadiríamos, la de su propietario, tan proclive a costear y ostentar –parafraseando las palabras de Villaseñor citadas más arriba- los “artificios” y “primores” de los cortes de piedra que en ella se movilizan. Con su configuración urbana en esquina, ocupando una parte de la manzana, muros construidos en piedra chiluca y revestimiento de tezontle cortado, destaca el torreón y hornacina en el ángulo, la articulación de la superficie de sus fachadas con los característicos huecos o balcones con jambas prolongadas, o su portada principal que, como las interiores del edificio, siguen indefectiblemente una originaria composición miguelangelesca, tan divulgada en el Vignola, con altas pilastras que alojan entre el entablamento y el dintel inferior decoración escultórica (portada principal) o sillares acodados de intenso rusticado y traza oblicua (portadas interiores).

Guerrero y Torres introdujo un rico repertorio decorativo en la puerta principal, con líneas levemente onduladas y mixtilíneas, y en las puertas interiores que comunican el patio con la escalera, articuló los arcos mixtilíneos de poderosa impronta canteril con pilastras de orden jónico, un jónico modernizado desde la altura de su tiempo, con una libertad que antes partía de una formación arquitectónica, que de una voluntad adornista plástica. Frisos convexos, capiteles miguelangelescos de volutas angulares, firmes estrías en los netos del fuste -las de primer piso rectas, las del segundo movilizadas en formas flexuosas, serpenteantes, de múltiples sugerencias-, las cuales interrumpe y recorta curvamente en sus extremos para dar cabida, tallados en piedra, los sumoscapos de la pilastras -posible ironía ante la sacralización erudita y sedentaria, en torno al rígido canon de los órdenes arquitectónicos aportados por una antigüedad lejana, leída y, sobre todo, grabada-, se ofrecen como antesala de una de las más notables piezas de la mansión, la escalera de dobles rampas en espiral con desarrollo independiente, sin cruces entre sí, encajada en una caja cilíndrica coronada por una luminosa cúpula.

Con su insólito arranque sumergido, esta escalera parece subrayar la imagen del peculiar quehacer arquitectónico en el frágil y pantanoso suelo de la ciudad de México, con continuos hundimientos de sus edificios, necesitados de complejos estacados, cuyas imágenes nos transmiten crónicas y viajeros aludiendo a los templos semihundidos[4].

Guerrero fabricó esta imagen con su fantástico brote de arcos y columnas hincados en el suelo, a través de una escalera de rampas helicoidales, llamada genéricamente de caracol. Presente estas escaleras de caracol en los conocimientos exigidos en las ordenanzas gremiales de los arquitectos novohispanos desde el siglo XVI, la realizada por Toribio de Alcaraz en la inacabada catedral de Pázcuaro, de doble rampa, fue objeto de elogio y admiración por su dificultad técnica y funcionalidad en esos años como se lee en los comentarios que de la misma hacen Villaseñor o Ajofrín. Muy frecuente en tratados, el modelo de la casa de San Mateo de Valparaíso con ser excepcional en la ciudad de México, recogía una tradición ya comentada por fray Lorenzo de San Nicolás, al referir las escaleras que incluían dos desarrollos en una caja, con sus diversas entradas y salidas, todo ello en “unos mismos suelos”, “y estas suceden quando en una casa principal ay servicio de hombres y mugeres, sirviendo unos por una parte, y otros por otra. Es cosa muy decente -concluía el agustino- y devida al decoro de casas principales[5].

Con su gran ojo circular abierto en el centro, y siguiendo modelos de escaleras europeas difundidas por Palladio y sobre todo Vignola[6], Guerrero actuó sobre ellos reinterpretándolo en clave hispánica, con columnas de orden dórico, de capiteles declinados oblicuamente siguiendo la inclinada superficie ascendente de las rampas, en un ejercicio que recordaba las críticas que el francés Philibert de l’Orme[7] y, sobre todo, el español Juan de Caramuel[8] habían formulado en sus tratados a la manera italiana de trazar en un plano recto las columnas y los balaustres en superficies inclinadas, con el recurso de cuñas o chapines.

La intrépida maestría de Guerrero y Torres asoma con fuerza en la estructuración arqueada del hueco cilíndrico de la escalera, de una insólita belleza técnica y oblicua, plena de sorpresivos y laberínticos recursos, con serpenteantes y dinámicos arcos de pies desiguales, por tranquil, pero declinados a la manera de “arcos de torre cavada”, así llamados en la nomenclatura del corte de las piedras, tejiendo un red de arcos que se abren a otros con sillares cortados y aparejados en complejas torsiones curvas a la vez que ascendentes. Algunos de los registros empleados en esta escalera, particularmente el modo de engarzar y subsumir unos arcos en otros en rampas ascendentes, recuerdan los de la monumental escalera principal del Colegio de San Ildefonso de la ciudad de México, una obra en la que, aunque concluida en 1749, estuvo activo hacia el año 1760 el propio Francisco Guerrero y Torres[9], la cual volvió a reconocer en 1776 con motivo de los daños sufridos por el terremoto de ese año[10].

La pieza que no obstante da más carácter al conjunto de la casa del conde de San Mateo de Valparaíso, es el patio principal, con su valiente y monumental trenzado de arcos obtenido por la vía del cálculo y arte de los cortes de cantería, el cual acoge una montea de tres gigantescos arcos carpaneles, dos de 14 metros y un tercero de 16 que se entrelazan sin ningún apoyo intermedio y apean en pilares cuadrados adosados a las paredes. Sobre esta estructura, que soporta una cubierta de techumbre plana, se eleva -liviana- la galería alta del segundo piso con sus pilares dóricos octogonales y arcos rebajados, gravitando las columnas de las esquinas en el aire, sin ningún apoyo inferior. Hay en este patio sin duda todo un ejercicio de estilo, pero con un proceder atento a exprimir en el rigor constructivo y en el cálculo estructural de los arcos todos los atributos posibles que eran susceptibles de ser reclamados y admirados por la sociedad de su tiempo.

El alarde de expandir por todo el patio soluciones arqueadas de una magnitud que rozaba el límite de lo posible (no perdamos de vista que un arco alcanza una luz de 16 metros), con el menor número de apoyos, enlazaba con una larga tradición basada en la cultura del arco y la bóveda, que si bien hincaba sus raíces en tradiciones medievales, venía avalada, por ejemplo, por el De re aedificatoria (Florencia, 1485) de Alberti, tan tempranamente leído en Nueva España desde los primeros años de la presencia hispana. Su elogio de los arcos dispuestos de tal forma que se podían quitar las columnas sin que cayeran los edificios, practicado ya por “los architectos antiguos en los templos”, alabado como “cosa señalada y digna de loor acerca de los antiguos”, no deja lugar a dudas de la posible lectura que los arquitectos de la época moderna, con potentes tradiciones constructivas basadas en el arte de la traza, pudieron hacer de las palabras de Alberti, desde la altura ahora de un versátil clasicismo moderno, que incluso permitía pensar en términos anticuarios, no sólo la teoría de los órdenes, también la de los alardes técnicos en la formación de arcos y bóvedas[11].

No es extraño encontrar en juegos y colecciones de trazas manuscritas, como la de Alonso de Vandelvira, soluciones como las del “Patio cuadrado sin columnas”, “Patio sin columnas cuadrado” o “Patio redondo sin Columnas”, ofrecidas como alternativas prestigiosas desde el magisterio geométrico de la traza de abovedamientos al problema común del embarazo y reducción de espacio que originaban las columnas o soportes en patios pequeños[12]. Por otra parte, indicio de la admiración e importancia concedida a la formación de arcos y al artificio de su construcción, de la cultura del arco, en definitiva, que tantas expresiones favorables arrancaba en su tiempo, cobrando además un valor emblemático en las categorías matemáticas de la ciencia moderna, fueron las palabras con las que el matemático Tomás Vicente Tosca comenzaba su tratado de la montea y cortes de cantería (1712) -tan leído en tierras novohispanas-. “Lo más sutil y primoroso de la Architectura”-afirmaba-, porque “cortando sus piedras, y ajustándolas con tal artificio, que las avía de precipitar ázia la tierra, las mantenga constantes en el ayre sustentándose las unas a las otras, en virtud de la mutua complicación que las enlaza”.

La magnificación y complicación de este artificio se lograba en el patio de San Mateo de Valparaíso con una contundencia no alcanzada en el medio novohispano. Además, al situarse en el primer piso del patio, su aparente ingravidez y desnudo alarde técnico era sentido y observado desde múltiples y ocasionales puntos de vista, no reservados a la visión más selectiva y distante de los altos cierres de techos y bóvedas de iglesias.

Igualmente, al despejar angularmente las esquinas del patio y unir en altura los arcos sin necesidad de soportes, con la consiguiente mayor anchura y diafanidad de espacio en su comunicación con el zaguán y la portada principal de la casa, el patio de San Mateo de Valparaíso configuró con una nueva dimensión suntuaria y social la casa señorial mexicana, permitiendo un planeamiento moderno desde los requerimientos de comodidad que exigía las maniobras de los voluminosos carruajes en el interior de los edificios, a la vez que el propio de los usos industriales o comerciales que pudieran albergar en su interior. La ciudad de México, tan alabada por sus amplias calles, por las que podían discurrir tres coches paralelos, con más de tres mil coches y estufas en 1777 según José de Viera[13], y un consolidado y agobiante tráfico suntuario de carrozas, coches y calesas[14], se insertó durante el siglo XVIII, al igual que cualquier ciudad europea importante, en el proceso de adaptación urbana y, sobre todo, introdujo sustanciales reformas en sus edificios ante la nueva realidad de las carrozas, signo exterior de riqueza[15] y prestigio social, pero que originó graves disfunciones no sólo en los antiguos entramados urbanos de las ciudades, sino particularmente en la distribución de palacios y casas señoriales.

Como en las más importantes ciudades europeas durante la segunda mitad del siglo XVII y primera del XVIII, se emprendieron ahora en México en edificios de nueva y vieja planta obras que permitían zaguanes despejados y amplios, con un carácter público para la entrada, estacionamiento o salida de carruajes, esquinas curvadas con grandes trompas, fachadas que incorporaban compositivamente en sus alas portadas para el paso de calles aptas al tránsito rodado[16], fachadas también en chaflán, patios con arcadas en voladizo sin apoyos ni columnas[17], o también arcos cruzados dispuestos en esquina y salvando amplias luces. Fueron, sin duda, alternativas diversas, algunas de ascendencia medieval, que las nuevas circunstancias dieron porvenir, cobrando un valor y unas dimensiones proporcionales a las nuevas necesidades[18].

En todo caso esta reformulación de viejos temas, tanto por su carácter funcional y utilitario, como por su alarde técnico, fue saludada y admirada como algo nuevo, y en la que tuvo que decir mucho el arte de los cortes de piedra, tan revalorizado desde la mentalidad moderna. Tal debió ser el caso de los arcos pendientes en el aire y de los arcos cruzados, episodios constructivos que tanta fortuna habrían de tener en Nueva España, los cuales, una vez pasado el ciclo histórico del uso y función desempeñado socialmente, quedaron envueltos en la asepsia de un proceder arquitectónico estilístico, “barroco”.

La solución del patio de la casa de San Mateo de Valparaíso no era original, aunque sí nunca vista con tal desarrollo en una casa grande de la ciudad de México y añadiríamos del ámbito hispánico. Recogía experiencias anteriores, que en el caso de la Nueva España se remontaba a las funcionales esquinas del patio del palacio de la Inquisición (1733-37) de Pedro Arrieta[19], si bien en esta obra Arrieta recurría a potentes arcos cruzados obtenidos a partir de la fórmula del arco degenerante en otros pendientes en el aire. El palacio de la Inquisición, elogiado en su momento por “la novedad de singularizarse por única en este reino”, con su planta cuadrada que sugiere el octógono, fachada en esquina, en chaflán, abierta a dos calles, ángulos del patio liberados de columnas a través del innovador recurso de los arcos cruzados y pendientes en el aire, permitió el discurrir del frecuente trasiego de carrozas, coches y personas propios de un edificio que acogía el Tribunal del Santo Oficio.

Los elogios que despertaría esta innovadora obra fueron numerosos y desde distintos puntos de vista. Al ya citado de Villaseñor, habría que añadir el del presbítero y bachiller Juan Viera, tan atento en su descripción al hecho de los carruajes[20], quien no sólo destacaría la particular arquitectura del pórtico, su fachada formando un “sexavo”, o las cuatro esquinas en el aire, sino también la portada “que cae en una de las esquinas”, la cual permite que “entren los coches sin ningún estorbo”[21]. El eco de esta obra, y la de sus arcos cruzados y pendientes en el aire, difundida en su versión sin cruzar por tratados de tanta boga en Nueva España como el de Claude-François Milliet Dechales (Cursus seu Mundus Mathematicus, Lyon, 1674), y Tomás Vicente Tosca (Compendio Mathematico, tomo V, Tratados de Arquitectura Civil, Montea y Cantería y Reloxes, Valencia, 1712)[22] fue paralela a la de su carácter utilitario, sobre todo en una sociedad como la novohispana, muy receptiva a la expectación que suscitaban estos recursos tan marcados por la cultura matemática en torno a la formación de arcos y, también -no habrá que olvidarlo- por su propia historia, ahora reactualizada, en la que los arcos, ya desde los primeros años de la conquista, cobraron una plusvalía cultural de primer orden[23].

Una variación sobre el mismo tema -y de la que partiría Guerrero y Torres en el patio del conde de San Mateo del Valparaíso- consistió en voltear sencillos arcos sin moldurar y de sección rectangular, cruzados y sosteniendo las techumbres de vigas de madera que descansan sobre los muros y los arcos. Situados en la esquina del patio, facilitó la comunicación desembarazada con el zaguán y la portada[24].

En Nueva España, el modelo del palacio de la Inquisición tuvo sus réplicas, algunas casi contemporáneas y aplicadas por lo general a edificios administrativos y encargados de la custodia de los fondos de Hacienda, con un importante y multitudinario tránsito de personas, recuas y carros, como la Real Caja de Morelia (actual Palacio de Justicia), uno de los primeros ejemplos a juzgar por las afirmaciones que se establecen para su construcción (primera mitad del siglo XVIII)[25], a la que seguiría en la misma ciudad, la Aduana de Tabacos (1781) actual Palacio Municipal), con arcos cruzados sencillos en las esquinas. En San Luis de Potosí, la Real Caja, diseñada por Felipe Cleer, en 1766, prescindiría de esta solución pero incorporó la fachada en esquina o chaflán, introducía un vestíbulo hexagonal y un patio octogonal con arcos apeados en pilares acolumnados que por la singular disposición dejaba expeditas las esquinas.

Las casas particulares pronto introdujeron estas ventajas como la del Alférez Cobián y Valdés (1762-1766) en la ciudad de México, de abreviada escala, con danzas de arcos montados en el aire discurriendo por los lados y cruzados en las esquinas; la de los condes de Regla (segunda mitad del siglo XVIII) en Querétaro; o la del conde del Valle de Xúchil (hacia 1763) en Durango, una de las más elaboradas réplicas del tipo arquitectónico inaugurado en el palacio de la Inquisición, y arquetipo del “estilo de la ciudad de México” exportado a tierras norteñas, con su fachada en chaflán organizada con estípites, ventana de jambas prolongadas, acceso a la escalera interior de arco bilobulado –degenerante con clave pendiente y a la gótica- y arcos cruceros y esquinados enfrentado el zaguán[26]. A través de los planos conservados en el Archivo de Indias y en el de la Nación de México, puede observarse la amplia boga de estos recursos, especialmente en edificios hacendísticos o industriales, no pudiendo precisarse a través del dibujo la variante de solución de esquina que incorporaban. Se atisba su presencia en el proyecto de Casas del Cabildo de Guadalajara conservado en el Archivo de Indias, sólo un año después –1734- de comenzarse el edificio de la Inquisición, en los de las Cajas Reales de Pachuca (1774) de José Joaquín de Torres, en la casa de José Avilés (1776) en Zimapán, según plano del propio Guerrero y Torres, en los proyectos para la Casa del Apartado (1778) [27] de la ciudad de México, edificio industrial destinado a la separación de metales, en el segundo piso destinado a viviendas, en el proyecto de Guerrero y Torres, en la primera planta en el de Ignacio Castera.

Francisco Guerrero y Torres demostraría una extrema proclividad por el protagonismo arquitectónico dado a los arcos. De ello daría buena cuenta, además de este patio, los arcos degenerantes en tres arcos que construyó en los dos pisos de la escalera de la casa de los condes de Calimaya y, también, en el coro de la atribuida iglesia de la Enseñanza. Idéntica pretensión se presiente en el “mapa” que presentó para la iglesia de la Santa Cruz y Soledad en el año 1775, en donde unía “en una idea las naves y un solo cañón”, la cual los arquitectos consultados alabaron pero también rechazaron por necesitar una mayor cimentación y por lo tanto un mayor costo[28].

Sin embargo, ninguna superaría en atrevimiento y desmesura constructiva este patio. Expuestos en toda su desnudez constructiva, despojado voluntariamente de cualquier otro atributo que no fuera el de la mecánica estructural, con los nombres de su propietario y arquitecto inscritos en las dovelas como único adorno, Guerrero a través de estos arcos emparejados y cruzados, acertó a solemnizar arquitectónicamente valores culturales, suntuarios y funcionales que estaban actuantes en la ciudad de México en esos precisos años. Fijó en él con carácter de permanencia la memoria de su propietario, don Miguel del Berrio Záldivar, noble mexicano de nuevo cuño, acaudalado financiero y minero, miembro del Real y Supremo de Hacienda y hombre de aficiones ilustradas, a través de unas expectativas y usos que eran los de su industria y linaje.

Pero también logró recrear en esta obra una imagen que expresaba, precisamente en lo que tenía de industria humana y prodigio tecnológico, un orgulloso sentimiento colectivo y urbano, propio de la ciudad de México y por extensión de la Nueva España, habitantes en un terreno de fango y sujeto a persistentes temblores, en constante esfuerzo por contener la naturaleza. Despojada de cualquier apariencia de adorno, estos arcos emparejados y cruzados, de tanta tradición artesanal y a la vez presente en colecciones de trazas de cortes de cantería y que tanto juego darían movilizados en estructuras abovedadas en la época moderna, tuvieron su particular séquito novohispano. La casa de la Torre de Cossío en la ciudad de México, costeada en 1781 por don Juan Manuel González, primer conde de la Torre de Cossío, descendiente del emperador Moctezuma, emuló en su patio un entrelazamiento de arcos similar. En Zacatecas y en una escala reducida, el patio de la casa situada en la plaza que se levanta a un costado de la catedral, despliega en su patio rectangular unos similares arcos cruzados en sus riñones, aunque apoyados en dos columnas por lado.

Acaso ningún hecho exprese mejor el desenlace de la trayectoria profesional de Francisco Guerrero y Torres y con él la de los arquitectos novohispanos del siglo XVIII, tras la fundación de la Academia de San Carlos, que las controvertidas opiniones vertidas, ya en los últimos años del siglo, sobre las famosas esquinas en voladizo del palacio de la Inquisición. El propio Guerrero y Torres en 1792, en la que pudo ser una de sus últimas actuaciones como arquitecto, puesto que fallecía ese mismo año, en calidad de arquitecto de Santo Oficio, reconoció el sin duda admirado edificio de la Inquisición de Arrieta, afectado por unos recientes temblores. Le acompañó con tal motivo el arquitecto de la Academia de San Carlos, Antonio González Velázquez. Guerrero tranquilizó en su informe de un peligro inmediato. Pocos años más tarde, en 1798, tras apreciarse grietas en la cornisa y arco de esquina, el arquitecto académico Antonio González, ya sin la presencia de Guerrero y Torres, atribuyó las grietas de las galerías a “la ridícula forma de los arcos angulares, siendo tan precisa su ruina como extraño el que hayan resistido desde su construcción hasta el día” y propondría diversas soluciones como era la de construir de nuevo “los cuatro medios arcos que están en el aire”, o suprimir la clave o péndola.

Como en tantos episodios del academicismo artístico español, Antonio González acompañó sus invectivas académicas con un dibujo arquitectónico del patio, con planta y alzado, primorosas aguadas y sobras arrojadas de 45º, dotes dibujísticas que como sus improperios no disimulaban sus evidentes carencias en la técnica edificatoria, y más en concreto en la estereotomía. Con discreción estas opiniones fueron puestas en tela de juicio por el sobrestante de las obras del Santo Oficio, José Antonio Zúñiga, que había sido cantero de oficio y realizado bajo la dirección de Guerrero y Torres los arcos de la casa de don Miguel del Berrio Zaldívar. Zúñiga informó reservadamente al Inquisidor: “Aunque a primera vista éstos (los arcos del patio) parecían cuatro con su cable al aire, no eran en realidad más que dos; y como cada uno de éstos tenía todo su empuje desde la pared de donde salía su formación y su dirección correspondiente a los dos, la piedra de en medio que se presentaba al aire estaba puesta con el fin solamente de aparentar quatro arcos”. Negaba en consecuencia la necesidad de una nueva construcción y recomendaba “una ligera operación” consistente en acuñar las piedras desunidas por los temblores. Como afirmaron los inquisidores al Consejo: “Zúñiga ha sido cantero de oficio” y “sabe más del corte de piedras y por casualidad había hecho el de las que sirvieron a los arcos de la casa Berrio”[29], esto es –añadimos por nuestra parte- había trabajado a la órdenes de Francisco Guerrero y Torres.

Quien hoy día traspasa y discurre por estos monumentalizados arcos cruzados del Palacio de la Inquisición al igual que lo hace por los de la Casa de San Mateo de Valparaíso, aún sigue admirando el delirio estructural de sus esquinados y entrelazados arcos, el -en definitiva- silencioso misterio gravitatorio de su presencia arquitectónica. La incómoda anécdota del malentendido académico se nos antoja divisa, metáfora de la numerosas veces incomprendida cultura del barroco novohispano, tan exultante en sus manifestaciones desde nuestra actualidad. Y no deja de ser casualidad que compendie y en cierto modo rinda homenaje a los dos máximos representantes de dicho acontecer cultural: al que fuera primer y brillante exponente del mismo -Pedro Arrieta- y al que alcanzaría, a través de su obra y personalidad, ser suma y cifra de ella, Francisco Guerrero y Torres.

 

[1] De este modo los señala y elogia el culto jesuita y entendido en la arquitectura Pedro José Márquez, desde Roma, a finales del siglo XVIII y primero del XIX: “En cuanto a Palacios –afirma describiendo la arquitectura de la ciudad de México-, se debe advertir, que por allá no se les dá este nombre, sino a los de los Obispos, Virreyes, y Supremos Gobernadores, pero realmente hay muchas Casas grandes que en otras partes se llamarían Palacios, porque los Señores ricos y titulados tienen habitaciones correspondientes a su grandeza”. En “Apuntamientos por Orden Alfabético pertenecientes a la Arquitectura donde se exponen diversas doctrinas de M. Vitruvio Polion...”, Manuscrito, escrito entre 1786 y 1806, por Pedro José Márquez, y publicado en GUTIÉRREZ, R., y ESTERAS, C., Arquitectura y Fortificación. De la Ilustración a la Independencia americana, Ediciones Tuero, Madrid, 1993, p. 396.

[2] MAZA, F. de la, Los exámenes universitarios del doctor José Ignacio Bartolache en 1772, México, 1948; MORENO, R., 1986, pp. 55-56.

[3] Con tal motivo se suprimió el entresuelo de la casa, alargándose las ventanas del primer piso.

[4] Fray Tomás Gage, en 1625, comenta el “agua pasa por debajo de todas las calles (...) Y esto es tan verdad que si no repararan a cada instante las averías que causa en el convento de San Agustín, ya se habría sumergido todo el edificio. Estando yo en México, lo construían de nuevo y noté que las columnas antiguas estaban tan hundidas que echaban encima otros cimientos. Sin embargo, era la tercera vez que lo reedificaban, según me dijeron, y que ponían nuevas columnas sobre las columnas antiguas, que se habían sumergido en el agua” (cit. por Valle-Arizpe, A., Historia de la ciudad de México según los relatos de sus cronistas, México, (1939), sexta ed. 1997, p. 334). Otro testimonio, este del siglo XVIII y de fray Andrés de San Miguel, al referirse al suelo movedizo de la ciudad de México, concluye que, en esos momentos, “a fuerza de los muchos edificios que se han fabricado unos sobre otros ha adquirido firmeza para fabricar bóvedas”.

[5] Fray Lorenzo de San Nicolás, Arte y uso de Architectura, t. I, Madrid, 1639, p. 119.

[6] PALLADIO, A., I quattro libri dell’architettura, Venecia, 1570, Libro I, cap. xxviii, aportaba una escalera de caracol “hueca” en el medio de un solo tiro, y otra –la de Chambord-, también hueca, de cuatro tiros compenetrados; BAROZZI, J. (Vignola), Le due regole della prospettiva pratica di M. J. B. Da V., con i commentari del R. P. M. Egnatio Danti..., Bolonia, 1582, aportaría una solución similar de dos tiros.

[7] Véase PÉROUSE DE MONTCLOS, J.-M., L’architecture a la française XVI, XVII, XVIII siècles, Picard, París, 1982, p. 70.

[8] Juan CARAMUEL Y LOBKOWITZ, J., Arquitectura civil recta y oblicua, Vigevano, 1678, ed. 1984, Turner, estudio introductorio de Antonio Bonet Correa, Madrid, 1984, t. II, p. 111 y ss.

[9] Véase nota 6

[10] ROJAS GARCIDUEÑAS, J., El antiguo Colegio de San Ildefonso, UNAM, México, 1951-1981, pp. 44-45.

[11] Los Diez Libros de Architectura de Leon Baptista Alberto, traducción de Francisco Lozano, Madrid, 1582, L. I, Ca. XII, 25: “Y no dexaré de decir aquí lo que he notado por cosa señalada y digna de loor acerca de los antiguos, que estas aberturas, y los arcos de las bóvedas fueron puestos de tal suerte por los architectos antiguos en los templos, que si quitaredes todas las columnas de dentro, como queden los arcos de las aberturas y las bóvedas de los techos no se caeran, de tal suerte son las guías de todos los arcos sobre que cargan las bóvedas tiradas hasta el suelo de maravilloso artificio, y conocido de pocos que esta firme la obra restrivando en solo los arcos”.

[12] VANDELVIRA, Alonso, Libro de traças de cortes de piedra (entre 1575 y 1591). Edición de BARBÉ-COQUELIN, G., El tratado de arquitectura de Alonso de Vandelvira, Albacete, 1977, II, fol. 109 vª y 110 r.; PALACIOS, J. C., Trazas y cortes de cantería en el Renacimiento español, Madrid, 1990, pp. 255 y ss.

[13] “Ruedan en esta corte más de 3000 coches y estufas, cuyos trenes pudieran lucir en la más lucida corte de Europa”, VIERA, J., Breve y compendiosa narración de la ciudad de México, (1777-78), ed. de Instituto Mora, México, 1992, p. 141.

[14] Véase, SERRERA, R. M., Tráfico terrestre y red vial en las Indias Españolas, Madrid, 1992, pp. 314 y ss.

[15] En tanto objeto suntuario, su presencia en inventarios nos hablan de su prohibitivo precio. Así, en el inventario de bienes del capitán Joseph del Olmedo y Luján realizado en la ciudad de México en el año 1708, se menciona “un coche aliñado con su encerado verde, con seis vidrios”, el cual los maestros de carroceros apreciaron en 450 pesos. Su comparación con los aprecios de otros bienes, permiten establecer un cálculo de su valor suntuario: la capilla de la hacienda nombrada de San Juan de Dios valorada en 1.060 pesos, la fábrica de un rancho en Nuestra Señora de Tepepa, en 250 pesos, una esclava negra de mediana edad (treinta y cinco o treinta seis), 300 pesos; dos escritorios “de cedro de Orizaba, con quince cajones embutidos de hueso y tampicerán”, 140 pesos, otros escritorios en 23, 15, o 10 pesos: vestidos femeninos de riqueza artesanal como el mencionado “de brocato azul con flores de oro y plata, con guarnición de oro y plata, de Milán, fino...”, 109 pesos, o un “gaban de paño de Ingleterra...”, 16 pesos; y en cuanto a los numerosos bienes artísticos: “Siete países a dos varas de largo y vara tercia de ancho de Los Meses de Año, apreciaron a nueve pesos cada uno”, 63 pesos; “Dos Floredos”, 2 pesos; o un lienzo de San Juan Bautista, 4 pesos. Véase, PINEDO MENDOZA, R., “Diligencias de inventarios y avalúos de bienes del difunto capitán Joseph Olmedo y Luján...”, en Juan Correa: su vida y su obra: cuerpo de documentos, Ed. por E. Vargas Lugo, J. G. Victoria y G. Curiel, Vol. III, UNAM, México, 1994, pp. 142-166.

[16] Borromini en un proyecto para el palacio Carpegna (véase BLUNT, A., Borromini, Alianza, Madrid, 1979, pp. 175 y ss.); Pietro da Cortona en la fachada de Santa Maria della Pace (véase KRAUTHEIMER, R., Roma di Alessandro VII, 1655-1667, Edizioni dell’Elefante, 1987, pp. 33 y ss., y 56 y ss.); Caramuel en la fachada de la catedral de Vigevano (Italia) actuaría con una composición similar y en España, el palacio de don Francisco de Villaverde en la población de Morata (Aragón), del año 1670, acusaría esta influencia.

[17] PÉROUSE DE MONTCLOS, J.-M., 1982, p. 119, cita la obra de Henry Sauval, Histoire et recherches des Antiquités de la ville de Paris, publicada en 1724, pero escrita entre 1654 y 1676, que describe admirativamente la construcción de una cochera de carruajes en la rue de Matignom de París, con sus arcadas pendientes en el aire.

[18] Sirvan de ejemplo para el caso español la remodelación de la esquina del patio de la Generalitat de Barcelona, en donde se ubica la escalera, obra de mediados del siglo XVI posiblemente para permitir un acceso desembarazado al claustro. Es un temprano ejemplo de arcos cruzados con clave pendiente. De la fortuna de este recurso da buena cuenta la pequeña capilla del mismo palacio ubicada inmediatamente, del siglo XVIII, con arcos cruzados y capiteles pendientes en el aire. En la misma Barcelona diversas casas de finales del siglo XVII (casa Dalmases, a pesar de su frágiles columnas salomónicas) o del siglo XVIII (casa Mercader, en la calle del Lledó, o palacio de la Virreina) abundaron en este motivo, sin duda conectando tradición y moderno arte de la traza. La casa Mercader por ejemplo, alcanza un particular climax, con potentes arcos dovelados y pendientes en el aire, doblados en esquina y en pronunciado declive, del que penden ingrávidos fragmentos de columnas, todo ello de acuerdo a una rigurosa declinación de los principios oblicuos rectilíneos enunciados primero por Caramuel y más tarde divulgados por Tosca. También en tierras catalanas, se construye con arcos pendientes en el aire el claustro del convento de Santo Domingo de la ciudad de Vich (Gerona), de principios del siglo XVIII.

[19] MAZA, F. de la, El Palacio de la Inquisición, México, 1985; BÉRCHEZ, J., 1992, pp. 157 y ss.; MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, M. A., Momento de Durango Barroco, arquitectura y sociedad en la segunda mitad del siglo XVIII, Tesis Doctoral, Universidad de Navarra, Pamplona, 1995, pp. 436 y ss.

[20] VIERA, J., Breve y compendiosa... (1777-78). Al describir los patios del Palacio Real, afirma “siendo el principal tan grande, que da hueco a más de 100 coches que regularmente lo ocupan” (p. 5); o al referirse al pase de la Alameda, recalca “es un espacioso jardín, en cuyas calles pueden andar 1000 coches, dejando libre camino a los que pasan a pie” (p. 101).

[21] VIERA, J., Breve y compendiosa... (1777-78), p. 49.

[22] Véase BERCHEZ, J., 1992, pp. 236 y ss. ; “El arte de la Edad Moderna en Iberoamérica”, Historia del Arte, Alianza Editorial, vol. 3, Madrid, pp. 396 y ss.

[23] Véase sobre este último aspecto, PADGEN, A., La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa, Alianza América, Madrid, 1988.

[24] La presencia de esta solución en una casa señorial de Palma de Mallorca, situada en la Plaza Atarazanas, de finales del siglo XVII, probablemente del ingeniero militar navarro Martín Gil de Gainza, es, posiblemente, uno de los primeros usos de este recurso de acuerdo a un proceder moderno. Igualmente anterior al desenvolvimiento de este registro en Nueva España, es el caso del palacio de los marqueses de Viana en Córdoba (España), con una solución similar al incorporar en la esquina del patio con arcadas, arcos cruzados abriendo una crujía, con funciones de zaguán, a la fachada del palacio, dispuesta en chaflán como en el palacio de la Inquisición de México y en los diversos ejemplos que inspiraría en Nueva España. Su simetría cultural y arquitectónica con otros recursos sería todo un síntoma del desarrollo de los mismos en Nueva España: en Sevilla, la Fábrica de Tabacos, en su escalera principal (y también en las más industriales dependencias anejas de los patios interiores, éstas últimas en ágiles técnicas de albañilería), despliega arcos degenerantes en claves pendientes, o en Tudela (Navarra) la diáfana caja de la escalera del palacio de Huarte, con niños-pinjantes en las claves de los arcos, en una composición muy similar a las ya citadas y contemporáneas de Cataluña.

[25] GONZÁLEZ GALVÁN, M., Arte virreinal en Michoacán, México, 1978, pp. 224-227.

[26] Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988, pp. 85-113; BÉRCHEZ, 1992, p. 245; y, sobre todo, MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, M. A., 1995, pp. 427-448.

[27] MARCO DORTA, E., 1981, pp. 34-36, fig. 12.

[28] Según relata G. Pérez Cancio, párroco de la fábrica de la iglesia de la Soledad, en 1775, “vino D. Francisco Guerrero y Torres con un mapa que ha fabricado del templo uniendo en una idea las naves y un solo cañón, dispuesto el mapa en 50 varas de largo pero de pilar a pilar tantos medios puntos cuantos corresponden no en forma de capilla sino a todo el claro de la arquería y bóveda”. Consultados los arquitectos Ildefonso Iniesta y Sigüenza y Lastra dijeron “que estaba en arte” pero que aumentaría el costo de la obra, ya que las lunetas o medios puntos necesitaban de grandes cimientos, el medio punto –afirmaban- “era fábrica violenta”. Pérez Cancio, a la vista de esta opinión, decidió hacerla de “3 naves perfectas”, Véase PEREZ CANCIO, G., Libro de Fábrica del templo parroquial de la Santa Cruz y Soledad de Nuestra Señora, Años de 1733-1784, edición, trascripción y notas de Gonzalo Obregón, México, 1970, p. 76.

[29] MARCO DORTA, E., “El arquitecto González Velázquez y el palacio de la Inquisición”, Retablo barroco a la memoria de Francisco de la Maza, UNAM; México, 1974, pp. 171-173.

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