Joaquín Bérchez, El Greco y la lucidez de la cámara

Fernando Marías

En qué sentido es lúcida la cámara lúcida de Roland Barthes?[1] Frente a la metáfora de la camera obscura que para el semiólogo francés ha viciado —por su apriorismo proyectado solo a posteriori— la interpretación de la fotografía, Barthes colocó la lúcida, ese cristal prismático que permitía construir un dispositivo óptico —patentado en 1806 por William Hyde Wollaston— y a un dibujante tener el objeto de su copia y su hoja de papel en el mismo campo visual, visibles en un único vistazo, sin necesidad de levantar la vista y pasarla del objeto real al soporte, fuera en el espacio real o en las primitivas cámaras oscuras.

Naturalmente, Barthes utilizó este instrumento —del que parece haber hablado ya en 1611 Johannes Kepler, tan atento siempre a la óptica y a las cámaras oscuras— como alegoría iluminadora de lo que denominó la pensée des images, y entre ellas de las fotográficas, a las que consideró subversivas por pensativas, como producto de un ojo que piensa.

Así pues ¿puede servirnos Barthes como una falsilla crítica para enfrentarnos con las fotografías de Bérchez?, para analizar la inteligencia de sus imágenes en general y de éstas de las arquitecturas retablísticas del Greco en particular[2]. En apariencia se diría que no, pues la mayoría de las fotografías de Joaquín Bérchez son de arquitectura, en el sentido más amplio y complejo del término, de espacios y sitios no sé si más habitables —como pedía el pensador francés de los fotografiados— que meramente visitables. Pero Bérchez nos muestra unos espacios y unas formas que hoy son visitables pero que nos retrotraen a unos tiempos —más que hoy en día— en los que se habitaba más funcionalmente, incluso de forma más credencialmente operativa de ser lugares u objetos religiosos.

Para Barthes, no había lugar en su “presentismo” para una fotografía como aventura, como representación de la sorpresa, como lo raro, el gesto del numen de una acción como quizá momento álgido y más representativo, la proeza de la captación de lo instantáneo o de la prolongación del tiempo en un instante, las contorsiones de la técnica, o el hallazgo fortuito de lo que a la postre nos aparece también como sorprendente en su forma o en su significado traslaticio. Y esa sorpresa del hallazgo —¿cuántas veces se han fotografiado las arquitecturas que Bérchez ha captado con su cámara?— no puede dejar de ser un valor, al hacernos ver de forma nueva y distinta lo que parecería tal vez ya solo banal por consabido, o quizá incluso irritante por la aproximación —ajena, no sabemos si inconsciente o buscada, rebuscada— del funambulista con un ojo de pez corporal y una lente de gran angular.

Por el contrario, Bérchez nos sorprende siempre con su cartesianismo de ordenadas y abcisas; por una parte, su corrección de la inclinación de las verticales de sus arquitecturas podría parecer un prurito historiográfico, de corte historicista, intentando vincularse con las imágenes de las ortografías de los alzados dibujísticos y las perspectivas antiguas; pero por otra —abandonada la teoría errónea de Erwin Panofsky— como una intuición gombrichiana de que la propia visión cerebral corrige las deformaciones propias de la geometría de la proyección sobre una superficie plana, como se ha demostrado desde David Marr y la nueva teoría de la visión no analógica sino “digital”.

Sin embargo, si uno de los valores, de sus intereses, era la capacidad fotográfica de permitir —casi como formas espectrales— “el retorno de lo muerto”, de lo pasado, de lo pretérito, las fotos de Bérchez se encuentran en un espacio temporal singularmente extraño. Son producto del presente — aunque se haga de inmediato pasado, aun pasado próximo si se quiere— pero se refieren a objetos y espacios del pasado, aunque no puedan traernos las experiencias visuales del siglo XVI o del XVIII, que probablemente hayan cambiado como se han modificado las miradas de entonces y de ahora, no solo físicas, fisiológicas, sino culturales.

El poder barthiano de autentificación de la fotografía (como un “ésto ha sido” como su “noema”), que primaría sobre el poder de la representación, tiene algo que ver con la tarea del historiador. No me refiero a la imagen del pasado que funcionaría como documento —frente al texto— pues son siempre presente referido las más veces a objetos que proceden de siglos anteriores y de ello es Bérchez perfectamente consciente[3], sino a la interpretación inteligente del pasado que nos lo hace presente y hoy inteligible.

¿No ha sido Bérchez el primero que nos ha llamado la atención sobre algunos aspectos del arte del Greco?, como la intriga que ha visto en las construcciones compositivas de los retablos del candiota, contemplados e interpretados en cierto sentido como enigmas arquitectónicos, que se han de desentrañar con mirada inteligente y saber culterano, como el lenguaje empleado por sus amigos poetas del culteranismo finisecular, de Hortensio Félix de Paravicino a Luis de Góngora y Argote. “… por valiente mano de Creta caxa peregrina. Tosca piedra la máquina compone…”, versificó el primero de ellos ante el túmulo funerario de 1611 que con su hijo Jorge Manuel Theotocópuli erigiera Doménico en la catedral de Toledo, donde —“aparato real milagro griego”— recordar a la reina Margarita de Austria. O hablando del leño de las arquitecturas efímeras, no nos ha recordado —El Greco carpintero— su quehacer de proyectista en madera y su detallismo, casi de artesano ebanista, por la molduración en detalle precioso, alejado de nuevo como artista pero también como artesano de la pintura, de un supuesto espontaneismo expresionista, desatento al pormenor técnico por el resplandor de un pincelazo agresivo y diagonal.

Los fragmentos —tan elocuentes en Bérchez— no solo mantienen su carácter de sinécdoque, de la parte que —ex ungue leonem habrían dicho en tiempos del candiota— encierra enigmáticamente el todo, sino que en muchos retablos grequianos, anafóricos por su reiteración —tan personalmente miguelangelesca y palladiana— de capiteles, fustes, arquitrabes, frontones y cornisas, nos evidencian su voluntad autoexpresada —de su propio puño y letra sobre los blancos de un vitruvio o un vasari—de buscar, casi a cualquier precio, no solo la novedad y la originalidad, sino la complejidad. Tal vez podríamos trasladar la indexación fotográfica —tuvo que haber luz y una placa, un negativo o un sensor— del pasado (su “interfuit”), como una emanación ya melancólica del referente, a un eyckiano “hic fuit”, ahora doble, del autor, de Bérchez y antes de Theotocópuli.

Son fotos de historia o de historiografía, en el sentido más original, griego, del término, como su retrato siempre sin embargo anacrónico, de un presente posterior sin exclusión a lo acontecido o manifestado. Son fotos también de estudio, como interpretación, más que solo serias en el sentido barthiano, como fotos que denotaríanla atención debida a su objeto, como studium, pero con su especialísimo y personal punctum. ¿No nos han clavado siempre ese “puñalito en el ojo”?, o más bien como su consecuencia, ¿no nos ha mostrado la huella de una herida?, como en el capitel de Bramante en el claustro de Sant’Ambrogio de Milán, en el que una hendidura querida en el pilar permite voltearse al caulículo de la columna, o las de las columnas salomónicas humanizadas —piedra de vida, piedra de muerte, mujer—, en su piel y en su carne.

No podemos olvidar el carácter bifaz de la actividad de Bérchez, como historiador, sobre todo de la arquitectura, y como fotógrafo —permítaseme la aliteración— sobre todo de la arquitectura. ¿Desde cuándo ha sido lo uno y lo otro? Tal vez ya desde su tesis de 1986, Arquitectura y academia en el siglo XVIII valenciano (1987), aunque quizá más evidenciado desde las fotografías de Los comienzos de la arquitectura académica en Valencia: Antonio Gilabert (1987); sus fotos de fragmentos urbanos en Valencia o en Turís, sus imágenes de la escalera de la Aduana, de la iglesia de Turís o de sus secuencias de yuxtaposiciones del interior de las Escuelas Pías de Valencia, preludiaban algunas de sus futuras estrategias visuales e historiográficas, hasta las de la catedral de Segorbe (2001) o las de Xàtiva (2007), con sus estructuras compositivas encadenadas.

Aquéllas eran todavía fotografías analógicas, pero testimoniaban como sus poderosas máquinas, una relación singularísima entre el historiador y sus imágenes, incluso especial entre los historiadores de la arquitectura —y no lo hacen todos, algunos dibujan otros recurren al repertorio habitual— que nos metemos a fotografiar, la mayoría de las veces compelidos en exceso por una pulsión didáctica del todo más que por las partes, no inconscientes pero sí indolentes por falta de tiempo y competencia a su tratamiento, quizá llevados también por la pulsión de escribidores.

Desde 1991 he tenido el privilegio, y el estímulo, de seguir muchas veces los quehaceres fotográficos de Bérchez, y de asistir a su cambio tecnológico y tal vez epistemológico, a la fotografía digital, en Viena (2001), en Brasil y Turín (2002), en Sicilia, Roma o París (2005), con una Minolta Dimage7 o una Sigma SD9 o SD10, mientras que yo me mantenía sordo y fiel a la analógica, con una Minolta Dynax 600si, hasta 2003. Fue el primero —aunque no podamos olvidar al analógico René Taylor— y el maestro, de los píxeles, del software, del entrecruzamiento de canales y del power-point. De nuestra conciencia respecto a la retórica de nuestros textos, tantas veces ciegos, al desdeñar la elocuencia de sus imágenes impresas como su ilustración, algunos todavía abducidos por las pulsiones literarias de la descripción banal de lo que evidencian, no tan en silencio, las fotos.

Esto es, en muchos casos, las fotos de Bérchez han sido y son inseparables de su palabra escrita —a pesar de su pulsión o su complacencia en el momento fugaz de la oralidad— y de su adjetivación atrevida; algunas veces tienen vida propia, como en sus exposiciones, requiriendo solo una frase o un título que dé pistas sobre otros sentidos a aquéllos que necesitan de unas muletas narrativas para ver, desde la invisibilidad aparentemente natural de una foto que siempre nos trasmite a otro lugar, más allá de su superficie virtualmente tridimensional. Pero incluso en ellas aparece de cuando en cuando la composición también secuencial del historiador, que intenta explicar lo que otros no saben y no solo está más allá del papel fotográfico y de su marco, sino más allá de sus propios referentes, solo enguirnaldados con ellos para los más sabios.

La mayoría de las fotos de Bérchez no son retratos y suponemos en ellas la ausencia de un valor “enunciativo” que nos ponga en contacto humano con ellas. Sin embargo, la fotografía ha sido siempre enunciativa —como nos ha hecho conscientes respecto a la propia perspectiva Hubert Damisch[4]—, como imagen que sale de un ojo no solo cerebral —no digamos absurdamente solo punto matemático— sino también corpóreo y por lo tanto sensible, a veces sentimental. No me refiero al proceso puntual de antropomorfización de la arquitectura por parte de Bérchez —desde sus semánticamente poliédricas columnas/cuerpos salomónicos de la Magdalena de Benicarló o de Vinaroz—, de perfiles turbinados, de epidermis oscilantes y también de heridas, de tiempos recientes, que nos hablan de cuerpos tridimensionales y ondulantes, de historias y épocas remotas y de sensaciones del presente, con miradas masculinas o femeninas. Siempre ha habido una antropomorfización de la arquitectura, de los griegos con sus columnas de género, a Francesco di Giorgio o Miguel Ángel, a historiadores de ese tema, en versión lingüística y semiológica o simplemente metafórica como de Renato de Fusco o Juan Antonio Ramírez; pero no es solo metonimia fotográfica aunque esté llena de una doble fascinación.

El carácter enunciativo y relacional, de verdadera comunicación, reside en el formato, o mejor dicho en el encuadre siempre empático y consciente del punto de vista, atento a sus objetos y a su ambiente, al espacio —también color, luz y sombras— en el que se encuadran al colocarse. Y eso le ha llevado también a la intuición de una relación de retroalimentación e intercambio entre el arquitecto —documentado, que dibuja sus arquitecturas, quizá tal vez pensando en sus futuros inquilinos de madera, color y oro— Nicolás de Vergara el Mozo y el candiota, algo que no está en los datos sino en una mirada lúcida respecto a las figuras del presente y los hechos del pasado, y en las imágenes que dan fe de esa mirada.

“Yace el Griego. Heredó Naturaleza Arte; y el Arte, estudio; Iris, colores; Febo, luces -si no sombras, Morfeo-.”, escribió en un terceto el cordobés Luis de Góngora ¿de dónde es Bérchez? Sombras y luces, también colores. La fotografía del Cardenal Tavera le ha permitido a Bérchez ver su cerúlea epidermis de piel de mascarilla mortuoria de cera, retratada y susceptible de ser vivificada —“que dio espíritu a leño, vida a lino”—, constatar además que la tez verduzca del Conde de Orgaz es la del muerto, a la espera de su entierro, milagroso pero de un cuerpo corruptible, como algunos de los personajes de la Gloria de arriba, iluminada por la luz que viene, no solo del cuadro sino de la linterna de la cúpula que la remata. Ya el Greco había colocado como ático del retablo de la capilla de Isabel de Ovalle una ventana, para que la luz natural se hiciera luz de ficción, casi rompiendo en su trayecto la membratura de su entablamento arquitectónico.

El Greco jugaba con la arquitectura, la realidad y la ficción de sus figuras, en lienzo o leño, con el presente y el pasado. El arquitecto de Alejandro Magno Dinócrates de Rodas (act. ca. 334-ca. 246 a. JC), o a veces Timochares, había proyectado —según Plinio el Viejo en su Naturalis historia (xxxiv, 148)— una tumba en Alejandría para la reina Arsinoe II Philadelphos (316-270 a. JC); habría consistido en un espacio con una cúpula de piedra imán, de forma que la estatua de hierro de la mujer y hermana del rey de Egipto Ptolomeo II Philadelphos flotara suspendida milagrosamente en el espacio sin soporte alguno[5]. ¿No colgaría de unos alambres el Cristo resurrecto del Tavera en su custodia?, de la misma forma que pendían de cordeles y bramantes las figurillas de arcilla o cera, vestidas con papeles y telas de colores, que vio Francisco Pacheco en sus “teatrillos” del taller toledano, para estudiar escorzos y volatines imposibles, luces y sombras, frontales o sesgadas, cenitales o da sotto in sù.

Esas fotos le han permitido también plantearse a Bérchez, como ejercicio todavía mental, las condiciones de la iluminación original y de su percepción, quizá solo a través de una reja, probablemente en penumbra, a la luz de velas y candelas, hachones y antorchas, como las que aparecen iluminando su Entierro, en movimiento continuo que acentuaría el de sus queridas y vivas, dinámicas figuras. El Greco ha sido siempre manipulado y que ahora podamos descubrir las manipulaciones de su color, no solo de luces y sombras, es lógico; como será lógico que de las fotos de las architeturas de ese griego como carpintero —entrelazadas hoy o mañana con sus lienzos— podamos deslizarnos con Bérchez de las unas a los otros, al griego como pintor.

[1] Roland Barthes [1915-1980], La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía [1980], Barcelona, Paidós, 1989.

[2] El Greco, architeto de retablos. Fotografías (2014). Bérchez entró en contacto con El Greco, en el Hospital Tavera y otros lugares de la ciudad de Toledo y la villa de Illescas en el verano de 2007, con motivo del libro que me habían encargado sobre El Hospital Tavera de Toledo (Fundación Casa Ducal de Medinaceli, Sevilla, 2007), publicado con sus fotografías. Después volvió para la escritura y la ilustración de su ensayo “Endlessly intriguing: El Greco as architeto of Altarpieces”, en El Greco’s Visual Poetics(ed. Fernando Marías, The National Museum of Art Osaka-Tokyo Metropolitan Art Museum-NHK Promotions-The Asahi Shimbun, Tokyo, 2012, pp. 272-276), ampliado en “El Greco y sus enigmas arquitectónicos”, en El griego de Toledo. Pintor de lo visible y lo invisible (ed. Fernando Marías, Fundación ElGreco2014-Ediciones El Viso, Madrid, 2014). En paralelo, cierra ahora con uno de los retablos laterales de la capilla del Hospital Tavera de Toledo la serie de diez portadas, iniciada en 2003 con sus Cuerpos salomónicos, para la revista Annali di architettura, que edito para el Centro Internazionale di Studi di Architettura Andrea Palladio de Vicenza.

[3] Véase el viaje a nuestro pasado de José Enrique Ruiz-Domènec y Joaquín Bérchez, Por la historia de España, Fundación Bancaja, Valencia, 2010.

[4] Hubert Damisch [1928-], El origen de la perspectiva [1987], Alianza, Madrid, 1997; véase Fernando Marías, “Perspectiva y geometría: El origen de la perspectiva de Hubert Damisch”, Revista de Libros, 18, junio 1998, pp. 35-36.

[5] Véase Werner Oeschlin, “Dinokrates Legende und Mythos megalomaner Architekturstiftung”, Daidalos, 4, 1982, pp. 75ss. y, Judith McKenzie,The Architecture of Alexandria and Egypt: c. 300 B.C. to A.D. 700, Yale University Press, New Haven, 2007, pp. 41-62.

[Fernando Marías, “Joaquín Bérchez, El Greco y la lucidez de la cámara”, El Greco, Architeto de Retablos, Valencia, 2014]