Víctor Mínguez
Hay una secuencia -desconozco si premeditada- en el itinerario fotográfico que ha realizado Joaquín Bérchez en estos dos últimos años, desde el espacio arquitectónico al ser humano que lo habita, viaje a través del cual el historiador ha mudado definitivamente en artista, pero desde unas categorías particulares que anudan una y otra vertiente desde los presupuesto de la fotografía. Su primera exposición Espacios comprimidos (Valencia, 2003) desarrollaba dos series: una ofrecía como temas fragmentos arquitectónicos, hábilmente seleccionados y tamizados por luces y sombras; otra nos mostraba vistas urbanas y dilatados paisajes horizontales; si en la primera veíamos arquitectura deconstruida, en la segunda la contemplamos enmascarada. Estos dos argumentos se han mantenido en las exposiciones posteriores: Casualidades geográficas (Valencia, 2004) volvía a mostrarnos vistas corográficas y paisajísticas, mientras que las restantes exposiciones (Gandía, 2004/ Murcia, 2005/ Palermo, 2005/ Granada, 2005) han seguido ofreciendo como asunto la arquitectura –su fragmento y su abstracción-, preferentemente de época barroca.
Todas estas muestras fotográficas de Joaquín Bérchez podrían interpretarse como el resultado del sólido y riguroso conocimiento de la arquitectura moderna que posee el autor, después de haber investigado durante más de veinte años la arquitectura renacentista y barroca, europea y americana, el cual sin más transcendería ahora en una vertiente fotográfica. Sin embargo, y aun siendo correcto este análisis cimentado en la indiscutible mirada de Historiador del Arte que posee Joaquín, no deja de ser lineal y reduccionista, puesto que mimetizan una y otra actividad, y, sobre todo, no resulta del todo convincente para comprender –desde los presupuestos de la fotografía- su obra. Yo preferiría invertir, dar la vuelta, a esta apariencia y, al igual que Bérchez practica en algunas fotografías, intentar deconstruir su propia historia como historiador de la cultura arquitectónica y empezar a pensar si ya en numerosos escritos de Bérchez no se hallaba in nunce, en germen, unas indiscutibles cualidades fotográficas, un instintivo ojo fotográfico para mirar la arquitectura y su historia, expresada entonces a través de la escritura. Me viene a la memoria diversos episodios de sus escritos sobre la arquitectura barroca valenciana o americana, en los que la mirada aplicada se alejaba de los tópicos historiográficos para descubrirnos una intrincada red de intereses proclives a trasvasar a la arquitectura una estética de lo irregular y lo asimétrico, visiones y artificios angulados y distorsionados corregidos mediante ciencia constructiva, un gusto por las atmósferas ilusionistas que incitaban al desplazamiento y sorpresa del espectador, y todo ello inmerso en un geometrismo imbuido de una vanguardista cultura matemática aplicada, más bien formalizada en la arquitectura. No en balde, y a la vista de algunas de sus fotografías arquitectónicas –palabras de luz que parecen revisitar, ahora desde la fotografía, las escritas – cobra sentido releer algunos de sus textos, como aquel del año 1993 con el que abría el análisis de las fachadas de la colegiata de Xàtiva, ese “Elogio de la mirada culta y ávida de artificios geométricos”, esa percepción de silentes intenciones cinéticas en las producciones del barroco, la dual realidad culta y popular del mismo, la cita, clave en muchos sentidos, del tratado de Caramuel, aconsejando indagar la arquitectura “con los ojos de la cara y del entendimiento”[1]. ¿Cómo no reparar que en este elogio de la mirada barroca, como en otros análisis suyos, ya estaba latente un ojo sensible a las coartadas del acto fotográfico, con sus desplazamientos de significados, con su rotundo aplastamiento de espacios y compresión de volúmenes, o una mirada que nos advertía de las omnipresentes huellas de luz, ya sentidas y gozadas antes de la invención de la cámara fotográfica, o nos alertaba históricamente de que tras el entusiasmo por la óptica, con sus distorsiones y correcciones, estaba una vez más la apariencia, la fabricación, de la realidad con su inequívoco sesgo de tiempo y lugar?
Centrándonos en la presente exposición –Historiejas americanas (Guatemala)– que exhibe la galería universitaria OCTUBRE coincidiendo con el XIV Congreso de la Asociación de Historiadores Europeos de América Latina, Bérchez nos ofrece a través de veintisiete fotografías una particular visión de las tierras, la arquitectura y la gente de este país, fruto de un reciente viaje al sitio arqueológico de La Blanca, en la región del Petén, y a las cercanas poblaciones de La Antigua y Santa Elena-Flores. Deliberadamente el autor ya en el título de la muestra se ha servido de la historia y de su conocimiento de la misma para aludir indirectamente a su obra, valiéndose de los comentarios que Antonio Palomino, teórico del barroco español, esbozó en 1724 para diferenciar la pintura de “sitios”, de “casualidades que en el campo suelen ocurrir”, de personas “con los trajes de aquel tiempo o estilo de tierra” o la estudiada “degradación de las figuras, según las distancias”. Y, aquí podríamos, incidir una vez más en esa particular refundación desde criterios y técnica fotográfica de textos y miradas escritas por él en el pasado. Porque fue Joaquín Bérchez quien ya en 1999 nos hizo ver en sus textos para la exposición que comisarió Los Siglos de Oro de los Virreinatos de América[2], y en particular en el análisis de la pintura que narra con el pincel acontecimientos religiosos en torno a ciudades y monumentos de la vida virreinal, su relación con la pintura topográfica, con la narración impresa de efemérides y también con el esbozo de definición de la pintura de historiejas de Palomino. Como líneas más arriba señalábamos respecto a sus visiones escritas de la arquitectura, ahora sería posible percibir un interrogante fotográfico similar en sus textos sobre estos versátiles objetos artísticos que eran las pinturas de historias –historiejas-americanas. Presumo que a Joaquín Bérchez –tan empeñado por acometer desde los presupuestos de la fotografía una mirada proyectada anteriormente en la escritura, le puede estar ocurriendo un proceso similar –por lo demás bastante complejo- al de los arquitectos y pintores barrocos estudiados por él, tan preocupados ellos por formalizar y fabricar desde sus respectivas categorías y técnicas artísticas los artificios de la cultura barroca, muchos de ellos sólo noticiados antes por la palabra escrita, la letra impresa.
Si las comparamos con las anteriores exposiciones, las fotografías guatemaltecas representan en su obra la incorporación de la figura humana, que hasta este momento ocupaba un espacio muy marginal. Fijan, ahora desde criterios fotográficos, la mirada sobre el particular paisaje humano de la actual Antigua, donde hombres y mujeres, en grupos reducidos, pasean y laboran por las colorísticas calles, inmersos en su agrietada escenografía urbana; captan a su vez el transcurrir diario, sin acontecimientos solemnes, de un día de mercado en Santa Elena-Flores (Petén) ); o retroceden en el tiempo para contrastar historiejas representadas en grafitos del siglo IX maya, excavados recientemente en el sitio arqueológico de La Blanca, en el extremo occidental de la región del Petén. A la vista de esta serie fotográfica aflora de inmediato lo que Max Kozloff[3] ha señalado como uno de los misterios más apasionantes de la fotografía, que no hay fotografía potencial sino fotógrafo, que “el potencial de las imágenes de un fotógrafo concreto que esperan latentes a la vuelta de la esquina nunca se revela hasta que el fotógrafo aparece”, y en el caso de Joaquín, intuyo que estas imágenes, estas instantáneas, se realizaron al lado de otras muchas volcadas en exclusividad en el acontecer arquitectónico y que aquí no aparecen, una especie de flecos fotográficos en donde la potencial escala humana del paisaje arquitectónico y urbano se erige en imprevisto protagonista, en acto fotográfico autónomo.
Por otra parte hay quien al ver estos micro relatos de tipos populares compararía a Joaquín con los dibujantes ilustrados que recorrieron América hace siglos atrapando con su lápiz o pincel esbozos pintorescos de la realidad americana, pero no hay un solo truco antropológico en las instantáneas que contemplamos, ninguna de sus figuras posa ni nos informa sobre el folklore ni la realidad social o humana de ese rincón americano, ni los fragmentos de arquitectura que contemplamos obedecen a un interés documentalista. Se puede apreciar en ellas el eco de diversos géneros clásico –bodegones, pintura de género, graffitti, vistas corográficas- articulados y combinados en composiciones construidas discretamente sobre formas geométricas y una red subyacente de líneas rectas, curvas y mixtilíneas. Los seres humanos que las pueblan se limitan a deambular por los escenarios construidos por Joaquín, concentrados en su ocioso trabajo, a veces mirándonos directamente a los ojos, las más ignorándonos o incluso dándonos ostensiblemente la espalda. Figuras, objetos y escenarios configuran una recreación particular, refinada y hedonista, y en ocasiones no carente de sentido del humor. Pero aquí no es ya Joaquín el historiador de la arquitectura que ha sido tantos años, sino el arquitecto que construye y noticia –cámara en mano- historias humanas. Cada fotografía guarda una historia sugerida que como un jeroglífico solo nos cuenta parcialmente, y que nosotros podemos reconstruir, imaginar, ayudados en ocasiones de las palabras escritas que aparecen con frecuencia en sus revelados. En cierto modo me sugieren percepciones similares a las de algunas pinturas de Veermer, en las que nos vemos obligados a ejercer de mirones en escenas cotidianas que, pese a ambientarse en la calle, rozan el ámbito privado, un ámbito que además transcurre en espacios protagonizados por la luz y el color. Si el pintor holandés empleó la cámara oscura para atrapar retazos de la realidad a los que muy sutilmente dotaba de significados simbólicos, Joaquín recurre a la cámara fotográfica para, sin trucos, mostrarnos pequeños episodios populares en los que no falta el elemento fantástico, ya sea una pompa de jabón que levita entre jirones de arquitectura, o esos colores trepidantes de luz característicos de la arquitectura popular guatemalteca, y que al estar visionados por Joaquín otorgan a cada escena una ambientación irreal.
Poco importa ya delimitar al modo académico al historiador del artista, o al artista del fotógrafo. De alguna manera, las fotografías guatemaltecas de Joaquín Bérchez, están llamadas a contagiarnos una emoción que se me antoja similar a la sentida por Proust a propósito de la pintura holandesa, convertidos en “cuadros de género del recuerdo”[4], “llenos de verdad venturosa y de encanto sobre los cuales ha derramado el tiempo su tristeza dulce y su poesía”. Fotografías, historiejas, pues, de nuestra memoria.
[1] Joaquín Bérchez, Arquitectura Barroca Valenciana, Bancaja, 1993, p. 32.
[2] Los Siglos de Oro en los Virreinatos de América 1550-1700 (ed. Joaquín Bérchez), Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, Madrid, 1999, pp. 149-152. Véase también Fernando Marías, “Histori(ej)as de columnas”, en Joaquín Bérchez. Espacios comprimidos. Fotografías, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2003, pp. 12-17
[3] Alex Webb habla con Max Kozloff, Serie “Conversaciones con fotógrafos”, La Fábrica, Madrid, 2003, p. 46
[4] Marcel Proust, Los placeres y los días. Parodias y miscelánea, Alianza Tres, Madrid, 1975, p. 142
[Víctor Mínguez, “Eslabones de una mirada múltiple», Historiejas americanas (Guatemala), Castellón de la Plana, 2005]