Fernando Marías
Contaba en el siglo XVIII el pintor y teórico andaluz don Antonio Acisclo Palomino, y nos lo ha recordado recientemente Joaquín Bérchez a propósito de América[1], que uno de los géneros que en la pintura podían cultivarse era el de las “historiejas”, el de escenas “de casualidades”, de lo que suele acontecer en campos o en poblados… “merendando unos, y paseando otros, ya a pie, o ya a caballo, observando los trajes de aquel tiempo, o estilo de la tierra, con tal propiedad, y tan bien regulada la degradación de las figuras, según sus distancias, que es una maravilla, pues de la proporción de las inmediatas a el castillo, o murallas, se puede inferir la grandeza de las fábricas”; en ellas que, por consiguiente, la arquitectura cobraba una especial y doble importancia[2]. Por una parte, la arquitectura formaba parte del escenario, del sitio, del lugar; por otra, se completaba con aquéllas, con las figuras, que le conferían medida, proporcionándole su escala humana. De manera recíproca, la arquitectura se convertía en contexto de las historiejas, en su espacio de vida, y en la escala de las figuras, empequeñecidas o agigantadas no solo por la distancias sino por la interrelación de éstas y la composición, la toma, el encuadre.
Si entre semejantes imágenes contaba el viejo Palomino tanto “los sitios de ciudades”, que llamaríamos –como ayer- corografías o paisajes urbanos hoy, como las escenas de caza o “monterías”, ¿cómo denominar las imágenes de un historiador de la arquitectura –es importante subrayarlo- que fotografía sus ciudades y que fotografía las gentes de las ciudades? Evidentemente, si intentamos mantener los paralelos del arte de la pintura, que nos ha enseñado a ver y a hablar tanto de los paisajes como de la fotografía, aunque no sean las mismas cosas, no podremos hablar de historias, término en apariencia demasiado serio y que requeriría unos grandes hechos que tuvieran lugar en los espacios comprimidos de sus escenarios arquitectónicos. Tampoco son simplemente paisajes urbanos, vedute del tejido monumental o simplemente edilicio, que dependen de la fragmentación, aunque siempre la haya, del enmarcamiento, del aislamiento, que la mirada del artista impone a la realidad circundante.
No cuadran las fotografías de Joaquín Bérchez, sin embargo, con otros géneros característicamente pictóricos o fotográficos; no hay posibilidad de vincularlas con la tipología de la pintura de género, en la que se representaban con inmediata intención cómica, y moralizante en última instancia, pequeñas historias de problemas cotidianos de gentes corrientes, las únicas en las que podían violar las leyes convencionales del decoro social, algo bastante próximo a lo políticamente correcto del mundo actual democratizado. El valor ejemplarizante de las imágenes de género se multiplicaba cuanto la clase social representada se aproximaba a la de los espectadores de esas imágenes cómicas y al mismo tiempo admonitorias, que hacían reír al ridiculizar la existencia de algunos, aunque pudieran ser numéricamente mayoría. Nada de eso podemos encontrar en estas fotografías, alejadas de todo juicio de índole moral o de una visión que suponga superioridad. Pero tampoco hay la complacencia, empática pero desde la lejanía, del género costumbrista, en el que descripción de la realidad exótica o más próxima e inmediata, pero socialmente alejada, se teñía de complejo de superioridad etnológico. Ni esa fría mirada del documento, entre lo antropológico o lo meramente testimonial, del que no quiere interrelacionarse, inmiscuirse, sentirse partícipe ni siquiera al tenerse como objeto recíproco de la mirada de las personas fotografiadas.
En otra ocasión, denominé a algunas de estas fotografías de Bérchez historiejas de arquitecturas, porque los detalles arquitectónicos cobraban un papel protagonista por humanizado, y aunque sus historias fueran menores, intrascendentes quizá más que banales. Algunas de éstas imágenes quedan en esta exposición, pero son las menos, como un fragmento de fuente monumental –pero a ella se acerca un hombre con dos recipientes- o una arquitectura arruinada, puro desgarro de molduras y superficies, que se convierte en una supuesta vanitas holandesa trasplantada a tierras americanas, al enfrentarse a la pureza geométrica de la pompa de jabón bajo un cielo cargado de presagios de fragilidad y evanescencia; y digo supuesta, porque ya ha ocurrido –ya ocurrió de antiguo, en el pasado- la destrucción de lo que podría haber parecido sólido y por lo tanto duradero; no hay trascendencia a no ser que comencemos a temer incluso por la fragilidad de la propia ruina.
Pero la ruina, y no solo las ruinas, es parte del paisaje humano de las historiejas que suceden en Antigua o en otros lugares centroamericanos, se convive con ella en una especie de precario equilibrio entre la vida cotidiana y la desequilibrada arquitectura que ya se ha caído, entre la actividad del hombre que llena una cafetera en el jardín –¿a quién le importa?- y la ominosa molduración arruinada del entablamento que está a punto de desplomarse sobre su curvada espalda, pero que no le importa porque sabe que la ruina no es frágil.
En este sentido, Bérchez pasa en esta exposición de las arquitecturas a una extraña simbiosis con las figuras, en la que unas y otras actúan de forma parasitaria, por ser mutuamente necesarias, casi como en las historiejas de Palomino. Esto ocurre incluso con la arquitectura más formalizada y menos “natural”, menos orgánica y aparentemente menos viva, más falta de movimiento en potencia; sus geometrías poligonales de bóvedas achaflanadas en artesa y de pavimentos se transforman con la presencia de la figura humana, se detienen en su aceleración perspectiva para demorarse en la charla de una pareja de mujeres, apoyada la una sobre una escoba que parece haber individualizado cada una de las losas del suelo y contra una columna hexagonal que recibe de aquélla su razón antropométrica, formando un cartabón humano que termina por sostenerla como si fuera un estribo de carne y hueso que conversa con una meditativa compañera. En otras fotografías, el estípite y el arco parecen haber vampirizado su perfilada curvilinearidad de la jovial charla de un hombre y un muchacho, o la ondulación superficial y tridimensional de un muro arruinado parece haberse hecho depender de la doblada estampa de un joven que se ha sentado en un poyo y apoya las manos sobre sus rodillas.
Las historiejas de arquitecturas se han transformado en otro género, de terminología vetusta, como es el de las corografías, de las imágenes de lugares vividos, en los que el elemento humano hace colectividad y convivencia, y por lo tanto ciudad. En cierto sentido, parece que se han establecido diálogos entre las arquitecturas de ciudades y los seres humanos, pero éstos parecen inconscientes de su contexto, tan habituados quizá a convivir silenciosamente con él; como tampoco son conscientes muchas veces de la mirada del fotógrafo, que respeta su vida y la subraya, al enmarcarla en la geometría radical –con sus ortogonalidades, sus frontalidades, sus recuadros- de las arquitecturas y de sus encuadres. La madre que llama por teléfono se “refugia” en la geometría de un Mondrian metálico y cutre de su entorno, letras, camión, vallas y postes. El zócalo rojo sangre, ante el que niños y mujeres se han sentado para comer un bocado a la sombra de un árbol que no la da, protege al grupo, le da una intimidad de color intenso más próxima a John Ford que a Sam Mendes. La selva verde arrojada sobre el muro de una calle y que lucha con dos puertas, por el contrario, amenaza con engullir a la mujer que impávida pasa por delante.
En otras ocasiones, las relaciones se miran como contagios o, por el contrario, como oposiciones, como si la reiterada acción del tornero en la celosía oscura sobre el blanco hubiera impulsado el movimiento del andarín ritmo de la anciana, a la que queremos ver acompañada por la vertical inmovilidad de sus barrotes, o la inconsciencia de la mirada en las mujeres que se afanan a la puerta de la tienda –“FOTO GONZALEZ”- del fotógrafo local no fuera sino testimonio de su inconsciencia en cuanto imagen. Otras veces la figura viva se detiene a contemplar su contexto, su más inmediata circunstancia; la joven que mira de soslayo desde el umbral cuadrado de la huevería o el carpintero que desde el cartabón de su escalera contempla la puerta que lija pero se desentiende de las humedades del amarillo profundo de la casa.
Hay también momentos en los que este raro equilibrio entre figura y sitio, al que el fotógrafo nos da acceso, se resquebraja, se rompe, declina, pero siempre a favor de los seres vivos; el bodegón en caja, con los chuletones y la volatería en vertical, a la manera de las pinturas de Alejandro de Loarte o Juan van der Hamen más que del ascético Sánchez Cotán, se vivifica por la cola de caballo de la joven vuelta de espaldas, que espera al vendedor; los plásticos toneles y barreños de plástico, entre los que se derrama el agua y la mirada –tan consciente en esta ocasión de la mirada- de la mujer que trasiega con el líquido o de las mujeres que se ensimisman absortas, van cobrando vida de color. Las fruterías colorinistas, las tiendas verdes y los colmados policromados se animan gracias a la agitación de sus parroquianos, o la obra azul gracias a los obreros que trabajan o se detienen, incluso para mirarnos, siempre enmarcados por la reduplicación geométrica continuada desde el marco y el encuadre frontal, “arquitectónico”, que ordena y da reposo a lo inestable y vital. Tal vez por eso la oblicuidad solo pueda ser introducida tanto por los autobuses como por el cableado de la calle. Pues no son ni arquitecturas ni hombre o mujeres, viejos, jóvenes o niños, los protagonistas de estas corografías de historiejas.
[1] Los Siglos de Oro de los Virreinatos de América, ed. Joaquín Bérchez, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, Madrid, 1999, p. 149, citando a Antonio Palomino y Velasco, Museo pictórico y Escala Óptica, Aguilar, Madrid, 1947, p. 962.
[2] Estas páginas retoman un tema esbozado en mi “Histori(ej)as de columnas”, en Joaquín Bérchez. Espacios comprimidos. Fotografías, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2003, pp. 12-17.
[Fernando Marías, “Corografías e historiejas de Joaquín Bérchez», Historiejas americanas (Guatemala), Castellón de la Plana, 2005]