Jaime Siles
La fotografía ha tenido que recorrer la historia de la pintura en mucho menos tiempo y, como aquélla, ha llegado a ese realismo máximo en que consiste su más profunda y última abstracción. La abstracción de la fotografía no coincide con la de la plástica: se aparta de ella menos en la idea del detalle que en su proceso y práctica de la atomización. Consciente de ello, Joaquín Bérchez la había utilizado anteriormente como medio de inventariar secuencias visuales del orden real y, al hacerlo, había comprendido su condición artística.
Fotografías suyas como las de la serie de cuerpos salomónicos de la Iglesia de San Bartolomé de Benicarló y de la Asunción de Vinaroz, o de la del Monasterio de Poblet, nos han hecho ver en él al Herbert List español y, sobre todo, una forma de fotografía que podríamos llamar “barroca” o “metafísica”, en la que asistimos no tanto a una atomización de la realidad en sus distintos elementos como a una autonomía que se expresa en la propia afirmación de los detalles, que se erigen en protagonistas de algunas de sus series: pienso, sobre todo, en las espirales del Monasterio de San Juan de la Peña, en la oblicuidad de la Colegiata de Játiva, o en ese diálogo de fachada, figura, sombra y luz, que ha sabido captar en la Iglesia de San Francisco de Palma de Mallorca. Bérchez había llegado a ello a través de una técnica que objetivaba – y correspondía a– un nuevo modo de mirar.
Y ese nuevo modo de mirar nos hacía ver también otra cosa, al obligarnos a descubrir no aquello que, por inercia de nuestro ojo, nos parecía, sino lo que, por la capacidad visual del suyo, ahora estábamos en condiciones de captar y que se traducía de pronto en otra cosa: en esa otra cosa en que, por efecto del arte, se transforma la realidad, es decir, en sí misma. Por eso, Bérchez es menos un fotógrafo que un artista: un artista docto, en el sentido en que dicho término se suele aplicar a los poetas desde la Antigüedad, pues no otra cosa que docta es su concepción de la fotografía y su práctica culta de la misma, visible en su predilección por las columnas, las bóvedas, las ménsulas, que le ha llevado a establecer su idiolecto dentro del lenguaje artístico.
Pero ahora Bérchez sale de ese idiolecto que domina para enfrentarse a un espacio abierto dominado por el prestigio y peso de toda su historia y, al mismo tiempo, por el cálido conocimiento derivado de su uso y cotidianeidad. De ahí que Bérchez, sin renunciar al monumentalismo que exige la historia, le inocule esa intrahistoria unamuniana que hace que este espacio se llene, no ya, o no sólo, de aire o de cielo sino también de humanidad. Consigue así articular dos tiempos en uno: el casi regular y eterno de la Plaza Mayor de Salamanca, y el pasajero e imperfecto de quienes en un determinado instante de su vida lo atraviesan o se encuentran en él.
La neutralización de tiempos genera en la fotografía de Bérchez una especie de luz imaginada, que lo es, y a la vez, de la memoria y de la realidad. Los transeúntes que pasan por la plaza pasan también por el tiempo y por la fotografía, como si ni ellos ni la plaza ni el tiempo acabaran nunca del todo de pasar: como si estuvieran pasando todavía, pero también -y al igual que en la pintura de Rembrandt- como si hubieran desaparecido ya del todo o estuvieran a punto de desaparecer. La fotografía en que se ve las sillas amontonadas y, delante de ellas, dos figuras diluyéndose para siempre en la sombra –una ya casi por completo diluida y la otra, diluyéndose a partir de la entrada en pérdida de uno de sus pies- nos sugiere esto: la técnica de la pintura al bulto o al hueco, el juego barroco de ser y de no ser. También la soledad del individuo, representada por ese hombre solo que atraviesa la plaza vacía y que podríamos ser cualquiera de nosotros, porque la soledad del sujeto moderno está encarnada en él. Y frente a ese signo o señal de contingencia, la solidez de la arquitectura en todo su esplendor, convertida en el correlato objetivo de lo que, en la Antigüedad, fue la naturaleza con su sistema de reglas, su continuidad y su perfección. Bérchez ahora altera ligeramente su mirada y la dirige no tanto al firme y seguro territorio de la piedra como al más dinámico y aéreo de la luz, que aquí no es tanto ella como lo que acompaña el paso breve y mortal del hombre. Bérchez opone no tanto piedra y luz como piedra y hombre, pero los neutraliza a ambos mediante una operación pactada en la que lo primero no existe sin lo segundo, y uno y otro convergen tanto en la pétrea arquitectura de la plaza como en la móvil figura de los seres humanos que la cruzan, se sientan en sus bancos, hacen juegos malabares, hablan, caminan o esperan, y dejan en ella sus graffiti, como el que Bérchez recoge de una puerta metálica y en el que la pintura de un gamberro se aviene y dialoga con el lienzo de piedra que lo enmarca, humanizándolo a su vez.
Bérchez –que era un fotógrafo atento a la realidad de aquello que no cambia- ahora abre su pupila a aquello que cambia y pasa también. Su fotografía, por así decirlo, se humaniza al estar bajo los efectos de dos luces: la de la realidad y la de su memoria, su recuerdo o su imaginación. Luz vista, pero también luz recordada, vivida, imaginada: luz doble que hace que, bajo su prisma, no haya sólo luz sino sentimiento, vivencia y reflexión. Así –como suma de diferentes luces- hay que entender sus visiones del homo viator, tan presente aquí, desde esos pasos impresos en el agua, que convierten en sinónimos las huellas que el viandante deja sobre el charco y la fragmentada imagen óptica que entre sus pies deja la arquitectura traducida por la luz: ambas intercambian sus significantes y ambas conforman un nuevo y mismo significado también.
Pocas veces la fotografía ha llegado a ser más profundamente artística: pocas veces ha llegado a ser tan barroca y metafísica también. Ese es el proceso de abstracción al que, al principio de estas líneas, me refería y que Bérchez ha intensificado de distinta manera varias veces: una, en el arco que conduce hacia los soportales de la parte lateral inferior de la plaza , en el que fija uno de los elementos que más le han atraído, pero que, en esta ocasión, no presenta atomizado sino en diálogo con la sombra de las dos figuras que descienden por la escalera y que dejan en la pared del fondo impreso su pasar. Arco y figuras aparecen aquí representadas en su propio desaparecer, y no tanto en su no ser como en su dejar de estar siendo. Algo similar sucede en el impresionismo de esas manchas a que ha quedado reducida la presencia real. Lo que nos permite hablar de un realismo abstracto o de una abstracción suprarreal.
Llegados a este punto, Bérchez no quiere agobiarnos con las consecuencias últimas de su fotografía metafísica y desvía ahora su discurso hacia la ilusión volumétrica de La Clerecía, hacia su interior de sombra transcendida y hacia esos espacios liberadores de sentido, que son los detalles de la fachada de San Esteban y el cielo de Salamanca entre el Palacio de Anaya y la Catedral. Bérchez nos ha propuesto un espacio real, que no deja de ser imaginario, y un espacio imaginario, que se alimenta de la lectura del espacio real; nos ha llevado de viaje por la Plaza Mayor de Salamanca, demostrándonos con su fotografía que el espacio exterior no existe: que sólo existe el espacio interior que cada uno de nosotros lleva dentro y que coincide no tanto con el que los ojos ven como con el que el corazón y la memoria sienten. Su luz imaginada es fruto del cruce de los dos. Lo real aquí es sólo Salamanca, como supo Cervantes.
[Jaime Siles, “Joaquín Bérchez: La luz imaginada”, Desde la Plaza, Salamanca, 2005]