Esperanza Guillén
Puesto que sé que la fotografía tiene para ti mucho de autobiografía visual, en el sentido de que las elecciones y las exclusiones de lo que se decide capturar con el objetivo de la cámara hablan elocuentemente de quien está tras ella, quiero comenzar preguntándote si la relación entre la fotografía y la arquitectura es para ti, como historiador del arte, una relación de doble dirección.
Tengo que decir que estos casi catorce años que llevo dedicados a la fotografía han ido alumbrando cada vez más mi visión de la arquitectura. Hablar críticamente, por utilizar una expresión de Manfredo Tafuri, con la fotografía me ha ayudado a abrir interrogantes en la mirada sobre la arquitectura que damos por conocida, y me ha permitido introducir un juicio crítico o histórico desde la fotografía. Antes que una actitud plástica, por más que pueda haber componentes artísticos en ellas, la fotografía para mí es una actividad más próxima a la narración. Narrar la arquitectura con la fotografía ha ido perfilando en unos casos, depurando en otros, la escritura histórica que venía ejerciendo desde hace más de treinta años. No es solo una percepción personal, creo que fue Delfín Rodríguez quien lo advirtió de manera explícita en el texto que escribí sobre Manuel Tolsá y su arquitectura en México en el año 2008, y que acompañaba a la exposición fotográfica que realicé sobre el mismo tema. Ahora bien, nunca he renunciado a la escritura histórica de la arquitectura, aunque reconozco que sí que he perseguido deslindar los cauces expresivos de la escritura y la imagen, evitando la frecuente condición ilustrativa del texto escrito.
¿Cuándo se produjo, y cómo, el momento en el que tuviste la imperiosa necesidad, de dedicar buena parte de tu tiempo a fijar las imágenes que sorprendían a tu mirada?
Es una buena pregunta que ni yo mismo se contestar. En los catálogos donde inserto mi currículo fotográfico, repito con insistencia que mi actividad fotográfica brota unida a mis estudios histórico-artísticos, y poco más. Dejo a continuación que sea un texto de Antonio Bonet Correa, querido y respetado maestro, sobre mi fotografía, quien formule el interrogante de la fecha e instante de mi proceso de “reconversión” fotográfica, más bien —y cito directamente— “parece el producto de una revelación fulminante, algo así como la conversión de san Pablo en el camino a Damasco”, añadiendo a continuación cómo esa conversión paulina a la fotografía no anulaba la faceta o el contenido del historiador que soy. Bien, creo que si la he reproducido tanto debe de ser porque me he sentido cómodo con esa afirmación dual de mi fotografía y de mi condición de historiador de la arquitectura, ambigüedad que me gusta mantener hasta el extremo de que no deseo indagar dónde comienza una y dónde acaba otra.
¿Eres consciente de que tus fotografías ayudan a comprender de un modo nuevo y sorprendente edificios y espacios conocidos pero que se ofrecen a nuestros ojos, gracias a ellas, como realidades dotadas de matices completamente insólitos y fascinantes?
Eso se debe a la cualidad activa de la fotografía de arquitectura que ya Nikolaus Pevsner o Giséle Freund enunciaron como privilegio del fotógrafo: la de modificar la apariencia de la arquitectura o la de transformarla en otra cosa, la de hacernos descubrir lo conocido bajo la nueva mirada que proporciona la estrategia fotográfica y la de quien se encuentra tras la cámara. Y pienso que la fascinación que suscita el incesante desplazamiento de significados de la fotografía, o las posibilidades creativas de la comprensión del espacio, esto es, su aplastamiento bidimensional, o el inusitado protagonismo de las sombras y texturas, o también la clarificación y acotamiento del fragmento, me ha ido calando cada vez más en el diálogo que yo podía confrontar con la arquitectura que fotografiaba.
Eres un historiador de la arquitectura especialmente atento a la tratadística de la Edad Moderna y al modo en que la teoría encuentra su reflejo en la práctica arquitectónica. Sé que tu interés se ha centrado con frecuencia en aquellos momentos en los que la norma clásica se altera, y, sin dejar de ser clásica, propone alternativas sorprendentes. Tus trabajos sobre El Greco parten de un conocimiento muy profundo no solo de su obra arquitectónica sino de sus fuentes, tanto escritas como gráficas, así como de su posible experiencia visual en relación a la arquitectura de su tiempo. ¿De qué modo tu fotografía contribuye al acercamiento a su obra desde la complejidad de los contextos a partir de los cuales debe ser entendida?
Hay en el contenido de mis fotografías muchos temas que ya había tratado desde la escritura. La arquitectura con frecuencia (y, añadiría, afortunadamente) no es una disciplina dócil, apta, para la exclusiva narración historiográfica. Y hay temas que a lo mejor encuentran una forma más razonada de describirla y analizarla como es el dibujo o la fotografía. A este respecto, me pareció muy oportuno el texto que Miguel Falomir escribió recientemente en Arquitectura Viva (nº 165) a propósito de mi acercamiento a la faceta arquitectónica de El Greco por medio de la fotografía y la sucesión temporal de las mismas a través del vídeo, como un ejercicio más del oficio de historiador, de enseñar a ver sus retablos de un modo más elocuente y persuasivo que la prosa, especialmente en un tema tan complejo y maltratado en la producción artística de El Greco como fue el de su voluntad arquitectónica.
Caramuel sería, en el sentido que antes señalaba, uno de los tratadistas más luminosos. ¿Hasta qué punto ha condicionado tu mirada o tu elección de qué merecía ser fotografiado?
Has mencionado a Caramuel y a su tratado sobre la arquitectura recta y oblicua, y aquí cito de nuevo a Antonio Bonet Correa, quien, en el texto que escribió para el catálogo de mi exposición fotográfica Proposiciones arquitectónicas (2006), señaló esta propensión mía por los alardes de la estereotomía o por las obsesiones geométricas y deformadas de la arquitectura oblicua del tratadista barroco Juan Caramuel, y cómo estas rarezas y fragmentos, por lo general ignorados por el historiador, encontraban plasmación fotográfica en mis imágenes. Pienso, por ejemplo, en esa fotografía de la voluta poligonal de la fachada del monasterio alto de San Juan de la Peña (Huesca), donde sus ángulos rectilíneos girando en el prolijo diseño de la espiral, desprovistos de otros atributos gracias a la fragmentación fotográfica, sorprenden por su arbitrariedad y a la vez impredecible modernidad compositiva. Pues bien, dicha voluta no hace sino plasmar uno de los axiomas de la geometría oblicua y rectilínea del tratadista Caramuel, algo que ya había escrito con anterioridad pero que estoy seguro solo había llegado a un público reducido de especialistas.
Aunque es ya larga tu experiencia como fotógrafo, ¿sigues sorprendiéndote ante los resultados que obtienes y ante las reacciones que esos resultados provocan?
Ensimismar con la fotografía detalles compositivos en piedra, mármol, estuco o madera, de la arquitectura del pasado, exprimiéndolos en sus luces y colores, o sometiéndolos a estrategias fotográficas, como es la apabullante comprensión bidimensional de espacio que se obtiene con el teleobjetivo, es algo que comenzó a asombrarme a mí mismo, por la dimensiones inéditas que cobraba. Pero mayor asombro me causó (y sigue causándome) la capacidad especular de las mismas en colegas y amigos que han escrito sobre ellas. Pongo el ejemplo de la foto que posiblemente fue la causante de mi vuelco fotográfico, la de las columnas salomónicas de la fachada barroca de la iglesia de San Bartolomé en Benicarló (Castellón), que titulé “Eros” y que luego originó una serie fotográfica que llamé “Cuerpos salomónicos”. Sin duda, fui consciente del giro de significados, del erotismo óptico que obtuve, valiéndome de la fuerza bidimensional de la fotografía. Pero fueron otras miradas, escritas, otras comentadas, las que me descubrieron de modo más inesperado y violento en lo fotográfico sensibilidades diversas a lo que yo sólo había entrevisto. Bonet Correa la cifró en tres palabras con una exactitud insólita: “columnas que copulan”. Luis Fernández-Galiano, recogiendo su comentario añadió la frase “fiesta dionisíaca de la carne pétrea”. Fernando Marías razonó cómo el salomonismo de estas columnas se había transformado en columnas danzantes, en bacantes entrelazadas, “más propias del culto dionisíaco de las mujeres helenísticas que debió haberlas justificado en el pasado”. O Pilar Pedraza, las vio como columnas “preñadas, dulces como grupas, como si sus fustes se movieran intentando digerir grandes panes que hubiesen tragado”.
Como docentes, y dada la naturaleza de nuestro discurso, la imagen, la reproducción de los objetos que estudiamos y sobre los que reflexionamos es esencial. De diapositivas en blanco y negro pasamos al color en nuestras clases, pero el gran salto vino con los recursos informáticos. Sé que este cambio ha sido fundamental para ti. ¿Podrías comentar algo al respecto?
Participo desde hace años en una tertulia fotográfica, uno de cuyos mayores alicientes, para mí, es que los miembros que participamos en ella tenemos profesiones muy distintas, invitamos a personas relevantes relacionadas con la fotografía, se les graba la conversación y luego la publicamos; también los que la componemos nos sometemos a ese particular ritual que es la conversación entre amigos sobre nuestra trayectoria fotográfica de una manera jovial y a la vez reflexiva, algo que por su perfil autobiográfico nos produciría cierto recato e incertidumbre en otro contexto. A mí me tocó hace dos años. Y allí, de un modo espontáneo me vi manifestando mi convicción de que en mi personal acercamiento hacia la fotografía influyó la irrupción de lo digital en el ámbito de mi docencia universitaria. También hice una defensa del PowerPoint, por cierto con bastante detractores, defendiendo las múltiples posibilidades creativas y reflexivas en las relaciones que se pueden establecer entre las mismas imágenes. Cité a Juan Antonio Ramírez, a sus lúcidas reflexiones sobre nuestra profesión, la del historiador del arte, y me referí a esa vertiente clara en lo que vino a llamar método icónico-verbal, porque, en efecto, en nuestras clases dialogamos y reflexionamos en voz alta con la imagen, que en mi caso ha sido casi siempre la historia de la arquitectura. Esa aproximación al “paradigma docente” que el propio Ramírez atisbó en mis fotografías, como modo de leer y vivir la arquitectura, alejado de las rutinarias visiones fotográficas por lo general suministradas de manera aséptica en libros de la materia, se acrecentó con el paso que hice de manera muy temprana de la proyección de diapositivas (siempre que podía eran propias) a la proyección con PowerPoint. Para mí, las posibilidades narrativas que ofrecía incluir varias imágenes en una sola proyección, con sus capacidades de contrastar, fusionar o establecer diálogos visuales entre ellas desde la reflexión arquitectónica, fue una de mis primeras sorpresas, allá por el año 2001, cuando aun las cámaras digitales estaban en pañales para un usuario no profesional.
Evoqué esa sorpresa casi inocente y el revulsivo de quien puede obtener imágenes y en cuestión de unas horas, sin necesidad del paso demorado por el laboratorio, volcarlas al ordenador y a través de programas, enderezar, fragmentar, perfeccionar el encuadre, con la memoria aún fresca de las circunstancias que rodearon su disparo. Tuve en definitiva los medios de producción fotográficos imprescindibles en mi ámbito cotidiano, y me atrevería a incluir en este repertorio de sorpresas nuevas e imprevistas el control del color hasta entonces en manos del laboratorio fotográfico, sin duda uno de los avances –como tuve ocasión de escuchar en otra tertulia a Manuel Cabrera, profesional empresario de la prestigiosa casa fotográfica Blanco y Negro– más rotundos de la fotografía digital frente a la llamada analógica.
La historia del arte ha precisado siempre, dado su carácter icónico-verbal, al que se refería Juan Antonio Ramírez y que antes has mencionado, de una combinación entre el texto y la imagen. ¿Qué libros consideras que de una manera más completa han contribuido –me estoy refiriendo a la moderna historiografía–, a tu actividad profesional?
Es de todos reconocido que el hito de la fotografía española impresa fue el que emprendieron Esther y Oscar Tusquets en la editorial Lumen, con su colección Palabra e Imagen. En nuestro terreno, en el de la historiografía del arte español, para mí fue la Andalucía Barroca (1978) de Antonio Bonet Correa (texto) y Xavier Miserachs (fotografía). He de confesar que siendo joven y aun con la inocencia de mi futuro fotográfico, atisbé con entusiasmo el modo con el que este libro hacía convivir, de una manera nada subsidiaria, la calidad histórica y literaria del texto de Antonio Bonet y la exultante fotografía de Xavier Miserachs, algo extraño por aquellas fechas en la historiografía impresa del arte en España.
Tampoco puedo dejar de mencionar en el campo de la narración fotográfica, escrita y gráfica de la arquitectura, mi temprano asombro por la Roma barocca (Bestetti, 1966) o el Borromini (Electa, 1967) de Paolo Portoghesi, libros ya destacados por Juan Antonio Ramírez en su Ecosistema y explosión de las artes (Anagrama, 1994) por su “nueva visión” fotográfica de la arquitectura romana de los siglos XVII y XVIII, y por establecer con la imagen un discurso autónomo respecto a la narración del texto. El acercamiento fotográfico que Portoghesi hizo a la arquitectura barroca italiana, en particular a la de Borromini, partía de los presupuestos del arquitecto/fotógrafo, y proyectaba con un ojo nuevo recursos fotográficos herederos tanto del movimiento de la Nueva Visión, con sus inverosímiles picados y contrapicados, como de los empleados por Gropius (inclinación de la cámara en aguda oblicuidad), sin olvidar el temprano ejemplo del Le Corbusier con su cámara de placas ICA Cupido, fotografiando el Panteón de Roma, sus luces y sus sombras arrojadas, o sobre todo cuando, en la temprana fecha de 1911, se aproximó a la fachada barroca de San Nicolás de Praga y extrajo un contrapicado muy cercano al muro del templo, explosionando su insólita poética visual de curvas y contracurvas, algo —que yo sepa— inédito hasta entonces. Y no menos novedoso en Portoghesi fue también el montaje y diseño del libro al introducir en su Borromini secuencias temáticas de imágenes narradas al modo del empleado primero por el fotoperiodismo y luego por las fotonovelas.
Tus exposiciones tienen una clara y muy sugerente línea argumental; tus trabajos para la conmemoración del Greco son algunos de los más depurados ejemplos de esto, pero ¿cuándo eres consciente de que podrías narrar, relatar por medio de las imágenes?
De todos los empeños fotográficos que he realizado, la exposición y catálogo que de algún modo me proporcionó una conciencia argumental y narrativa de la arquitectura desde la visión fotográfica, fue la que titulé Proposiciones Arquitectónicas, inaugurada en el Centro del Carmen de Valencia en el año 2006, y que luego emprendió un periplo por Italia (Vicenza, Spoleto, Roma) y diversas poblaciones de la Comunidad Valenciana para concluir en Photoencuentros (Murcia, 2009). A través de sesenta y cinco fotografías, algunas de ellas realizadas en años anteriores, fui concibiendo la posibilidad de establecer un diálogo múltiple con obras de arquitectura afines a mi vertiente investigadora y docente en la universidad. Deliberadamente espigué en arquitecturas prestigiadas por la historia y en autores muy conocidos (Miguel Ángel, Palladio, Juan de Herrera, Bernini, Borromini, François Mansard, Soufflot o Ledoux), por lo tanto completamente saturadas de fotografías previas desde criterios muy diversos, y en las que quise hacer valer ese particular “privilegio del fotógrafo” por las coartadas de la fotografía al que ya me he referido antes, extrayendo argumentos fotográficos diversos a la arquitectura, ajenos a la visión codificada y académica. Dicho de otro modo quería generar una nueva mirada y, en cierto modo, propia, sobre lo ya conocido sin por ello abandonar la entidad arquitectónica e histórica de lo retratado.
Algunas de las fotografías incluidas en Proposiciones arquitectónicas, las volví a reproducir, ampliando el repertorio a más de cien fotos, en Arquitectura, placer de la mirada, exposición y catálogo que realicé en el año 2009. Fueron exposiciones personales, desligadas de la narración fotográfica argumentada en torno a arquitectos o edificios y espacios públicos, algo que hice antes y después de ellas en una suerte de fotolibros, con textos unas veces propios, otras de autores amigos como Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, Fernando Marías, Arturo Zaragozá o Mercedes Gómez-Ferrer, sobre figuras como las de Pere Compte, Manuel Tolsá o El Greco (en tanto arquitecto de retablos), o sobre conjuntos como la Plaza Mayor de Salamanca, la ciudad de La Antigua y los cercanos yacimientos mayas de Yaxhá, en la región de Petén (Guatemala), el Hospital Tavera de Toledo, La Seo de Xàtiva, el Colegio del Patriarca de Valencia, el barrio del Cabañal, o la Lonja de Valencia entre otros.
Sé que eres un redomado viajero que encuentra un refinado placer al fijar con la cámara digital aspectos singulares no solo de la arquitectura sino del paisaje natural y humano que le otorga sentido. ¿Destacas alguna exposición o libro en particular relacionado con tus viajes?
Una experiencia fotográfica de la que guardo un especial recuerdo fue la que tuve con el libro Por la Historia de España, en donde José Enrique Ruiz-Domènec y yo practicamos —él con sus textos, yo con la fotografía— un recorrido histórico a través de veinte capítulos, desde el pasado ibérico hasta la moderna industrialización española, en una particular y emocionante cita a ciegas emuladora de la experimentada editorialmente por Palabra e Imagen, solo que aquí el argumento era el histórico, el de la historia de España adherida a la arquitectura y su paisaje. Como escribió el propio Ruiz-Domènec en la presentación, este libro “era fruto de una estrecha colaboración entre dos catedráticos liberados de las rígidas ataduras académicas para aunar los esfuerzos de la fotografía y la narración en un claro, consciente y decidido homenaje a España”. Y aquí he de añadir el privilegio que tuve, dada mi condición de fotógrafo, de moverme, revisitando con la cámara, y con los ojos de ella, durante cuatro trepidantes meses por la geografía española, su arquitectura histórica y su paisaje, obligado a sus inexorables y felices horarios matutinos y vespertinos, con la vehemente necesidad de captarlos entre nubes o humedades para cualificar brillos y sombras. Y aquí, me vas a permitir que te mencione –agradecido- a ti, Esperanza, y a Rafael López Guzmán, quienes gestionasteis (como otros amigos y colegas en otras ciudades), esas visitas a La Alhambra durante cuatro inolvidables días. Acudía a ella, con el raro privilegio del fotógrafo, con un permiso especial, todas las madrugadas a las siete de la mañana o atardeceres a las ocho de la tarde, fuera del circuito turístico. Aun me vienen a la cabeza esos ratos sentado en los bordillos de los caminos del Generalife a las siete de la mañana, el aroma matutino de sus huertos de flores, el discurrir rumoroso de las aguas de sus pequeñas acequias, esas primeras luces caídas con suave agresividad por las azucaradas paredes de la Sala Comares, de sentir en definitiva lo que creo manifestó Antonio Muñoz Molina en su Córdoba de los Omeyas: la historia, el tiempo de esas obras, nada que ver con el fetichismo de sus datos, de su antigüedad, de la legitimidad de sus fechas y construcciones académicas.
Pero atento casi siempre a los detalles…
Sin duda, el poder del detalle, como ha recordado recientemente Miguel Falomir, es un generador de sorpresas, de descubrimientos insospechados, por lo general imperceptible a nuestra mirada apremiante e intranquila, y en estas fotografías de fragmentos intuí esa emoción que ya en los albores de la fotografía fascinaba a personalidades de la entidad de John Ruskin ante los primeros daguerrotipos de los palacios venecianos, soprendido por la nitidez y belleza “inigualable” de las grietas de sus enlucidos, percibidos de un modo premonitorio antes por el objetivo que por el ojo.
La impredecible captura de motivos o sucesos arquitectónicos que se nos presenta de modo inopinado ante el objetivo es algo recurrente en quien se enfrenta a la fotografía de arquitectura. Me ha ocurrido con frecuencia, y menciono como ejemplo la fotografía que titulé “Brindis barroco”. Estaba subido en la terraza de MUNAL para fotografiar la vista frontal del Colegio de Minería de México para la exposición sobre Manuel Tolsá, cuando me encontré en una visión lateral con estas torres y cúpulas inclinadas y cruzadas de las iglesias barrocas de la Santa Veracruz y de Juan de Dios de México D.F. Mi posición encumbrada y el aplastamiento bidimensional aportado por el teleobjetivo contribuyeron a cifrar en un fogonazo esa inestabilidad de los templos novohispanos derivada de su frágil y movedizo asentamiento en el suelo lodoso mexicano, algo que ya había tenido ocasión de estudiar pero no de fotografiar de modo convincente. Casualidades de la fotografía, al fondo de la Avenida Hidalgo lucían, enhiestos, los edificios de época contemporánea con cimentaciones más firmes, que se hincan en el subsuelo endurecido, en el tepetate. El adusto recordatorio del prominente anuncio de la Coca-Cola en lo alto de uno de ellos, con el eco de sus eslóganes, parecía interponerse a la alegría achispada de las torres. Se me antojó que había capturado una paráfrasis fotográfica de la observación de André Breton sobre México: el país surrealista por naturaleza.
Es muy numerosa y cualificada la nómina de intelectuales que han analizado tu obra y que van desde arquitectos como Luis Fernández Galiano, o escritores como Italo Zannier, Jaime Siles y Pilar Pedraza, a historiadores del arte como Antonio Bonet Correa, Juan Antonio Ramírez, Fernando Marías, Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, Delfín Rodríguez, Vicente Lleó, Miguel Falomir, entre otros. ¿Han resultado determinantes las críticas o los textos referidos a tu obra fotográfica en la percepción que tienes de ella o en su desarrollo posterior?
Absolutamente. Nos ocurre con frecuencia cuando enseñamos a amigos de nuestro entorno fotografías que han empezado a convencernos y buscamos, aun inseguros, ya en sus miradas, ya en sus comentarios, un atisbo de ese singular poder seminal que creemos haber encontrado en nuestro acto fotográfico: esa capacidad especular y social que tienen algunas fotos de procrear otras visiones que no necesariamente tienen que coincidir con las nuestras. Como sucede también con esa sensación de altruismo o desprendimiento personal que nos embarga tras leer textos escritos sobre nuestras fotografías; personalmente en numerosas ocasiones he llegado a la conclusión de que esas fotos estaban ya poseídas por sus palabras, por sus miradas y reflexiones proyectadas sobre ellas, en definitiva, eran ya más suyas que mías. Todo lo cual, sospecho, me ha ayudado más que a descubrirme y argumentarme, a afianzar en mí lo que estaba produciendo en tanto que tras sus comentarios comprobaba cómo mis fotografías tenían capacidad de fertilizar reflexiones e interpretaciones en torno a ellas.
También he de afirmar el estímulo que ha supuesto para mí que muchos amigos y colegas no sólo hayan escrito sobre mi fotografía, también que me hayan invitado a exponer en sedes universitarias o institucionales de su área (pienso en Cristóbal Belda, en Fernando Marías, en Rafael López Guzmán, en Ventura Bassegoda, en Victoria Bonet, en Carmen Pérez, en Felipe Garín, en Arturo Zaragozá, en Jorge Hermosilla, en Marco Nobile, en Jorge Cruz Pinto, en Elisa García Barragán y muchos otros). Por no mencionar el ámbito del encargo fotográfico para participar en calidad de fotógrafo en libros suyos, como ya he mencionado más arriba. Un particular aprecio he sentido también por quienes han publicitado en calidad de editores fotos mías en revistas y portadas de libros, género fotográfico por el que siento una especial predilección. Luis Fernández-Galiano a través de Arquitectura Viva y AV Proyectos, David Prieto en FMR (Franco María Ricci) o Fernando Marías y Guido Beltramini en Annali di architettura, del Centro Internazionale di Studi di Architettura Andrea Palladio, han dado cabida a mis fotos en portafolios y “copertinas” en sus revistas, también Jaime Siles (Tardes de Salamanca, Salamanca, 2014) o Victor Stoichita (Oublier Bucarest, París, 2014) han posibilitado esa fascinante simbiosis desde el diseño gráfico entre imagen y escritura en portadas de sus libros.
Quiero terminar esta entrevista, resultado –como sabes y como creo que es preciso explicar a los lectores–, de largas e intensas conversaciones, así como de cuantiosas cartas de ida y vuelta, agradeciendo encarecidamente tu interés y la generosidad demostrada en todo momento; consciente de que no suele ser nada fácil, y sé que no lo es para ti, hablar de uno mismo y de su obra. Muchas gracias.
[Esperanza Guillén, “Joaquín Bérchez. Constructor de relatos fotográficos sobre la arquitectura”, Quiroga. Revista de Patrimonio Iberoamericano, núm. 6, Granada, 2014]