Delfín Rodríguez
Fotografiar casualidades es imposible porque no hay nada casual, ni siquiera en la geografía, a pesar de que A. Palomino así escribiese en 1724 para referirse a lo que conocemos como pintura de paisajes. Se piensa, a veces, como lo hacía Palomino, que lo que hacía posible los paisajes eran las casualidades geográficas, que, una vez descubiertas, se pintaban para complacer la curiosidad. Pero no: la casualidad reside en el paisaje, no en la geografía, como reside en los paisajes fotográficos de Bérchez. La geografía natural o urbana no sabe de paisajes ni de fotografías ni de casualidades. Las cosas están porque tienen que estar, como las luces, las sombras, los colores, las cualidades visuales o táctiles. Convertirlas en una casualidad es un artificio, una intención que reside en el pintor, en el fotógrafo. El paisaje y la fotografía residen en el ojo del autor, en su capacidad para inventar casualidades, colocando espejos en la geografía para que el ojo casual se reconozca en la imagen devuelta por aquéllos. Imagen e imágenes que no son de la geografía, sino del arte, de la fotografía, de sus maravillosos engaños. Así ha hecho Bérchez con sus fotografías casuales, es decir intencionadas, de diferentes geografías, con imágenes de La Albufera que parecen pinturas abstractas, con desequilibrios perceptivos sustentados en la monumental opacidad de una montaña, con formatos insólitos, por verticales, en los que las cosas parecen haber sido colocadas como en una naturaleza muerta, como en su vista de La Cartuja, o con detalles tan próximos que sólo son posible porque existe la lejanía, o tan lejanos y enmarañados que inquietan con geometrías de cables y nubes. Magníficas, sus fotografías son también un ensayo sobre la percepción.