Francisco Guerrero y Torres – Un barroco ilustrado

Posiblemente sea Francisco Guerrero y Torres (1727-1792) el arquitecto de mayor fortuna historiográfica, el más citado internacionalmente en la historia de la arquitectura de la Época Moderna en América. Y también ha sido su famosa capilla del Pocito (1777-1791) en la villa de Guadalupe, cercana a la Ciudad de México, la obra que –de modo casi episódico- más se ha destacado como exponente de las categorías histórico-artísticas de lo que se entiende por “barroco”, por su dinámica planta y espacios magistralmente movilizados.

Sin embargo antes que partir de ceñidas premisas estilísticas, su obra acaso se comprenda mejor como expresión arquitectónica que surge en contacto con los entusiastas y tempranos ideales ilustrados que animaba la nutrida comunidad novohispana de la ciudad de México, un barroco arquitectónico ilustrado, auspiciado y aun admirado por personas de muy diversas profesiones y situación social. Nobles y obispos, ricos hacendados y empresarios mineros y agrícolas, miembros de órdenes religiosas y cabildos, universitarios, altos funcionarios civiles y militares, ingenieros, arquitectos, médicos y abogados, configuraron selectas comunidades con prestigio social, agrupadas en tertulias o academias de espíritu filantrópico, proclives a extender con cierto diletantismo los métodos de la ciencia y técnica moderna a todas las áreas posibles, entre las que la arquitectura ocupaba un destacado lugar.

La mezcla de estos estímulos con los más estrictamente profesionales y los derivados del medio geográfico específico, con sus variantes materiales y artísticas vernaculares -en las que el pasado de la ciudad y sus propios monumentos mantenían una actualidad operativa y un singular apego-, produjeron orientaciones arquitectónicas y estallidos de obras y soluciones de una particular monumentalidad. Es posible que sea en estas obras y orientaciones donde la cultura arquitectónica barroca del siglo XVII y, sobre todo, del XVIII encontró un particular ámbito de expresión, conformador al mismo tiempo de un arraigo urbano colectivo, sentido y apreciado por sus habitantes a través de estas realidades arquitectónicas. No en balde abundan juicios y valoraciones de los contemporáneos hacia estas obras que sorprenderían desde las categorías analíticas actuales. Tal es el caso del culto aprecio que el matemático y geógrafo criollo José Antonio de Villaseñor formuló en 1755 al alabar el perfecto corte de las claves de los arcos suspendidos, sin pilares, en los ángulos del patio del palacio de la Inquisición de México (1733-1737), obra paradigmática del barroco novohispano, trazada y construida por el arquitecto Pedro Arrieta: “cuyo artificio y primor –afirmó- solamente conocen los aficionados a la arquitectura, porque la vulgata mira estas cosas sin reparar en ellas lo admirable[1].

La arquitectura de Francisco Antonio Guerrero y Torres en este orden de ideas se erige en una de las más altas expresiones de la cultura arquitectónica hispánica moderna. Guerrero y Torres conjuga un característico código arquitectónico que, sin estar cerrado a las novedades del barroco cosmopolita europeo, supone la afirmación, orgullosa y plena de modernidad, de un progresivo clasicismo innovador que exprime magistralmente -a veces con una fina ironía arquitectónica- la singularidad de las constantes morfológicas, compositivas y estructurales gestadas en el suelo mexicano desde el siglo anterior. Hasta tal punto es su obra representativa que, a partir de ella y en un sentido inverso, podría escribirse la historia de la arquitectura novohispana de finales del siglo XVII y prácticamente todo el XVIII.

Las obras más relevantes de Francisco Guerrero y Torres[2], como son las casas señoriales de los condes de San Mateo de Valparaíso (1769-1772), la de los condes de Santiago de Calimaya (1777-1779), las del Mayorazgo de Guerrero (atribuida) y la del marqués de Jaral Berrio (1779, 1785), la –atribuida- iglesia de la Enseñanza (1772-1778) o la capilla del Pocito (1777-1791), alcanzan a expresar ese particular sello que se conoce como “estilo de la ciudad de México”, en las que se dan cita multitud de registros, auténticos leitmotiv, de la arquitectura novohispana, reelaborados con un personal lenguaje que sabe dar respuesta al nuevo y propio escenario monumental reclamado por una sociedad criolla urbana que ya no era solamente la iglesia o la administración virreinal[3]. El gran predicamento de sus obras en el medio mexicano estuvo acotado a unas fechas precisas, y se corresponde en el ámbito cultural con una generación ilustrada bien distinta de la que, en breves años, aconteció con la creación oficial de instituciones ilustradas (1781, 1785, Academia de Bellas Artes de San Carlos; 1788, Jardín Botánico; 1792, Colegio de Minería), con un empeño y orientación artística diferente, más acorde con las de un estricto clasicismo académico, universalista y uniformador en sus intenciones clásicas. No fue un fenómeno exclusivo de Nueva España. En numerosos lugares de la geografía hispánica se pueden observar fenómenos ilustrados -muchas veces llamados preilustrados para diferenciarlos entre sí- anteriores a las reformas carolinas y a la propaganda que los eficaces funcionarios al servicio de la Corona se preocuparon de presentar como nuevo[4]. El exacerbado criticismo en las artes, ejercido por esta ilustración oficial, apoyado por poderosos resortes estatales como fue la imprenta, incluyó en un mismo ámbito crítico (la “decadencia de la arquitectura” que indefectiblemente identificó con el abandono del clasicismo normativo de los órdenes desde una visión muy italiana) toda la arquitectura anterior, sin matizaciones, negando cualquier comprensión cultural a la misma.

Uno de los aspectos más llamativos de su obra quizá sea la extremada preocupación por aportar atrevidas soluciones estereotómicas a complejos y tradicionales problemas constructivos, lo que en algunas obras se traduce en un auténtico exhibicionismo canteril, pletórico de versátiles monteas, puestas al servicio de un culto código arquitectónico altamente formalizado que se siente propio, mexicano, y al mismo tiempo admirado desde categorías cientifistas, por más que la referencia parta de la cultura clasicista europea. Guerrero y Torres conjugó estas características con una retórica geométrica, muy extendida en el medio novohispano desde finales del siglo XVII, basada en el poligonismo de arcos y plantas angulares, o demostró una obstinación muy creativa en evidenciar y a la vez elevar a rango de estética registros arqueados, los llamados –en la jerga matemática- arcos degenerantes[5] en “arcos pendientes en el ayre”, polígonos o formas mixtilíneas, con concisas monteas que actualizaban técnicas góticas en portadas, ventanas o arranques de escaleras de casas señoriales y templos.

Consecuentemente hizo propias, de un modo muy desenvuelto, las directrices oblicuas -tanto curvas como rectilíneas- aplicadas a órdenes arquitectónicos en escaleras o a lunetas de bóvedas, en la línea de las defendidas y teorizadas por el tratado del español Juan Caramuel y Lobkowitz (Arquitectura civil recta y oblicua, Vigevano, 1678), o de la difusión que de las mismas hizo Tomás Vicente Tosca en su Compendio Mathematico, tomo V (Valencia, 1712), o abundó en desarrollos escorzados, cuya silenciosa presencia en portadas dispuestas en superficies curvadas (puertas internas de la capilla del Pocito) podía sorprender tanto la mirada culta como popular.

Toda la obra de Guerrero y Torres exteriorizó un festivo y a la vez elegante cromatismo, estructurado a partir de los ligeros revestimientos de rojo pardo tezontle cortado, de la grisácea piedra chiluca o de las rutilantes superficies alicatadas de las cúpulas. Fijó en la arquitectura novohispana la característica sobrejamba o jambas prolongadas de los marcos de ventanas y puertas con tal soltura que convirtió en mera impresión su originaria y lejana composición miguelangelesca; o llevó hasta sus últimas consecuencias el diseño –muy abstracto- del fluyente movimiento mosaico, flexuoso, turbinado -si hemos de emplear la entusiasta acepción físico-matemática utilizada un siglo antes por el novohispano Carlos Sigüenza y Góngora[6]– en pilastras, nervios, impostas o cornisas que había presidido la anterior arquitectura. Recreó con una gran libertad el amplio repertorio de órdenes arquitectónicos, no sólo en las modalidades ortodoxas del renacimiento italiano sino también en las más abiertas del clasicismo moderno, rompiendo con el -en esos momentos- ya estandarizado monopolio del soporte estípite, acaso debido a su escasa operatividad arquitectónica y, a la vez, redundancia ornamental. No sin desparpajo compositivo abundó en alusiones, citas, a las realidades del lugar, las que forjó arquitectónicamente, como es la del específico suelo pantanoso de la ciudad de México y la fragilidad de sus edificios, en constante hundimiento, patente en el insólito y fabricado arranque sumergido de la escalera del palacio de San Mateo de Valparaíso.

Ensayó también en fachadas como la de la casa de Jaral Berrio o la del Pocito un repertorio decorativo, nuevo y personal -con recercados de grecas y de quebrados meandros- en el que, junto a su derivación de modelos suministrados por el tratado de Serlio, resuena también con fuerza cualidades plásticas de un intenso claroscurismo sugeridas en las antigüedades mexicanas en esos momentos objeto de atención y admiración por el círculo de ilustrados novohispanos, en el cual se movió el propio Guerrero y Torres.

Todos estos aspectos -en definitiva- vienen a configurar un ágil y plural quehacer arquitectónico, de difícil comprensión si no se advierte el específico marco geográfico y urbano en el que fueron concebidos. Nos encontramos, en suma, ante un arquitecto dueño absoluto de un exigente código arquitectónico, deudor del moderno clasicismo pero con una precisa dicción fraguada en el lugar y en su tiempo.

Nacido en 1727 en la villa de Nuestra Señora de Guadalupe, a las afueras de la ciudad de México, aparece ya joven -en 1753- trabajando en obras relacionadas con la formación de la villa de Guadalupe al lado del arquitecto Ventura de Arellano en calidad de superintendente, y más tarde, hacia 1760, en la ciudad de México en la obra del colegio de San Ildefonso[7]. En torno a los cuarenta años, Guerrero y Torres -de «cuerpo regular, trigueño, ojos azules, y con una cicatriz junto a la barba al lado derecho», tal como lo describe su partida de examen en el Ayuntamiento de la Ciudad-, obtuvo el título de “Maestro de Arquitectura” (1767) y ocupó además el cargo de “veedor”[8]. La titulación de Guerrero era en realidad consecuencia de las reformas que la anterior generación de arquitectos novohispanos había introducido en 1746 en las reales ordenanzas gremiales. Ya es significativo que en el primer párrafo advirtieran -con contundencia programática- que “en varias partes de ellas tiene la palabra Albañilería, y siendo Arte de Arquitectura, deberá intitularse así y tildarse Albañilería”[9].

Esta generación de arquitectos, formada por Miguel de Espinosa, Miguel Custodio Durán, José Eduardo de Herrera, Manuel Álvarez, José Antonio Roa, Lorenzo Rodríguez o Ildefonso de Iniesta Bejarano, influenciada por el rico y plural ambiente arquitectónico de las últimas décadas del siglo XVII y primeros años del XVIII, evidenciaron en sus obras, pero también en sus bibliotecas o informes periciales, un conocimiento y una preocupación por dotar a su quehacer de un estatuto científico acorde con los nuevos tiempos. Miguel Custodio Durán, por ejemplo, no vaciló, como ocurría en otros ámbitos hispánicos, en firmar diversos informes de obras como “Maestro de Arquitectura Civil y Política, Ingeniero de Arquitectura Militar, Agrimensor y Apreciador de Aguas y Tierras, Cosmógrafo en el Arte de Matemáticas”, prolijo título con el que deseaba manifestar una formación y concepción arquitectónica estructurada al modo de los tratados de matemáticas de la época[10]. En un mismo orden de ideas, en el año 1745, el arquitecto José Antonio Roa, incluiría la siguiente disquisición en un informe de obra: “Siendo como es (la arquitectura) una de las partes principales (de) las mathemáticas, se merece el nombre de nobilísima, por la claridad de sus demostraciones”[11].

Francisco Guerrero y Torres fue hombre de curiosidad ilustrada, con inquietudes experimentales y científicas más allá de la arquitectura. De modo paralelo a su inicial trayectoria arquitectónica, Guerrero y Torres debió completar su formación en estrecha cercanía con el medio ilustrado y renovador novohispano del momento, aquel que ocupa la llamada etapa “criolla” de la ilustración mexicana, que abarca las dos décadas que transcurren entre 1768 y 1788, y representan las figuras de José Antonio Alzate, Joaquín Velázquez de León, José Ignacio Bartolache o Antonio León y Gama[12]. Caracterizada por su enciclopedismo y un cierto autodidactismo, esta generación ilustrada desarrolló una infatigable actividad impresa a través de opúsculos y periódicos destinados a la propaganda y vulgarización de la ciencia moderna teórica y práctica, abarcando un cúmulo de intereses culturales, desde observaciones astronómicas, asuntos de botánica, física, matemáticas, geografía, descubrimientos de nuevas máquinas y experimentos agrícolas y metalúrgicos, hasta los primeros estudios sistemáticos del pasado prehispánico, tanto de sus monumentos como de sus conocimientos astronómicos y matemáticos. En buena medida, reaccionó ante la indiferencia cuando no desconocimiento europeo por la realidad americana, incluida la civilización prehispánica, tratada en esos años con desdén por autores como Cornelius de Pauw, Guillaume Thomas Raynal o William Robertson[13], cuyos escritos desataron reacciones patrióticas y a la vez vindicativas de las antigüedades indianas, como la del jesuita expulso Francisco Javier Clavijero desde Italia o las de José Antonio Alzate y Antonio León de Gama desde la ciudad de México, inaugurando sus escritos las primeras investigaciones anticuarias en Nueva España desde una visión ilustrada[14].

La relación de Guerrero y Torres con este medio no debió de ser anecdótica, presintiéndose tanto en su obra arquitectónica como en las diversas actividades que desplegó además de la estrictamente profesional. El perfil de la personalidad de Guerrero y Torres es sin duda la de un profesional ilustrado inmerso en este ambiente cultural. Diversas noticias nos retratan a una persona que no encaja en el perfil tradicional del arquitecto o maestro de obras con unos exclusivos intereses profesionales. Socio de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, Guerrero y Torres estuvo preocupado, por ejemplo, por la experimentación de nuevos métodos para combatir plagas agrícolas, o también en la fabricación de aparatos útiles –en 1782 adaptó modelos franceses para máquinas de apagar incendios, publicado en un folleto que acompañó de una lámina-, experimento que recibió el apoyo de José Ignacio Bartolache, médico y científico, cuyos estudios abarcaron un amplio abanico de conocimientos. Su presencia –consignada en imprenta- en la observación con anteojos del eclipse del sol del año 1778, organizada por el matemático Antonio León y Gama[15] junto al también matemático, astrónomo y minero Joaquín Velázquez de León[16], en donde logró fijar por primera vez la longitud y latitud de la ciudad de México, antes que un hecho anecdótico corrobora su curiosidad por las modernas ciencias y su cercanía al entorno de los más significados representantes de las mismas.

Fue en este ambiente y durante estos años que transcurren en las décadas de los años sesenta y setenta, cuando Guerrero y Torres se convirtió en el arquitecto de moda, recreando en términos arquitectónicos las expectativas culturales y los gustos de la sociedad novohispana del momento. Nombrado en 1770 Maestro Mayor de las obras del marquesado del Valle de Oaxaca, ostentó pronto, tras el fallecimiento de Lorenzo Rodríguez en 1774, el más alto rango oficial al que podía aspirar un arquitecto en la ciudad de México: maestro mayor del Palacio Real, de la catedral y de las obras de la Inquisición o, ya en 1780, el de Agrimensor de “Tierras, Minas y Agua”, ocupaciones que compartió con una próspera actividad de empresario, contratista de sus propias obras, comerciante y propietario de grandes bienes[17].

Guerrero y Torres ya fue significado en vida, precisamente por José Antonio Alzate, presbítero y polígrafo -el más representativo miembro de la comunidad científica novohispana de su tiempo-, como una persona proclive al “mucho tren y demás ínfulas”, que le hacía parecer ante el “público como un magnate»[18]. Sin duda, los matices de su personalidad que nos delatan estas noticias se entreveran con los de su quehacer arquitectónico. La soberbia compositiva y altanería estructural, de impronta muy mexicana, que rezuman sus obras no debió de ser ajena a una cierta altivez social, pero tampoco a la propia consideración de su valía profesional, no siendo arriesgado imaginar el desdén con el que Guerrero y Torres debió acoger las endebles –si no cargantes- apelaciones al aséptico y universal «buen gusto» con que los arquitectos de la recién fundada Academia de San Carlos de México enmendaron -ya en los últimos años de su vida- sus proyectos arquitectónicos[19], por más que en 1791 -un año antes de fallecer- recibiera el grado de académico de mérito.

No obstante, pocos arquitectos novohispanos pudieron aspirar a gozar de un aprecio social y urbano a través de sus obras como el que tuvo Francisco Guerrero y Torres. Baste decir que su nombre quedó sellado en sus dos obras más significativas, la casa señorial de los condes de San Mateo de Valparaíso y la capilla del Pocito. En la de San Mateo de Valparaíso inscrito en el gran arco del patio que campea desafiando las leyes de la estática (“… a Dirección del Ve[e]dor i Maestro Don Francisco de Guerrero y Torres”), y en la del Pocito a través del más insólito medio periodístico, al publicar la Gazeta de México el 27 de noviembre 1791 un detallado “Plan Ignográfico” de la capilla, en donde, a pesar de su intención devocional, se advertía en letras tipográficas: “Delineado por el Mtro. D. Francisco Guerrero y Torres”.

[1] VILLASEÑOR Y SÁNCHEZ, J. A., Suplemento al Teatro Americano (La ciudad de México en 1755), Estudio preliminar, edición y notas de Ramón María Serrera, UNAM, México, 1980, p. 109.

[2] Sobre la obra de Francisco Guerrero y Torres se carece de un estudio de conjunto, la síntesis más completa sigue siendo: ANGULO IÑIGUEZ, D., Historia del Arte Hispanoamericano, II, Barcelona, 1950, pp. 589-606; los estudios de GONZÁLEZ POLO, I., de gran valor documental, apuntan hacia una futura consideración global de la personalidad de Francisco Guerrero y Torres: El palacio de los condes de Santiago de Calimaya (Museo de la Ciudad de México), México, 1973; “Memorial relativo al llamado ‘Palacio Itúrbide’”, Anales del Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1973, pp. 79-96; «Los palacios señoriales del marqués de Jaral construidos por Guerrero y Torres en la Ciudad de México», Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988; y “Francisco Antonio Guerrero y Torres (1727-1792”, IV Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. La R.S.B.A.P. y Méjico, San Sebastián, 1993, vol. II, pp. 775-777; también en esta dirección: LOERA FERNÁDEZ, G., “Francisco Antonio Guerrero y Torres, arquitecto y empresario del siglo XVIII”, Boletín de Monumentos Históricos, 1982, núm. 8, pp. 61-84; véase, unos con aportaciones documentales, otros con consideraciones historiográficas diversas, ANGULO IÑIGUEZ, D., «La capilla del Pocito de Guadalupe», Arte de América y Filipinas, núm. 2, Sevilla, 1936, pp. 161-165; Planos de Monumentos arquitectónicos de América y Filipinas en el Archivo General de Indias, 7 vols., Sevilla, 1933-40; TOUSSAINT, M., Paseos coloniales, (2ª ed., 1962), 3ª ed. Ed, Porrúa, México, 1983, pp. 63-70; BERLIN, H., «Three Master Architects in New Spain», en The Hispanic American Historial Review, Durham, XXVII, mayo de 1947, núm. 2, pp. 381-382; PATTON, G. N., Francisco Antonio Guerrero y Torres and the Baroque Architecture of México City in the Eighteenth Century (disertación manuscrita para obtener el grado de doctor en Filosofía por la Universidad de Michigan), 1958; KUBLER, G. y SORIA, M., Art and Architecture in Spain and Portugal and their Americans Dominions (1500 to 1800), The Pelican History of Art, Baltimore, 1959; CHUECA, F.,»Invariantes de la Arquitectura Hispanoamericana», Revista de Occidente, Madrid, 1966, p. 272; MANRIQUE, J. A., “El ‘neóstilo’: la última carta del Barroco mexicano”, Historia Mexicana, XX-3, México, 1971, pp. 335-367; GÓMEZ PIÑOL, E., “La arquitectura, siglos XVI-XVIII”, Gran Enciclopedia de España y América, t. IX, Arte, Madrid, 1986, pp. 146-147; URQUIAGA, J., «Edificaciones virreinales del Banco Nacional de México», Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988; BÉRCHEZ, J., Arquitectura mexicana de los siglos XVII y XVIII, México, 1992; FAGIOLO, M., “Architettura mariano-morfica: l’exempio della capilla del Pocito a Guadalupe”, Ars Longa, Valencia, 1994, pp. 61-72; GÓMEZ MARTÍNEZ, J., Historicismos de la Arquitectura Barroca Novohispana, Universidad Iberoamericana, México, 1997. Otras aportaciones y valoraciones puntuales: GONZÁLEZ POLO, I., “Un raro impreso del arquitecto Guerrero y Torres”, Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, México, julio-diciembre de 1971, núm. 6, pp. 151-159; CASTRO MORALES, E., «Historia del edificio. Evolución arquitectónica», Palacio Nacional de México, México, 1976, p. 303; GONZÁLEZ BLANCO, G., REYES Y CABAÑAS, A. E., y OLIVAS VARGAS, A., “Notas para una guía de artistas y artesanos de la Nueva España”, Boletín de Monumentos Históricos 1, INAH, México, 1979, pp. 76-77; GONZÁLEZ FRANCO, G., “Casas de Baños y Lavaderos en la Ciudad de México. Siglo XVIII”, Boletín de Monumentos Históricos, 1979, núm. 1, pp. 23-28; Catalogo de Ilustraciones. Centro de Información Gráfica del Archivo General de la Nación, 14 vols., México, 1979-1982; MARCO DORTA, E., Estudios y documentos de Arte Hispanoamericano, Real Academia de la Historia, Madrid, 1981; TOVAR DE TERESA, G., Repertorio de artistas en México, Grupo Financiero Bancomer, t. II, p. 118. Dibujos y fotografías de interés: BAXTER, Spanish-Colonial Architecture en México, Boston, 1901, I, p. 12; PORTOGHESI, P., (coord) Dizionario enciclopedico d’ architettura, urbanistica, 6 vols, Roma, 1968-69; y, sobre todo, Edificaciones del Banco Nacional de México, México, 1988, libro que incluye los palacios de San Mateo de Valparaíso y de Jaral Berrio, en donde además de los textos de I. González Polo y Juan Urquiaga, existe una ejemplar coordinación, por parte de la Dirección de Arquitectura y Conservación del Patrimonio Artístico de INBA, en torno al levantamiento de planos y dibujos que lo acompaña, con la inclusión del dibujo de la perspectiva del palacio de San Mateo de Valparaíso debida al arquitecto Mayolo Ramírez Ruiz (1968), y a las rigurosas fotografías -desde la óptica arquitectónica del monumento- de Mark Mogilner.

[3] La actividad de Francisco Guerrero y Torres, muy prolífica, se puede seguir a través de los planos conservados en el Archivo de la Nación, de los cuales da noticia el Catalogo de Ilustraciones. Centro de Información Gráfica del Archivo General de la Nación, 14 vols., México, 1979-1982, algunos de los cuales se corresponden con los conservados en Archivo de Indias. Se trata de planos en los que abunda obra de nueva planta pero otros corresponden a reconocimientos de obra: Plazuela de toros en la plaza del Volador (1770), plano del Convento de Jesús María de la ciudad de México (con motivo de obras para separar las habitaciones de las niñas educandas y de las monjas) (1774), planos de la Casa del Marquesado del Valle (1774); Casa de don José Avilés en Zimapán (1776); Casa de don José Joaquín Balzategui en Zimapán (1776); Cajas Reales de Zimapán (1776); reconocimiento sobre “el estado en que se halla la Real Armería” del Real Palacio (1776); Casa del Apartado de la ciudad de México (1778); Casa contigua a la Aduana de la ciudad de México (en colaboración con José Álvarez) (1778); planos de la ciudad de México (parcial) y de la villa de Guadalupe, para abrir una acequia por donde puedan transitar canoas (en colaboración con Ildefonso de Iniesta Vejarano) (1779); Casa en la calle de la Cadena de la ciudad de Puebla (1780); Iglesia y Escuela de San Juan en Iztacalco (1781); Cuartel de Caballería contiguo al de Dragones en la ciudad de México (1782-1786); iglesia del pueblo de Tecualoya (1782); Casa en la calle de Tacuba en la ciudad de México (¿?); planos del Colegio de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México (1785); Casa en la calle de Mesones de la ciudad de México (1792). Guerrero y Torres también proyectó la rampa con escalinatas para acceder a la capilla del Cerrito en la villa de Guadalupe, en ANGULO, D., Planos de Monumentos Arquitectónicos…, pp. 217, y LOERA FERNÁNDEZ, G., 1982, p. 64, o presentó un proyecto para la iglesia parroquial de la Soledad en la ciudad de México en el año 1775, que no se siguió, véase PEREZ CANCIO, G., Libro de Fábrica del templo parroquial de la Santa Cruz y Soledad de Nuestra Señora, Años de 1733-1784, edición, transcripción y notas de Gonzalo Obregón, México, 1970, p. 76.

[4] BÉRCHEZ, J., Arquitectura y academicismo en el siglo XVIII valenciano, IVEI, Valencia, 1987, pp. 46 y ss.; y Arquitectura Barroca valenciana, Bancaixa, Valencia, 1993, pp. 88 y ss.; MARÍAS, F., “Elocuencia y laconismo: la arquitectura barroca española y sus historias”, Figuras e imágenes del Barroco, Fundación Argentaria, Madrid, 1999, pp. 87 y ss.

[5] TOSCA, T. V., Compendio Mathematico, t. V, Tratado de la Montea y Cortes de Cantería, Valencia, 1727 (1ª ed. 1712), pp. 107-109.

[6] BÉRCHEZ, J., 1992, pp. 109-113.

[7] PATTON, G. N., 1958, p. 85, citadas por LOERA FERNÁDEZ, G., 1982, p.61. Firma, en el año 1753, junto al arquitecto Ventura de Arellano un documento, en calidad de superintendente de diversos proyectos que se realizaban en la villa de Guadalupe; también como superintendente y hasta 1761 trabaja en el colegio de San Ildefonso de la ciudad de México.

[8] GONZALEZ POLO, I., 1973, p. 46.

[9] Documento en FERNÁNDEZ, M., Arquitectura y gobierno virreinal. Los maestros mayores de la ciudad de México. Siglo XVII, UNAM, México, 1985, p. 293.

[10] BÉRCHEZ, J., 1992, pp. 163 y ss.

[11] ANGULO, D., Planos de monumentos arquitectónicos…, p. 252.

[12] MORENO, R., Ensayos de la Historia de la Ciencia y la Tecnología en México, UNAM, México, 1986; y Ciencia y conciencia en el siglo XVIII mexicano. Antología, UNAM, México, 1994; TRABULSE, E., El círculo roto. Estudios históricos sobre la ciencia en México, México, 1982, pp. 92-164; Historia de la ciencia en México, t. I, México, 1983.

[13] GERBI, A., La disputa del Nuevo Mundo, México, 1982; BRADING, D. A., Orbe Indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 463 y ss.

[14] FERNÁNDEZ, J., Estudio y edición de Pedro José Márquez, Sobre lo bello en General y Dos Monumentos de Arquitectura Mexicana: Tajín y Xochicalco, México, 1972 (incluye los escritos de Alzate describiendo las pirámides del Tajín y de Xochicalco); RODRÍGUEZ RUÍZ, D., “De la Torre de Babel a Vitruvio: origen y significado de la arquitectura precolombina según Pedro José Márquez”, Reales Sitios, nº 113, 1992, pp. 41-56; ALCINA FRANCH, J., Arqueólogos o Anticuarios. Historia antigua de la Arqueología en la América Española, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1995; ESTRADA DE GERLERO, E. I., “Carlos III y los estudios anticuarios en Nueva España”, en 1492-1992, V Centenario Arte e Historia, Instituto de Investigaciones Estéticas UNAM, México, 1993, pp. 63-92; GUTIÉRREZ HACES, J., “Las antigüedades mexicanas en las descripciones de don Antonio de León y Gama”, Los Discursos sobre el Arte, Instituto de Investigaciones Estéticas UNAM, México, 1995, pp.121-146.

[15] “Se hallaron presentes a la observación –escribe en nota León y Gama- el licenciado don Álvaro de Ocio, relator de la Real Audiencia, el licenciado don Joseph Lebrón, abogado de ella, don Joseph Antonio del Mazo, don Francisco de Torres (sic) Guerrero, maestro de arquitectura de la nobilísima ciudad, y otras personas”, Descripción ortográfica universal del eclipse de sol del día 24 de junio de 1778 por Don Antonio de León y Gama, México, 1778, en MORENO, R., Ciencia y conciencia en el siglo XVIII mexicano. Antología, UNAM, México, 1994, p. 187. Véase también GONZÁLEZ POLO, I., 1971, p. 47; TRABULSE, E., 1982, p. 152.

[16] Joaquín Velázquez de León (1732-1786), fundó una academia matemática en el Colegio de Todos los Santos en torno a 1760, y fue catedrático de matemáticas y astrología en la Universidad entre 1765 y 1771, véase, MORENO, R., Joaquín Velázquez de León y sus trabajo científicos sobre el valle de México 1773-1775, México, UNAM, 1977.

[17] LOERA FERNÁDEZ, G., 1982, núm. 8, pp. 61-84.

[18] GONZÁLEZ POLO, I., 1988, p. 14.

[19] En 1790, la Academia de San Carlos de México, ya con competencias para supervisar los proyectos de obras, a través de José Damián Ortiz, señalaría diversos defectos al diseño realizado por Guerrero y Torres para la iglesia parroquial de San José, véase FERNÁNDEZ, J., Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos 1781-1800, UNAM, México, 1968, p. 65.

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