Fotografiar la arquitectura histórica

Joaquín Bérchez

IV Jornada de Arquitectura y Fotografía, ed. Iñaki Bergera, Institución Fernando el Católico, Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2015*.

Vaya en primer lugar mi agradecimiento a Juan Luis Bordes y a Iñaki Bergera, amigos y colegas, por haber pensado en mi persona para participar en este encuentro dedicado a la sinergia entre arquitectura y fotografía. Verme en este foro, entre personas a las que admiro, teniendo además como protagonista auspiciador del acto al Departamento de Arquitectura de la Universidad de Zaragoza, tan implicado en una temática como es la fotografía de arquitectura, me ha hecho pensar, casi de modo inesperado, en la consolidada situación de aprecio social e institucional que vive el idilio cultural y emocional entre ambas, en esa nueva conciencia de la dimensión visual de la arquitectura a través del ojo fotográfico. Si a ello añadimos que los destinatarios de la Jornada son mayoritariamente estudiantes y profesionales afines a la arquitectura, me daría por satisfecho si con esta presentación nos sintiéramos esponjados conversando amablemente de lo que nos gusta, eso sí sin olvidar nuestra condición de personas poseídas –como escribió mi admirado Luis Fernández-Galiano– «del furor y el fervor de la arquitectura».

Comienzo estas divagaciones sobre la fotografía de arquitectura histórica atravesada por mi propia experiencia en ella, expresando un sentimiento encontrado, puesto que a la gratitud por intervenir en la Jornada, se entrevera una cierta incomodidad derivada de tener que referirme en primera persona a mi fotografía. Soy historiador y fotógrafo, pero aquí participo señalado por esta segunda faceta, y hablar, dirimir con palabras, sobre esa –para mí– aun extraña aleación entre historiador de la arquitectura y fotografía que fraguan en una actividad fotográfica, me produce un cierto recato a la vez que incertidumbre. La fotografía tiene mucho de autobiografía visual, lo sabemos muy bien los fotógrafos. Lo expresó con absoluta claridad Italo Zannier: es un test que revela mucho de su autor tanto en las elecciones, momentos, exaltaciones de fragmentos como en las exclusiones de nuestra mirada fotográfica.

Y tengo para mí que ese juicio corresponde a las miradas y juicios de otras personas. Nos ocurre con frecuencia cuando enseñamos a amigos de nuestro entorno fotografías que han empezado a convencernos y buscamos, aun inseguros, ya en sus miradas, ya en sus comentarios, un atisbo de ese singular poder seminal que creemos haber encontrado en nuestro acto fotográfico: esa capacidad especular y social que tienen algunas fotos de procrear otras visiones que no necesariamente tienen que coincidir con las nuestras. Como sucede también con esa sensación de altruismo o desprendimiento personal que nos embarga tras leer textos escritos sobre nuestras fotografías; personalmente en numerosas ocasiones he llegado a la conclusión de que esas fotos estaban ya poseídas por sus palabras, por sus miradas y reflexiones proyectadas sobre ellas, en definitiva, eran ya más suyas que mías.

Voy por lo tanto a ceñirme a reflexionar, comentar al modo de una tertulia amistosa, mi experiencia y asombro ante las intenciones o procederes que han rodeado esta aun inexplicable y gozosa actividad fotográfica centrada en buena parte en la arquitectura histórica. Vengo desde hace años incluyendo en los catálogos de exposiciones fotográficas, un currículo en donde los dos escuetos párrafos que preceden a la relación de exposiciones, fotolibros y artículos escritos sobre mi fotografía, se mantienen casi inalterables. En esas breves líneas aludo a que mi actividad fotográfica brota unida a mis estudios histórico-artísticos y a continuación reproduzco un párrafo en el que Antonio Bonet Correa, querido y respetado maestro, formula el interrogante de la fecha e instante de mi proceso de «reconversión» fotográfica, más bien –y cito directamente– «parece el producto de una revelación fulminante, algo así como la conversión de San Pablo en el camino a Damasco», añadiendo a continuación como esa conversión paulina a la fotografía no anulaba la faceta o el contenido del historiador que soy. Bien, creo que si la he reproducido tanto debe de ser porque me he sentido cómodo con esa afirmación dual de mi fotografía y de mi condición de historiador de la arquitectura, ambigüedad que me gusta mantener hasta el extremo de que no deseo indagar dónde comienza una y dónde acaba otra. Entrando en materia, hay dos fotografías –entre las que media más de medio siglo– que creo expresan dos hitos claves para comprender la rápida transición, el fulgurante camino recorrido por la fotografía de arquitectura en su búsqueda de una visión subjetiva proyectada sobre la apariencia documental del hecho arquitectónico. Una de ella es la famosa fotografía de Frederick H. Evans de la escalera de la catedral de Wells, titulada «Mar de escalones» del año 1903. La otra, pertenece a Lucien Hervé, y nos ofrece una singular vista de El Escorial, captada en el año 1959.

La de Evans, el culto librero inglés volcado a la fotografía, nos presenta la escalera de la catedral de Wells con una valoración muy temprana de una visión subjetiva sobre la realidad documental de la arquitectura, puesto que se desentiende de un encuadre elevado que informe sobre los arcos apuntados de la puerta o de la prieta profusión de baquetones de sus paredes, para adoptar un punto de vista bajo y personal, creativo, de los escalones, los cuales cobran una decisiva presencia, que se realza a su vez por un uso intencionado de la luz para recalcar la intempestiva belleza visual del desbordamiento de los escalones, idea directriz de su foto. Su título y sus notas a dicha foto, insistirían en esa línea al describir la «bella curva de los escalones» como una gran ola a punto de romperse y mostrar su satisfacción por constituir uno de los logros más imaginativos que ha tenido la suerte de intentar. Este desplazamiento de significados, su consciente voluntad por aislar detalles de un contexto arquitectónico más amplio, el predominio de una subjetividad que abstrae y da énfasis a singulares elementos desde la estrategia fotográfica sobre una pretendida asepsia documental de la arquitectura, nos ayuda a comprender una de las sendas más sustantivas y a la vez fructíferas de la fotografía de arquitectura y, en particular, de la histórica. Nos pone en razón de la senda emprendida por la fotografía de arquitectura en la que el objeto retratado de la misma es desde luego la arquitectura, pero no se basa en los argumentos disciplinares de la arquitectura en tanto sujeto neutro de representación y documentación gráfica.

La visión de El Escorial de Hervé lleva la premisa de la apropiación argumental de la arquitectura por parte del fotógrafo a su extremo más abismado. Se nos antoja una metáfora fotográfica de la no menos minimalista expresión de Le Corbusier, su amigo, acerca de El Escorial: un rascacielos tumbado. La desintoxicación histórica del edificio alcanza su máxima abstracción, hasta el punto de transformarlo en otra cosa que no obstante abre nuevos diálogos con lo representado. Hervé, en su fotografía, muta el esencialismo arquitectónico de El Escorial en esencialismo fotográfico. La desnudez aristada del lacónico clasicismo escurialense parece evocarse de un modo suprarreal en ese poderoso fragmento que es el ángulo lumínico sobreimpresionado del suelo, atrapado entre espesas y negras penumbras, en una secuencia fotográfica que ocupa el ochenta por cien de la foto, lanzando la mirada a un horizonte alto donde contemplamos –desconcertados– el elevado valor contrapuntístico de la ristra de ventanas en acelerado escorzo de la fachada escurialense al Jardín de los Frailes y la Galería de Convalecientes. Esta fotografía de Hervé nos trae a la memoria la conocida máxima del templo griego solemnemente reposado sobre rocas de Martin Heidegger, esa arquitectura que hace visible el invisible espacio de la naturaleza de su entorno, que desoculta la oscuridad y la sombra, los brillos y transparencias del aire, nos devuelve en definitiva a esos valores míticos de la arquitectura inmersa en la naturaleza. Sombras y luces, atributos sin duda de la arquitectura, encuentran en la fotografía de ésta una elocuencia inesperada, indiscutible.

Entre una y otra fotografía que he escogido a modo de ejemplos estelares, asistimos a esa cualidad activa de la fotografía de arquitectura que ya Nikolaus Pevsner o Giséle Freund enunciaron como privilegio del fotógrafo: la de modificar la apariencia de la arquitectura o la de transformarla en otra cosa, la de hacernos descubrir en definitiva lo conocido bajo la nueva mirada que proporciona la estrategia fotográfica y la de quien se encuentra tras la cámara. Estas fotografías nos llevan a otra cuestión, como es la importancia de lo accesorio, de lo imprevisto que, como un fugaz juego de intercambios, muta el adjetivo en sustantivo y que ya sorprendió a los primeros fotógrafos. Iban buscando un buen encuadre de relevantes monumentos arquitectónicos (palacios, castillos, iglesias o monasterios) y tras su revelado advertían otras realidades en el ambiente cotidiano de los edificios, es decir, detalles en apariencia irrelevantes, no buscados por ellos.

Si he mencionado estos aspectos implícitos a la fotografía de arquitectura, es porque en los casi catorce años que llevo, de modo consciente, fotografiando arquitectura, me he topado, en muchas ocasiones de un modo aleatorio, con situaciones semejantes, con esas sugestivas coartadas propias del acto fotográfico. Y pienso que la fascinación que suscita el incesante desplazamiento de significados de la fotografía, o las posibilidades creativas de la comprensión del espacio, esto es, su aplastamiento bidimensional, o el inusitado protagonismo de las sombras y texturas, o también la clarificación y acotamiento del fragmento, me ha ido calando cada vez más en el diálogo que yo podía confrontar con la arquitectura que fotografiaba. Y he de decir que ese descubrimiento de una nueva mirada sobre lo ya conocido que aporta la obra de bastantes fotógrafos, y de modo especial los citados, fue antes que nada un descubrimiento y una sorpresa para mí.

Algunas de esas constantes me han guiado en las diversas exposiciones, fotolibros y fotografías aisladas para portadas de revistas y libros que he realizado. Narrar la arquitectura con la fotografía ha ido depurando la escritura histórica que venía ejerciendo desde hace más de treinta años. Sin renunciar a la misma sí que he perseguido deslindar los cauces expresivos de la escritura y la imagen en la comprensión de la arquitectura, evitando la frecuente condición ilustrativa del texto escrito, otra constante en la historia de la fotografía. Pienso por ejemplo en ese hito de la fotografía española impresa que emprendieron Esther y Oscar Tusquets en la editorial Lumen con su colección Palabra e Imagen, algo que, he de confesarlo, siendo joven y aun con la inocencia de mi futuro fotográfico, atisbé con entusiasmo en el no menor hito de la historiografía del arte español (por entonces proclive a un uso subsidiario de la imagen), que supuso la Andalucía Barroca (1978) de Antonio Bonet Correa (texto) y Xavier Miserachs (fotografía). Y, también, no puedo dejar de mencionar en el campo de la narración fotográfica, escrita y gráfica de la arquitectura, mi temprano asombro por la Roma barocca (Bestetti, 1966) o el Borromini (Electa, 1967) de Paolo Portoghesi, libros ya destacados por Juan Antonio Ramírez en su Ecosistema y explosión de las artes (Anagrama, 1994) por su «nueva visión» fotográfica de la arquitectura romana de los siglos XVII y XVIII, y por establecer con la imagen un discurso autónomo respecto a la narración del texto. El acercamiento fotográfico que Portoghesi hizo a la arquitectura barroca italiana, en particular a la de Borromini, partía de los presupuestos del arquitecto/fotógrafo, y proyectaba con un ojo nuevo recursos fotográficos herederos tanto del movimiento de la Nueva Visión (inverosímiles picados y contrapicados de los rascacielos neoyorquinos o de los silos de Chicago), como de los empleados por Gropius (inclinación de la cámara en aguda oblicuidad), sin olvidar el temprano ejemplo del Le Corbusier con su cámara de placas ICA Cupido, fotografiando el Panteón de Roma, sus luces y sus sombras arrojadas, o sobre todo cuando, en la temprana fecha de 1911, se aproximó a la fachada barroca de San Nicolás de Praga y extrajo un contrapicado muy cercano al muro del templo, explosionando su insólita poética visual de curvas y contracurvas, algo –que yo sepa– inédito hasta entonces. Y no menos novedoso en Portoghesi fue también el montaje y diseño del libro al introducir en su Borromini secuencias temáticas de imágenes narradas al modo de las fotonovelas.

Los catálogos de exposiciones y libros que he realizado en estos años o las portadas de revistas y libros ajenos a las que he contribuido con fotos mías resumen mi actividad fotográfica, actividad que ha estado alejada del ámbito de las galerías de arte, y sí ha sido más proclive a manifestarse en exposiciones y libros fomentados por instituciones culturales y universidades, entre las que han predominado las Escuelas de Arquitectura, tanto de España como del extranjero.

Antes de revisar y comentar algunas de estas imágenes desde el argumento que origina esta intervención, deseo hacer una última aclaración. Tengo la convicción de que en mi personal acercamiento hacia la fotografía influye la irrupción de lo digital en el ámbito de mi docencia universitaria. Sé que existen detractores del PowerPoint, por más que pienso que esta crítica va dirigida más a su uso mecánico o adormecedor antes que a las múltiples posibilidades creativas y reflexivas en las relaciones que se pueden establecer entre las mismas imágenes. Como afirmaba Juan Antonio Ramírez, nuestra profesión, la del historiador del arte, tiene una vertiente clara en lo que vino a llamar método icónico-verbal, porque en efecto en nuestras clases dialogamos y reflexionamos en voz alta con la imagen, que en mi caso ha sido casi siempre la historia de la arquitectura. Esa aproximación al «paradigma docente» que el propio Ramírez atisbó en mis fotografías, como modo de leer y vivir la arquitectura, alejado de las rutinarias visiones fotográficas por lo general suministradas de manera aséptica en libros de la materia, reconozco que se acrecentó con el paso que hice de manera muy temprana de la proyección de diapositivas (siempre que podía propias) a la proyección con PowerPoint. Las posibilidades narrativas que ofrecía incluir varias imágenes en una sola proyección, con sus capacidades de contrastar, fusionar o establecer diálogos visuales entre ellas desde la reflexión arquitectónica, fue una de mis primeras sorpresas, allá por el año 2001, cuando aún las cámaras digitales estaban en pañales para un usuario no profesional. Recuerdo además cómo a medida que aumentaba en las imágenes su potencial visual y reflexivo al contrastarlas, se iba achicando, encogiendo el tiempo de mis comentarios, y me veía haciendo silencios al observar la mirada que los alumnos dirigían a esos dípticos, polípticos muchas veces, optando por dejar que fuera el alumnado quien sacara sus propias reflexiones ante la posible elocuencia de los fragmentos confrontados.

Vino también y de modo inmediato la experimentación con las cámaras digitales, dejando atrás poco a poco la diapositiva y su posterior y lento proceso de escanearlas. Y de nuevo advertí la agilidad visual de su proceso. Poder obtener imágenes y en cuestión de unas horas, sin necesidad del paso demorado por el laboratorio, volcarlas al ordenador y a través de programas enderezar, fragmentar, perfeccionar el encuadre, con la memoria aún fresca de las circunstancias que rodearon su disparo, fue para mí un auténtico revulsivo. Tenía en definitiva los medios de producción fotográficos imprescindibles en mi ámbito cotidiano, y me atrevería a incluir en este repertorio de sorpresas nuevas e imprevistas el control del color, hasta entonces en manos del laboratorio fotográfico, sin duda uno de los avances más rotundos de la fotografía digital frente a la llamada analógica.

De todos los empeños fotográficos que he realizado, la exposición y catálogo que de algún modo me proporcionó una conciencia argumental y narrativa de la arquitectura desde la visión fotográfica, fue la que titulé Proposiciones Arquitectónicas, inaugurada en el Centro del Carmen de Valencia en el año 2006, y que luego emprendió un periplo por Italia (Vicenza, Spoleto) y diversas poblaciones de la Comunidad Valenciana para concluir en Photoencuentros (Murcia, 2009). Por circunstancias normales que ocurren en este tipo de empresas su realización se retrasó más de un año, y esta digamos venturosa demora me permitió pacientemente madurar un argumento que en el momento del encargo (era libre) sólo lo barruntaba de manera imprecisa.

A través de sesenta y cinco fotografías, algunas de ellas realizadas en años anteriores, fui concibiendo la posibilidad de establecer un diálogo múltiple con obras de arquitectura afines a mi vertiente investigadora y docente en la universidad. Deliberadamente espigué en arquitecturas prestigiadas por la historia y en autores muy conocidos (Miguel Ángel, Palladio, Juan de Herrera, Bernini, Borromini, François Mansard, Soufflot o Ledoux), por lo tanto completamente saturadas de fotografías previas desde criterios muy diversos, y en las que quise hacer valer ese particular «privilegio del fotógrafo» por las coartadas de la fotografía al que ya me he referido, extrayendo argumentos fotográficos diversos a la arquitectura, ajenos a la visión codificada y académica. Dicho de otro modo quería generar una nueva mirada y, en cierto modo, propia sobre lo ya conocido sin por ello abandonar la entidad arquitectónica e histórica de lo retratado. Fotografiar y narrar a través de estas fotografías un ayer de la arquitectura observado e impregnado desde mi presente, es algo, presumo, que ha terminado por cuajar un modo de fotografiar. Algunas de las fotografías incluidas en Proposiciones arquitectónicas, las volví a reproducir, ampliando el repertorio a más de cien fotos, en Arquitectura, placer de la mirada, exposición y catálogo que realicé en el año 2009, con textos introductorios de Luis Fernández-Galiano y Miguel Falomir. Fueron exposiciones personales, desligadas de la narración fotográfica argumentada en torno a arquitectos o edificios y espacios públicos, algo que hice antes y después de ellas en una suerte de fotolibros, con textos unas veces propios, otras de autores amigos como Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, Fernando Marías, Arturo Zaragozá o Mercedes Gómez-Ferrer, sobre figuras como las de Pere Compte, Manuel Tolsá o El Greco (en tanto arquitecto de retablos), o sobre conjuntos como la Plaza Mayor de Salamanca, la ciudad de La Antigua y los cercanos yacimientos mayas de Yaxhá, en la región de Petén (Guatemala), el Hospital Tavera de Toledo, La Seo de Xàtiva, el Colegio del Patriarca de Valencia, el barrio del Cabañal, o la Lonja de Valencia entre otros. Una experiencia fotográfica de la que guardo un especial recuerdo fue la que tuve con el libro Por la Historia de España, en donde José Enrique Ruiz-Domènec y yo practicamos –él con sus textos, yo con la fotografía– un recorrido histórico a través de veinte capítulos, desde el pasado ibérico hasta la moderna industrialización española, en una particular y emocionante cita a ciegas emuladora de la experimentada editorialmente por Palabra e Imagen, solo que aquí el argumento era el histórico, el de la historia de España adherida a la arquitectura y su paisaje. Muchas de estas fotografías, y de otras tomadas al azar en el transcurso de estos encargos, nutrieron de modo más personal las exposiciones mencionadas o, también, la que hice hace dos años para Teruel Punto Photo, Milhojas de historia.

Dicho esto, el recorrido con el acontecer fotográfico en mi experiencia personal ha sido el de una continua sorpresa a la vez que un dejarme llevar por esa particular y extraña hibridación entre la arquitectura histórica y la fotografía. La fotografía ha ido alumbrando cada vez más mi visión de la arquitectura. Y aquí he de reconocer (y agradecer) el estímulo que ha supuesto y sigue suponiendo los comentarios y, sobre todo, los escritos de colegas y críticos, sin duda mucho mejor informados que yo en la historia y actualidad de la fotografía de arquitectura, al advertir en mis fotos matices peculiares en este singular contexto. Todo lo cual, sospecho, me ha ayudado más que a descubrirme y argumentarme, a afianzar en mí lo que estaba produciendo en tanto que tras sus comentarios comprobaba cómo mis fotografías tenían capacidad de fertilizar reflexiones e interpretaciones en torno a ellas.

Al lado de esta visión de arquitecturas prestigiadas (que comentaré más adelante), también he mirado con la fotografía otras arquitecturas menos conocidas, que me seducían como historiador y de las cuales había escrito en ocasiones. Sin embargo, cuando las fotografié pronto percibí que su potencial visual con el artificio de la cámara cobraba una densidad distinta a la de la expresión escrita. Es lo que Antonio Bonet Correa, en el texto que escribió para el catálogo de Proposiciones, detectó como una predilección mía por rarezas y fragmentos de arquitectura realizados por artistas extravagantes. Bonet Correa conoce perfectamente esta propensión mía por los alardes de la estereotomía o por las obsesiones geométricas y deformadas de la arquitectura oblicua del tratadista barroco Juan Caramuel, y sentí en sus palabras una percepción nada académica, antes bien más inesperada y violenta en lo fotográfico que la que yo había entrevisto. Mencionó por ejemplo mi «irresistible atracción» por lo anómalo y supo cifrar algunas fotografías con una exactitud insólita: «columnas que copulan» fueron las tres palabras empleadas para definir la foto que posiblemente fue la culpable de mi vuelco fotográfico, como es la fotografía (a la que siguió luego una serie) de las columnas salomónicas de la fachada de la iglesia de San Bartolomé en Benicarló (Castellón), algo que no escapó tampoco a Luis Fernández-Galiano al recoger sus palabras y añadir la frase «fiesta dionisíaca de la carne pétrea».

Como una de esas manchas de tinta del test de Rorschach, estas columnas, impregnadas por el erotismo óptico de sus piedras, se convertían en una insólita arquitectura de diván, susceptible de provocar múltiples argumentos, ajenos a las categorías religiosas con que quisieron caracterizarlas en el Barroco, y ahora, como si se tratase de una razonable vindicación histórica, volvían a recobrar por medio de la fotografía un intuido pasado histórico y mundano olvidado. «Éstas columnas salomónicas –escribió con sagacidad Fernando Marías– se han transformado ahora en columnas danzantes, casi contorsionistas, de bacantes entrelazadas que bailan emparejadas siguiendo una suerte de liturgia primitiva, de una coreografía griega para un número dual…, más propias del culto dionisiaco de las mujeres helenísticas que debió de haberlas justificado en el pasado».

Otras miradas pusieron en valor otras percepciones, expresión una vez más de la sorpresiva capacidad de la fotografía para procrear sensibilidades diversas, como la que escribió con su placentera prosa Pilar Pedraza: «columnas salomónicas preñadas, dulces como grupas, como si sus fustes se movieran intentando digerir grandes panes que hubiesen tragado». Creo que pocas fotos mías han volado tanto y desde luego encontró su marco más adecuado, no sin cierto aire de provocación académica, cuando Fernando Marías y Guido Beltramini la llevaron a la «copertina» de la prestigiosa revista de arquitectura Annali di Architettura, del Centro Internazionale di Studi di Architettura Andrea Palladio de Vicenza. Fue también algo así como la piedra de toque de mi despertar a la fotografía, a sus estrategias.

La posterior consciencia de la fragmentación que logré a través del encuadre de las torsiones de los fustes obviando los capiteles, la sorpresa ante el inmediato giro de significados provocado por la compresión bidimensional del espacio a través del teleobjetivo –comprensión que, como escribiría Italo Zannier en el catálogo, permitía su reapertura «como un fuelle por el lector de la misma fotografía»–, debieron de abrir, también a mí, los ojos a las potencialidades creativas que ofrecía el objetivo fotográfico. Y en esa línea he de situar numerosas fotografías de fragmentos elocuentes de las mismas columnas como las tituladas «La piedra de la vida», puesta en diálogo con otra fotografía de columnas salomónicas, «La piedra de la muerte», de la iglesia de Vinaroz. En ellas la vulnerabilidad de la piedra con sus cicatrices y huellas del tiempo, visibles en grietas y fracturas remendadas de columnas cobraban una suerte de antropomorfización arquitectónica.

Ensimismar con la fotografía detalles de piedra, mármol, estuco o madera, de la arquitectura del pasado, exprimiéndolos en sus luces y colores, comenzó a cobrar en mí una dimensión inédita. Jaime Siles, al que debo enjundiosos escritos y reflexiones sobre este aspecto de mi fotografía, comentó esa particular huida del objeto presente que facilitaba pensar en algo nuevo y distinto, en la vida propia de la metáfora que él veía en estas fotos de fragmentos. Y sí, he de reconocer que en algunas fotos esa proclividad por buscar la vitalidad de la metáfora la he reforzado incluso en los títulos, como la que titulé «Yo fui primero», donde la acotación de la famosa columna de fuste arborescente de Bramante en el cortile de la Canonica de S. Ambrosio de Milán, con el caulículo y cimacio de su capitel hendido en el lateral, roto, del muro de pilastras, sin duda debido a una torpe y posterior intervención en el claustro, me pareció una metáfora irónica del origen leñoso del orden columnario clásico según la tradición vitruviana, ejerciendo de paso otro particular ajuste de cuentas fotográfico. Con dicho título, «Ajuste de cuentas», pretendí dar razón fotográfica en un tono mordaz a las fobias propias de las mentalidades clásicas con respecto al denostado pasado gótico, al sorprender –aprisionado– en las rejas de los cristales de una ventana de la Casas de las Conchas de Salamanca, pletórica de baquetones y molduras flamígeras, el nítido reflejo de un pulcro capitel compuesto de la fachada de la Clerecía, otra obra maestra, pero esta vez del clasicismo del siglo XVII salmantino.

Del mismo modo, el poder del fragmento y su elocuencia los experimenté en fotos que sorprendían por su arbitrariedad y a la vez impredecible modernidad compositiva. «La intimidad del ángulo», una en apariencia extravagante voluta poligonal de la fachada del monasterio alto de San Juan de la Peña (Huesca), no hacía sino poner ante nuestros ojos, desprovisto de elementos accesorios, uno de los axiomas de la geometría oblicua y rectilínea del tratadista Caramuel aplicada al prolijo diseño de la espiral, máximas que cristalizaron de un modo silente en numerosos monumentos de nuestro barroco hispánico y al que la historiografía de la arquitectura española había prestado escasa atención. Creedme si os confieso que de haber escrito un artículo especializado sobre este mismo detalle, su conocimiento y a la vez disfrute, habría quedado circunscrito a un grupo restringido de especialistas, y para mi sorpresa esta foto fue elegida para portadas de revistas de arquitectura y carteles de mis exposiciones. Sin duda, el poder del detalle, como ha recordado recientemente Miguel Falomir, es un generador de sorpresas, de descubrimientos insospechados, por lo general imperceptible a nuestra mirada apremiante e intranquila, y en estas fotografías de fragmentos intuí esa emoción que ya en los albores de la fotografía fascinaba a personalidades de la entidad de John Ruskin ante los primeros daguerrotipos de los palacios venecianos, sorprendido por la nitidez y belleza «inigualable» de las grietas de sus enlucidos, percibidos de un modo premonitorio antes por el objetivo que por el ojo.

Fotografías mías como la de esa fracción del vestíbulo de la Biblioteca Laurenciana de Florencia de Miguel Ángel que hice en el año 2006 y que titulé «Corcheas», o la del famoso motivo palladiano del arco adintelado situado en una de las esquinas de la Basílica de Vicenza realizado un año antes, pueden explicar esa búsqueda de argumentos fotográficos que propicien desde las coartadas de la cámara una nueva mirada, a ser posible propia, sobre prestigiadas arquitecturas históricas. Por una cuestión azarosa, pude estar en el interior del vestíbulo de la Biblioteca Laurenziana casi una hora, fuera del trajín turístico y sin los incómodos cordoncillos de separación del público (había obras de restauración en la biblioteca y estaba cerrada). No tenía una idea preconcebida y se cruzaban en mi memoria las múltiples imágenes de una obra que había admirado, estudiado y explicado en mis clases. Recordaba especialmente las rigurosas y magníficas fotos, muy académicas de encuadre y palpitantes de luminosidad controlada, realizadas por Basilico para el libro de Giulio Carlo Argan Miguel Ángel arquitecto (Electa, 1990). Tardé bastantes minutos en hacerme con el espacio casi en penumbras de la escalera desde la fotografía, no era fácil arrancar argumentos, emociones visuales a una obra ya de por sí concebida por la desbordante emocionalidad plástica de Miguel Ángel. Estaba en lo alto, con la sensación de pisar una escultura gigantesca, y me incliné sobre uno de los lados del tramo central, ese en el que la línea convexa de los peldaños se quiebra y recurva en una suerte de caracolillos. Fui consciente en esos instantes de que podía estar obteniendo formas, composiciones originales y ajenas a las percibidas por el ojo. Cobraba expresión ese valor metonímico de registros a veces subsidiarios por el que me siento atraído y que me incita a exprimirlos por nuevos derroteros visuales. Tuve la percepción de estar ante ese peculiar rabillo unido a un óvalo de la corchea, ante la imagen de una partitura musical. Ese día no hice más fotos. Por la tarde, tras trabajarla en el portátil se la envié por email a algunos amigos, que me confirmaron su extrañeza y compartieron conmigo esa entrevista impronta gráfica musical que desprendía.

Con el motivo del arco adintelado –el llamado «motivo palladiano»– de la Basílica de Vicenza de Andrea Palladio («Variaciones sobre un tema de Palladio»), me enfrentaba igualmente a una las imágenes más frecuentadas por la fotografía de la historia de la arquitectura no sólo del Renacimiento, también del Barroco, el Neoclasicismo y, no digamos, del Movimiento Moderno. Sacar partido fotográfico a Palladio en la hiperfotografiada y dibujada Basílica de Vicenza no fue tarea fácil, sobre todo sabiendo que la exposición en la que debía figurar (Proposiciones arquitectónicas) iba a recalar en el Museo Palladio de la misma Vicenza. De entre las numerosas fotos que disparé logré este fragmento de la solución ideada por Palladio para las esquinas del particular manto clásico con el que envolvía la estructura medieval, donde los espacios adintelados de las columnas menores se estiran y contraen de un modo heterodoxo, pero a la vez lícito para jugar con el ilusionismo óptico corrector de su percepción esquinada, logrando mantener la proporción modular y clásica de sus arcos, algo prácticamente inapreciable por y desde la altura del ojo humano. Busqué un punto de vista elevado desde el tejado de un restaurante que me permitía una visión frontal razonablemente imposible en el momento de su construcción, y realicé la toma aprovechando el delirio de luz solar propia del mediodía que inundaba la fachada. Y es así como pude «cazar» esta singular taxidermia palladiana, con sus porciones ingrávidas de arcos, óculos, columnas, dinteles y entablamentos, sumergidos en una negra penumbra.

La impredecible captura de motivos o sucesos arquitectónicos que se nos presenta de modo inopinado ante el objetivo es algo recurrente en quien se enfrenta a la fotografía de arquitectura. Me ha ocurrido con frecuencia y la fotografía que titulé «Brindis barroco» es un ejemplo de ello. Estaba subido en la terraza de MUNAL para fotografiar la vista frontal del Colegio de Minería de México para la exposición sobre Manuel Tolsá, cuando me encontré en una visión lateral con estas torres y cúpulas inclinadas y cruzadas de las iglesias barrocas de la Santa Veracruz y de Juan de Dios de México D.F. Mi posición encumbrada y el aplastamiento bidimensional aportado por el teleobjetivo contribuyeron a cifrar en un fogonazo esa inestabilidad de los templos novohispanos derivada de su frágil y movedizo asentamiento en el suelo lodoso mexicano, algo que ya había tenido ocasión de estudiar pero no de fotografiar de modo convincente. Casualidades de la fotografía, al fondo de la Avenida Hidalgo lucían, enhiestos, los edificios de época contemporánea con cimentaciones más firmes, que hincan en el subsuelo endurecido, en el tepetate. El adusto recordatorio del prominente anuncio de la Coca-Cola en lo alto de uno de ellos, con el eco de sus eslóganes, parecía interponerse a la alegría achispada de las torres. Se me antojó que había capturado una paráfrasis fotográfica de la observación de André Breton sobre México: el país surrealista por naturaleza.

Abrir interrogantes en la mirada sobre la arquitectura que damos por conocida, sin olvidar introducir un juicio crítico o histórico desde la fotografía se me ha planteado en numerosos momentos. En la fotografía «Carril bici al cielo» capté la famosa fachada de la catedral de Vigevano (Pavía, Italia) de finales del siglo XVII. De complejo trazado elíptico, fue proyectada por el ya mencionado tratadista español Juan de Caramuel, a la sazón obispo de la sede. Para proporcionar la irregular composición trapezoidal de la plaza, en particular en el lado que la precedía, Caramuel compuso una ingeniosa y extrovertida fachada de sección elíptica cuyas portadas con arcos facilitaban accesos tanto a las naves de la estructura anterior catedralicia como a la calle lateral. Desde la plaza el acceso a esta calle enmarcado por una puerta más de la fachada se ofrecía a la mirada como una nave lateral, desprejuiciadamente abierta, al aire libre. Argumentar desde la fotografía esta insólita composición que el propio Caramuel se ufanó en su tratado de estar volcando en ella los principios de su arquitectura oblicua, me llevó a esperar pacientemente el discurrir de los ciclistas que atravesaban la puerta laica del templo a la calle. La fotografía tiene mucho de presencias sustraídas, de ausencias y silencios que nos hacen interrogar la imagen, también la de la arquitectura y, en este caso, el modo de evidenciar el ingenio de Caramuel se me antojó que podía sugerirse sustrayendo a la mirada la puerta a la calle del templo, y testimoniar el espectáculo de su ocurrencia arquitectónica con otra de índole fotográfico: la del instante en el que una veloz ciclista accede de modo inesperado no a la calle sino al espacio sacro del templo.

Recursos similares he empleado en numerosas fotografías de monumentos históricos, aprovechando el papel activo y argumental de figurantes la mayoría de las veces casuales, otras dispuestos por mí. En «Ledoux colonial» al fotografiar la famosa obra de Claude Nicolas Ledoux, la Barrière de La Vilette en las afueras de París, en el año 2005, la figura de un emigrante africano, con su colorinista vestido de seda, sorprendido en su discurrir dominical y caminando de manera inadvertida ante el plano oblicuo de los poderosos pilares neoclásicos de la fachada de uno de los monumentos más simbólicos de la arquitectura ilustrada, nos introduce en la cotidianeidad de lo histórico, en esos imprevistos mañanas de la arquitectura. Un poco al modo de un paparazzi de la historia me he visto poniendo en valor los diversos usos y geografías cambiantes de los monumentos y sus habitantes. Quizás la foto que mejor resume esta actitud y que tuvo su origen en la campaña fotográfica que emprendí para el libro Por la Historia de España, fue esta que luego titulé «Historieja mosaica», donde el escenario histórico y el figurante parece permutarse en porvenires de apariencias diversas. Así, entre los juegos columnarios del interior de la Mezquita-Catedral de Córdoba a primeras horas de la mañana, en horas de oficio religioso y antes de la aparición de turistas, pude sorprender el fluir cotidiano de un canónigo con su hábito coral sorteando columnas y arcos de herradura bícromos de la mezquita que fue ícono del poder de los Omeyas, convertida más tarde en catedral cristiana, sin por ello dejar de admirar un pasado que quisieron comprender en un tiempo más amplio, bíblico y mosaico.

En el transcurrir de estas empresas fotográficas sobre arquitectos o edificios históricos me he visto sorprendido por estos «instantes decisivos» que captan de un solo disparo fotográfico el clímax del tiempo y lugar del edificio histórico, al yuxtaponer realidades rotundas, significados múltiples, esclarecedores plano y contraplano. Me ha ocurrido en geografías y edificios históricos muy diversos, como esa ironía fotográfica («La hora del café») que me facilitó la inagotable caja de sorpresas que es la comprensión bidimensional, al retratar a un indolente guarda encargado de custodiar las ruinas de la catedral de La Antigua (Guatemala), preparando su café y con la inmediata escenografía de descabaladas cornisas y pilares casi clavada en su espalda. Volví a repetir esa indiferencia cotidiana con la que transitamos por bizarrías constructivas del pasado, al margen ya de su antropología arquitectónica, en «Hurtos matemáticos», con dos mujeres conversando y subiendo la escalera de la Casa Mercader de Barcelona, del siglo XVIII, inmersas en el particular misterio gravitatorio de la osadía estereotómica y matemática de esos arcos y columnas troceadas y pendientes en el aire, en acusada inclinación oblicua. O esa vista del interior de la iglesia del Hospital Tavera de Toledo, de finales del siglo XVI, tomada desde el ándito de su compleja e innovadora cúpula, en la que irrumpe con una normalidad cotidiana, no sin cierta apostura murillesca, una restauradora y que nos habla de la insólita habitabilidad de ese encumbrado espacio. No en balde la titulé «La inquilina de la cúpula».

Se agota el tiempo, y desearía concluir este apretado repaso por la fotografía de arquitectura histórica desde mi experiencia fotográfica y en similar línea argumental a las empleada con las fotos ya comentadas, aludiendo, a modo de colofón, a la foto que titulé «La abominación de la desolación» y que para mí fue una de las fotos más complejas que hice de la serie sobre la figura del arquitecto Manuel Tolsá en México. Quería sacar una foto de la totalidad de la fachada principal del Colegio de Minería, ese gran palacio de las ciencias de minería, primero en su género de toda la cultura occidental. Eran ya los días finales de mi estancia en México, y pacientemente aguardé en uno de los restaurantes cercanos con vista al palacio el momento oportuno de disparar la foto. Había observado la presencia por sus alrededores de un chamán veracruzano (eso me comentaron luego) y probé durante horas la posibilidad de sacarlo en la foto, a modo de figurante, disparé varias fotografías con teleobjetivo, aunque no tuve la convicción de haberlas logrado. Una vez de regreso en Valencia, al revisar las fotos, me quedé gratamente perplejo por el efecto blow up conseguido. A las puertas del mismo palacio o colegio, símbolo de los ideales reformista de la Ilustración, con su potente despliegue de columnas, arcos y frontón, pleno de primores y anhelos clásicos, había captado el momento en el que el chamán impone sus manos sanadoras a un joven enfermo reclinado, acompañado por una esperanzada madre o esposa. También captaba la presencia, movida, del peculiar taxi mexicano, el emblemático Volkswagen conocido como «escarabajo», que sólo unos años después fue retirado de la circulación. Más que evocarme ese sueño de la razón de Goya, esta inesperada confrontación entre los ideales ilustrados que retrataba y los de la invocación a los espíritus invisibles o al trance visionario para sanar enfermedades, me devolvía al México actual, al de sus fusiones y estratos culturales tan heterogéneos. Y como el fotógrafo de la película de Antonioni, me enfrentaba ya desde la distancia, en Valencia, con esta imagen –hija del azar– al enigma de la propia fotografía: la sorpresa ante la diversidad y, a la vez, misterio de lo real, con sus infinitas referencias, la mayoría de ellas invisibles al ojo del propio fotógrafo, y sí, por el contrario, abiertas –gracias al objetivo fotográfico– a múltiples miradas, a un infatigable, en definitiva, porvenir sin límites.

* Escrito este texto al tiempo que Esperanza Guillén me hacía la entrevista para la revista Quiroga (Esperanza Guillén, “Joaquín Bérchez. Constructor de relatos fotográficos sobre la arquitectura”, Quiroga. Revista de Patrimonio Iberoamericano, núm. 6, Granada, 2014, pp. 70-81), bastantes respuestas coinciden con la escritura de la presente conferencia.