Pilar Pedraza
“Se diría que la Fotografía siempre lleva consigo a su referente, ambos fustigados por la misma inmovilidad fúnebre o amorosa […] en suma el referente se adhiere.” (Roland Barthes, La chambre claire)
Dice León Felipe que “para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero”. Siempre me ha gustado el admirable poema al que pertenecen estos versos, pero no he estado de acuerdo con su filosofía. Los sepultureros son los que mejor entierran. Distinto es llorar a los muertos, cosa que hicieron sin duda espléndidamente las plañideras antiguas. Si tuvieran que decapitarme, pediría encarecidamente que lo llevara a cabo un buen verdugo con los títulos en regla. Para hacer fotografías, lo mejor es un fotógrafo, y cuanta más experiencia tenga, mejor. Pero, ¿quién es el experto en espacio, en la estética del espacio, en representar el espacio? Los arquitectos crean espacios y son buenos opinadores sobre ellos, pero no se trata de eso, sino de construir una mirada que, como la de los ángeles, abarque todas las dimensiones y sea capaz además de reconstruir, comprimiéndola, la realidad caprichosa y abigarrada del edificio que los hombres arrebataron al espacio neutro y virtual, y que rodearon de muros con sus vanos, pórticos con sus capiteles de volutas quizá en forma de tuerca, pabellones, portadas, suelos de piedra o mármol o cerámica donde pisar con zapatos incluso de cristal si llegaba el caso.
Se buscó mucho y al fin se encontró. El historiador del arte, esa criatura de quien el vulgo sospecha connivencias poco claras con traficantes de cuadros, falsificadores, marquesas y cajas de ahorros, sirve para muchos menesteres, entre otros para que el mundo vea a través de sus ojos. Son infinitas las cosas que es capaz de ver un historiador del arte. No sólo ante un cuadro. También en un espacio, en un jardín, por la calle, contemplando ocioso la ciudad desde el otro lado del río, mirando los carteles publicitarios a través del follaje de un árbol del parque. A veces las cuenta en sus libros o en sus clases, en sus conferencias, en sus seminarios en el extranjero –el historiador del arte es un trotamundos, característica que aumenta con la edad-, o las vierte en calidad de comisario en exposiciones cuanto más quiméricas, mejor. Joaquín Bérchez es historiador del arte y hay que llamarle si se trata de retratar el espacio. Siempre le he conocido fotografiando. Era inevitable que él mismo cayera en la cuenta de que fotografiaba sin cesar edificios, espacios, volutas en forma de tuerca, columnas salomónicas preñadas, dulces como grupas, como si sus fustes se movieran intentando digerir grandes panes que hubiesen tragado. Es una idea excelente compartir esa visión, así como también la de las joyas de piedra tallada que parecen gemas dotadas de alguna clase de magia manierista, y la de columnas castradas sostenidas en el aire, o interiores oscuros donde la luz digital crea contrastes que conocemos por los cuadros de Friedrich. Cuando el espacio miente, la cámara revela, y viceversa. La vista se enriquece si los ojos que muestran las cosas son ojos expertos y sensibles. Ya no veremos igual la ciudad después de admirar las panorámicas comprimidas, casi metafísicas, construidas por el historiador del arte que es al mismo tiempo fotógrafo.
[Pilar Pedraza, “El ojo constructor”, Espacios comprimidos, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2003]