Traer a la memoria

Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer

 
 
Pobladores «al viu»
 
Posiblemente uno de los rasgos monumentales que mejor permitiría a los valencianos de la época moderna sumergirse en el paisaje de la colonización fue el de las catorce cabezas esculpidas -siete hombres y siete mujeres, enlazados matrimonialmente, a modo de acta notarial, por letreros inscritos con sus respectivos nombres y estados- que se alzan en las ménsulas del alero que remata la portada del Palau de la catedral de Valencia. Sobre ellas se depositó en el siglo XVI, el mito repoblador del traslado masivo de mujeres procedentes de Lérida para desposar con los hombres que participaron en la conquista de la ciudad de Valencia. Dispuestas en lo alto de la portada más antigua de la catedral de Valencia -obra del siglo XIII y reliquia de los míticos años de la fundación cristiana tras la conquista-, estarían llamadas a cobrar un fervoroso protagonismo en la memoria colectiva de la ciudad de Valencia de la época moderna

El mito repoblador que se forjó en el siglo XVI en torno a estos rostros, aún goza de actualidad. A quien se acerca a la catedral de Valencia y accede al entorno de esta portada, sigue sorprendiéndole la atención reverencial con que turistas o grupos escolares concentran sus miradas en estas caras, escuchan absortos y rememoran los pormenores de la aventura de los primeros pobladores, habitantes, de la ciudad de Valencia. Algo tendrá el vino cuando se le bendice, dice el refrán popular. Y en efecto, no deben ser las narraciones de Herodoto, de Tito Livio o Plutarco sobre las fundaciones de míticos pueblos de la antigüedad, entre ellos Roma, las que se viven como un remake. Tampoco el imaginario cinematográfico de películas tan conocidas como Caravanas de mujeres (W. Wellman, 1951), o Flores de otro mundo (I. Bollaín, 1999). Hay sin duda en el predicamento y credulidad con que se percibe la imagen de estas catorce cabezas aromas de leyenda, signos de un tiempo originario y de frontera, con un nuevo escenario necesitado de cohesión humana, social, que recurre a drásticas medidas repobladoras, a colectivos desplazamientos femeninos y vertiginosas fórmulas de enlaces matrimoniales. Entre tantos recuerdos o mitos, la seducción que provoca éste de los pioneros efigiados en la portada de la catedral, poco tiene que ver con los resortes del apologismo regio o de la hagiografía religiosa. Estas bodas fiadas al momento, nos hablan de modos arcaicos de relacionarse con el mundo, suscitando una curiosidad sin límite, que nos hace presumir un anecdotario humano rebosante de dramatismo cotidiano. Nos sumerge, en definitiva, en un ceñido mundo de ficción donde vivimos por momentos y en primera persona, los dramas y los anhelos de la vida, con una fascinación acaso próxima a la que debieron de sentir generaciones anteriores.

Debemos al cronista Pere Antoni Beuter, en la Segunda Parte de la Cronica General de España, y especialmente de Aragón, Cataluña y Valencia1, escrita en 1551, la construcción narrativa más acabada de una historia que venía circulando desde al menos el segundo cuarto del siglo XV. Porque lo cierto es que la historia de la repoblación de Valencia con mujeres procedentes de otro lugar sigue las pautas de otras tantas historias míticas que nos refieren la llegada de doncellas para instaurar una nueva población, desde la propia Roma descrita por Tito Livio o Plutarco fundada a partir del rapto de las Sabinas, hasta la de los pueblos babilonios citados por Herodoto. También Beuter para esta historia, como para tantas otras que jalonan su crónica, debió de beber en fuentes anteriores y en este caso, uno de los antecedentes directos fue la obra de Pere Tomic, Histories e Conquestes de Cathalunya2, escrita hacia 1438 y publicada tardíamente en 1495, donde refiere cómo después de tomada la ciudad de Valencia, el rey Jaume I la hizo poblar de mil mujeres solteras procedentes de Lérida y Urgel a las que entregó marido. Gabriel Turell en su Recort3 escrito hacia 1476 o el anónimo Sumari d’Espanya4 de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial de fines del siglo XV no hicieron sino repetir esta historia.

Beuter sería, no obstante, el que insuflaría nuevas fuerzas a esta narración repobladora al fusionarla con una imagen -material y visible- como era la de los catorce rostros del alero de la portada del Palau. La brillante combinación de monumento y escritura puesta al servicio de la memoria del lugar, con su controlada dosis de narcisismo local, dio sus frutos. Para dotar de verosimilitud a su narración transforma el inicial guarismo de las mil doncellas en trescientas, número mítico, varias veces repetido en la literatura, desde las Sabinas y Rómulo hasta las doncellas vendidas en pública almoneda tras la toma de Granada, tristemente recordadas en el lamento del noble morisco Venegas. “Fue necesario discutir en el tiempo de la conquista –narra Beuter-, quando se combatía la ciudad quien mas pusiera en aprieto a los moros y fue hallado que aquellos tres hombres que agujerearon el adarve quando se hendió el muro con el trabuquete fueron los que mas apremiaron la ciudad y aquellos eran de Lerida, por tanto se determinó que Lérida diese peso y mesura, y truxese moças para casar con los pobladores, dándoles el rey tierras para vivir. Vinieron pues de alli a pocos días pasados trezientas doncellas de Lerida y sus contornos, en compañía de algunos casados que venían por cabezas dellas”.

El siguiente paso consistió en cuadrar la imagen de los catorce rostros de la catedral con la poética repobladora. Operó sobre las inscripciones que figuran en las metopas situadas entre cada pareja o matrimonio, donde se representan sus nombres propios abreviados y con mayúsculas: “EM P. AM NA / M. SA MULLER”, “B. AM NA DOL / ÇA SA MULLER”, o “BERNA. AM NA FLO / RET SA MULLER”, entre otras. Beuter desarrollaría sus nombres, utilizando los gentilicios más frecuentes para las abreviaturas asociándoles además una población de procedencia del entorno de Lleida. Del mismo modo, para poder cuadrar este rompecabezas donde las siete parejas debían de ser portadoras de un grupo de doncellas que al final arqueasen las teóricas trescientas, añadió diferentes cifras a cada pareja: “De la misma ciudad de Lerida vinieron Beltran y su mujer Berenguela, con cinquenta doncellas que las más eran de la parroquia de San Martin. De Alcaraz vinieron Guillem y su mujer Berenguela con quarenta doncellas. De Alguayre Francisco con su mujer Remonda y cinquenta doncellas. De las Borguias Pedro con Maria y sesenta moças. De Ull de Molins Ramon con su mujer Dolça y quarenta doncellas. De Carroça Domingo con Remona su mujer, truxeron trenta y quatro moças. De Prades Bernardo con Floreta su mujer, con veynte y seis moças que por todas fueron trezientas, con estas siete casadas que truxeron. Y fueron puestos –concluye Beuter- los nombres de estos catorze encima de la puerta de la Yglesia Mayor que se llama del Palacio entre unas entalladuras de catorze cabezas que hasta hoy están allí con esta nomine que aquí pusimos”.

Esta imagen lapidaria al modo epigráfico, o mejor, notarial de la época, frecuente por ejemplo en el Llibre del Repartiment donde se consignan aquellas personas favorecidas por el rey con donación de tierras, casas o propiedades, permitió a Beuter monumentalizar caligráficamente su historia sobre los primeros pobladores, publicitarla por medio de la imagen en un abierto y frecuentado espacio religioso de la ciudad como era la portada del Palau, visible por un amplio público bien distinto del restringido homo tipographicus de su tiempo.

La boga de esta particular exégesis local de Beuter no se hizo esperar. En breve señorea con inusitada fuerza ya en el último cuarto del siglo XVI. Visitantes extranjeros como Enrique Cock5, quien acompaña al rey Felipe II en su visita a Valencia en 1585, la cita como hecho memorable. Escolano6 (1610), Olmo7 (1653), Esclapés8 (1738) y prácticamente todos los autores cronistas de la ciudad y reino de Valencia la recogen con particular énfasis. Sería Teixidor9, tan apegado al documento, quien en la segunda mitad del siglo XVIII, ante sus infructuosas pesquisas para descubrir una “memoria fidedigna”, que avalara la construcción histórica de Beuter, dejaría caer, no sin cierta ironía: “nos privó del gusto de saber donde parava, sobre que he hecho estrañas diligencias pero sin fruto”. Cerrado el ciclo natural de la narración histórica encomiástica del lugar, con sus fabulosas construcciones nacidas al calor de valores emocionales colectivos, la historia fabricada por Beuter pierde prestigio. Vicente Boix10, en el siglo XIX discutiría a Beuter, Escolano y Esclapés, insistiendo que “no cita ninguno de estos historiadores memoria alguna que confirme esta relación, creemos que la tradición sirvió únicamente de apoyo para que Beuter le diera entero crédito”. Posteriormente, Sanchis Sivera11 también dudó de que fuera retrato de los fundadores de la ciudad, y comentó la posibilidad de que pudieran tratarse de donantes que contribuyeron a sufragar la portada de la catedral, o incluso el comienzo de la propia obra.

Desde el siglo XIX hasta nuestros días, la construcción de Beuter cae en el ostracismo historiográfico, apenas si logra unas frases descalificadoras por la ligereza histórica con que operó sobre el pasado. Persiste, no obstante, el ciclo oral y popular de sus ficciones, como si gravitase aún sobre estas cabezas del alero catedralicio el cúmulo de emociones y afectos vividos al calor de su rememoración pretérita. Nada más elocuente del modo en que la fabulosa historia de Beuter empapó el sentimiento de los valencianos que el poema del Padre Tomás Serrano12, escrito en 1767, con motivo de las Fiestas Seculares del tercer siglo de la canonización de San Vicente Ferrer. Al describir el altar situado en la plaza del palacio arzobispal, nos ofrece un vivo indicio – en la jerga encomiástica de los juegos poéticos de su tiempo- de la honda emoción colectiva con que se debió de sentir este acontecimiento: “En catorce cabezas, muchas las glorias son en que tropiezas y glorias superiores, pues son de mis primeros pobladores que con fortuna estraña fueron el ejemplar de mucha hazaña”. Serrano concluye su recorrido poético reconociendo el agradecimiento que Valencia les tributa en esta portada: “Esto quería huésped que supiese y en el último adorno conocieses como Valencia hermosa, quando al cielo se ostenta religiosa, no por esso se olvida, de mostrarse a la tierra agradecida, antes con raro ejemplo, lo grato lleva hasta el umbral del Templo”.

Los catorce rostros identificados con sus respectivos nombres en el alero de la portada del Palau de la catedral, siguen mirándonos con viveza y peculiar apostura. A pesar de su carácter estandarizado, con sus ojos almendrados, pronunciadas cejas enarcadas, párpados marcados, frentes despejadas, narices por lo general rectas, peinados de cabelleras largas y rizadas, con protagonistas surcos, comprobamos una cierta retórica gestual, muy humana, que rompe con el previsible envaramiento de su ubicación. Vistos en secuencia, abstraídos de los atributos arquitectónicos que engarzan sus cabezas, incluso de las metopas con trazos epigráficos, descubrimos rasgos diferenciadores, certezas fisonómicas. No existe impasibilidad en sus rostros, hay por el contrario atisbos de sonrisa en algunos, diferencias de edad, óvalos faciales redondeados junto a otros angulados, pómulos de distinto grosor. Otros recursos ayudan a otorgar inmediatez y variedad en el conjunto colectivo de los rostros, como la alternancia de caras masculinas rasuradas con otras de atildadas barbas, o, en las cabezas femeninas, ceñidas coronas turnándose con prolijas tocas y barbilleras. Estas características debieron resaltar aun más con la presencia de la policromía, recuperada sólo de modo testimonial en la reciente restauración.

En tanto retrato colectivo que se despliega en el alero de la cornisa de una portada románica, estamos sin duda ante una singular monumentalización del tipo común de canecillos donde las cabezas humanas, individualizadas y sin relación entre sí, discurren junto a otras representaciones, la más común de animales fantásticos, tal como se puede apreciar en otras portadas de la escuela leridana, en concreto en la portada de la Anunciación de la catedral. De lo que no cabe dudar es que nos encontramos -con independencia de las historias del lugar depositadas en ellas, o de los valores gnoseológicos modernos que le proporciona la historia del arte- ante el primer retrato colectivo de unos pobladores nobles llegados a la ciudad de Valencia en el siglo XIII, y que generacionalmente van a mantener, a la manera de daguerrotipos modernos, la llama viva del recuerdo de los primeros años de la colonización.
 
 
MITO METROPOLITANO
 
Ante las escasas noticias sobre los orígenes de la construcción de la catedral, la destruida inscripción alusiva a la colocación de la primera piedra de la catedral valenciana en el año 1262 -“ANNO DOMINI MCCLXII X kalendas julii fuit positus primarius lapis in Ecclesia Beate Marie sedis Valentine per venerabilem fratrem Andream tertium Valentine civitatis Episcopum”13– se ha convertido, ya desde época moderna, en piedra de toque desde la que certificar el comienzo de la historia de la catedral. A pesar de esta noticia, el tiempo transcurrido entre esta fecha de 22 de junio de 1262 y la del el año de la conquista -1238- cuando la principal mezquita de la ciudad musulmana se cristianiza y convierte en la iglesia de Santa María, no hace sino abrir interrogantes sobre los verdaderos comienzos de la catedral.

La alusión a esta inscripción es frecuente entre los textos de historiadores y eruditos que narran la historia de la catedral. “El obispo fray Andres de Alvalat religioso dominico asentó la primer piedra de los fundamentos de la catedral de Valencia –relata un manuscrito del siglo XVIII- en el mismo lugar que vemos su sepulcro elevado en el pilar que divide la capilla de san Jaime de la capilla de la espina que es la Passione Imaginis de esto nos ratifica la piedra que está asentada en la contra pilastra encima de su sepulcro…”14, afirmación que podemos encontrar en otras descripciones sobre la génesis de la construcción de la catedral (Diago, Esclapés, Teixidor, Orellana). Situada en una de las capillas de la girola de la catedral se veía encima del propio sepulcro del obispo, “para crédito i memoria de dicha fábrica”. Perdida en las obras de remodelación clasicista de la catedral comenzada en el año 1774, conocemos la imagen de la misma que aporta el manuscrito inédito del archivero Juan Pahoner (1700-1781), recopilación de las Especies Sueltas Perdidas, iniciada en su primer tomo en 175615. Este vasto conjunto de textos que compila noticias y datos documentales sobre la catedral de Valencia, incluye una página donde se copia -con evidente intención anticuaria- la inscripción, cuidando la reproducción de su epigrafía, muy similar en su factura a la de los epitafios que se conservan en los sepulcros funerarios coetaneos que guarda la catedral. Consciente de estar ante una “sagrada memoria”, Pahoner no se limita a transcribir la inscripción, sino a recuperarla de forma fidedigna como un original vestigio del pasado de la catedral.

La lápida se perdió en las últimas décadas del siglo XVIII, no así el sepulcro de Fray Andrés de Albalat, tercer obispo de la nueva diócesis valentina (1248-1276), personalidad de gran relevancia en el proceso fundacional de la catedral y figura de primer orden –fue canciller del rey Jaume I- en la organización del reino. Hermano del arzobispo de Tarragona, este dominico aragonés de prestigiosa familia, favoreció la estructuración de la diócesis, celebrando numerosos concilios y permitiendo el aprovechamiento de las rentas con las que impulsar la nueva diócesis16. Su sepulcro así como la citada inscripción se situaba en el pilar de separación de las antiguas capillas de San Jaume y la de Espina o Pasión de la Imagen o del Buen Ladrón, en la girola catedralicia. Dos capillas de especial relevancia en la historia de la catedral, la de san Jaume por ser prolongación de la que al exterior rememoraba el lugar donde según la tradición se celebró la primera misa después de la conquista, y la otra por ser fundación del propio Albalat, quien la dotó con un retablo donde se narraba la historia del Santo Cristo de Berito. Por debajo de la inscripción conmemorativa se situaba en este mismo pilar el sepulcro del obispo, fallecido en Viterbo (Italia) en una de las misiones diplomáticas realizadas para el rey Jaume I.

A fray Andrés de Albalat por tanto se le presupone como el impulsor de la construcción de la catedral, impulso que los primeros autores que aluden a la misma lo hacen compartir con el propio rey Jaume I. No son pocos los textos que describen al rey martillo de plata en mano, al frente de un nutrido grupo de hombres, derribando la antigua mezquita. Beuter narra con inusitado entusiasmo esta escena que hace compartir al rey con el propio Albalat: “Concertó el día señalado ayuntados muchos maestros de casas con sus instrumentos para derribar, vino el rey en procesión hasta la Yglesia Mayor que estaba como la hallara labrada a la morisca y tomando pico en la mano, hecha primeramente oración a Dios, dio el primer golpe para derribar aquellas paredes y trabajo por su persona el rey santo en aquella erección de iglesia. El rey dio el primer golpe para derribar lo que fuera mezquita y después el obispo puso la primera pedra en lo que avia de ser iglesia…”17 Para otros autores, como el humanista Bernardino Gómez de Miedes, en la crónica del rey don Jaime (1582), este es el momento en el que los arquitectos entregan las trazas de la futura catedral: “Y en ser limpiado el suelo, fue dada al rey por mano de muy expertos maestros e ingenieros una muy buena traça del templo, y pareciéndole bien, comenzó a edificarse uno de los más bien trazados y suntuosos que hay en la cristiandad según lo vemos en nuestros tiempos acabado”18.

La presencia documental de arquitectos en calidad de maestros de la catedral es temprana. Hasta ahora se ha considerado uno de los primeros maestros de la catedral, a un A. Vitalis, cuyo nombre aparecía en la cancillería regia, en fecha del 30 de abril de 1268, como “A. Vitalis magistri operis Sancte Marie Valencie”. Otros documentos de 1273 lo mencionaban como maestro de la Acequia Mayor de Alzira y como poseedor de unas propiedades en esa población cercanas a las que también tenía el obispo Andrés de Albalat. Un pergamino conservado en el archivo de la catedral de Valencia donde se constata su nombre completo como Arnaldus Vitalis, refrenda esta hipótesis y además la adelanta a la fecha de 1262 que como hemos visto es clave para el análisis del proceso constructivo del templo19. Se trata de un documento relacionado con la renuncia de unas casas situadas junto a la catedral a favor del cabildo, precisamente el 15 de junio de 1262, unos días antes del 22 de junio, día en el que se documenta la primera piedra. Esta venta de propiedades que tiene entre sus testigos a Arnaldus Vitalis, fue presumiblemente necesaria para incrementar el terreno que había de ocupar el edificio.

El siguiente maestro conocido nos sitúa ya en el año 1304 y alude al maestro Nicolás de Ancona, cuyo nombre se conserva también en un pergamino procedente del archivo de la catedral de Valencia. A pesar de conservarse incompleto, es un documento excepcional para la historia de la catedral20. Fechado el 16 de diciembre de 1304, recoge la constitución del obispo y cabildo nombrando obrero mayor de la Seo al maestro Nicolás de Ancona. Se le asignan dos sueldos y medio cada día de su vida, aunque esté enfermo y cincuenta sueldos para habitación, a cambio de la obligación a la que se somete de hacer todas las obras necesarias para la construcción de la catedral, incluyendo los diseños de vidrieras, esculturas y pinturas: “infaciendis vitreis, imaginibus et picturis, quam quibuslibet aliis operibus quo dicto operi fuerint necessaria”. Aunque ya había quedado refrendada la transcripción como Nicolás de Ancona, la clara lectura del nombre queda reflejada en el pergamino, puesto que durante tiempo se leyó con dificultad la procedencia del maestro, citándose como Nicolas de Autona (Autun, Francia) o de Antonia. Tormo21, por ejemplo, que transcribía íntegro el texto, aunque mencionaba que se podía leer Ancona, insistiría en la posibilidad de que fuera Autona, movido por el deseo de vincular las obras al románico francés de Autun, al no apreciar relación alguna con la arquitectura italiana. En la actualidad el nombramiento de este maestro de obras ha sido relacionado convincentemente con el obispado de Ramon Despont (1289-1312), dominico, canciller y diplomático, figura de relieve en Roma como sabio curial y gobernador de la marca de Ancona, antes de su llegada al obispado de Valencia.

En cualquier caso, estos dos maestros (y otros que desconocemos) llevarían a cabo las primeras obras de la catedral valenciana, aunque resulta difícil adscribir a uno u otro, los precisos procesos de la construcción. A Vitalis es posible adjudicar el comienzo de la catedral desde la primera piedra ubicada en una de las capillas de la girola catedralicia, que en número par distinguen la catedral valenciana de otros templos, lo que obligaría a plantear el comienzo de la obra por la cabecera, hecho que concuerda con las fechas de fundación de esas capillas, en su mayoría posteriores a 1262. En un mismo arco temporal cabe situar las capillas situadas en los brazos del crucero, lo que nos advierte de una obra que cuenta con una financiación y un impulso importantes para ser ejecutada en relativo poco tiempo. A Ancona -entrado ya el siglo XIV- se le atribuye el resto de la construcción desde la zona del presbiterio hacia las naves, con la dificultad que supone la propia planta de la catedral, con un impresionante crucero sobre el que se voltea en el centro el cimborrio. Prácticamente perdida la memoria de las esculturas originales situadas en las trompas bajo el cimborrio al ser sustituidas por otras de corte neoclásico, podemos presumir sus formas a partir de los restos conservados muy fragmentariamente en la catedral, entre los que se encuentran una cabeza con la cara rota en su mitad y un león, quizá asociado a uno de los evangelistas.

La portada del Palau o de la Almoina, situada en el lado sur del crucero, es el elemento arquitectónico que mejor va a expresar las intenciones iniciales con las que se concibió la catedral valenciana. Comúnmente se admite el comienzo de la construcción de la catedral a partir de este brazo sur del crucero no sólo por la presencia exterior de la portada del Palau, también por los cambios o giros en el sistema constructivo empleado en él, con un primer tramo cubierto por bóveda de crucería cerrada con plementos de piedra, que inmediatamente fue sustituido en los siguientes tramos por plementos de ladrillo dispuesto a rosca.

La portada del Palau abre el capítulo de la inicial arquitectura catedralicia. Es el mejor exponente de la primera arquitectura cristiana del siglo XIII en la ciudad de Valencia, y ello a pesar de que la compresión de sus orígenes históricos está envuelta en numerosas hipótesis, que han barajado la posibilidad de que fuera obra realizada inmediatamente después de la conquista o, por el contrario, tras la colocación de la citada primera piedra. No son pocos los que se han acercado a la portada tratando de resolver algunas de estas dudas22. Ya Tormo en su día lanzó la hipótesis de que se trataría de una portada añadida a la antigua mezquita y que luego fue preservada en el posterior proyecto, aunque su armonía y proporciones le hacían dudar de esta hipótesis. Lo cierto es que tanto si es obra anterior o posterior a la cifrada fecha de 1262, la portada del Palau se erige en la composición arquitectónica más notable de la temprana catedral trecentista valenciana.

Encuadrable, desde la categoría estilística, en los últimos ejemplos románicos derivados de la escuela leridana, hay en esta portada sin duda similitudes formales, recursos compositivos, que podemos advertir en algunos de los ejemplos más destacados de su tipología -Rueda, Agramunt, catedral de Lleida-, si bien hay que resaltar en ella no sólo sus mayores dimensiones, también el peculiar tratamiento culto y preciosista, refinado y, en definitiva, metropolitano, de la concepción arquitectónica y escultórica de sus elementos. No en balde, la construcción de esta portada fue el primer exponente de la sede catedralicia del nuevo Reino de Valencia.

Abierta a las inmediaciones de la plaza del palacio obispal, núcleo urbanizado más importante tras los primeros años de la conquista de la ciudad, como se advierte en los datos de compras de casas y terrenos con destino a este palacio, la portada fue el elemento más sobresaliente, más monumental, de este originario centro oficial de la ciudad. Delimitada por el frente del hastial del brazo del crucero, proyecta su limpio frontis de piedra recortado por la poderosa cornisa moldurada, de friso con entrelazos vegetales y canes humanizados con los famosos rostros. Surge como un ente autónomo, ajeno al potente ventanal rasgado de apuntadas formas que se asienta sobre ella o al neutro paramento de piedra con las petrificadas gárgolas apostadas las esquinas.

Hay en esta portada variedad de arquivoltas, con afiladas cabezas de clavo, en zigzags de puntiagudos triángulos, polilobuladas con arquillos en herradura decorados con roleos vegetales y cintas perladas tallados con exquisitez eboraria. Agrupadas en hondos planos retranqueados, como si procurasen un absorbente flujo hacia el interior del templo, se interponen entre estas arquivoltas baquetones curvos de caña cilíndrica. Ya en horas soleadas o en la umbría, admiramos el meditado tránsito de penumbras y luces que discurre por sus perfiles. Nada más alejado del amalgamiento ornamental, casi arborescente, de otras portadas. Especial significación adquiere la arquivolta inferior, dovelada, con sucesión de ángeles con alas y vestiduras talares y querubines con dobles alas, encajados en doseles arquitectónicos con edificios almenados y fondos de entrelazos romboidales como en los capiteles. Es probable que este despliegue angelical a la entrada del templo pudo ser contemplado, si no en su tiempo, si en una época moderna, inmerso en una retórica salomonista.

Dentro de las categorías formales del románico, observamos en la portada valenciana una compostura de impronta clásica, que declina las columnas, agrupadas en series de seis a cada lado, con cierta voluntad de orden clásico y establece en la secuencia de las mismas con los codillos, criterios compositivos a modo de intercolumnios. En relación con otras portadas de la escuela leridana, el canon de estas columnas es alargado, con fustes enterizos e independientes, coronados por capiteles troncocónicos, asentados en basas de evocación ática con garras extendidas sobre plintos cuadrados y elevados sobre un protagonista basamento corrido de piedra rosácea y acusado molduraje.

Hay elementos que sin duda singularizan esta portada dentro del modelo estándar románico de la zona. Detalles menores, pero elocuentes, como el singular denticulado que presentan las basas de sus columnas, lo vemos repetido en algunas de las columnillas de otras iglesias como la de San Miguel de Foces (Ibieca, Huesca), construida en torno a las mismas fechas. La iglesia de San Miguel que se consagraba en 1259, fue destinada a ser el panteón familiar de los Foces, caballeros aragoneses directamente ligados al rey Jaume I y muy cercanos a él en el episodio de la conquista de Valencia. Recientemente se ha planteado como sugerente hipótesis la posibilidad de que su construcción pudiera estar relacionada con la portada del Palau de la catedral valenciana23. Tal y como se desprende de los numerosos documentos que lo atestiguan, varios miembros de esta familia sostuvieron económicamente la empresa del rey conquistador, destacando especialmente don Eximeno de Foces, fundador de la iglesia, que llegó a alcanzar el título de procurador general del Reino de Valencia en 1258. Además de la coincidencia o parecido formal que se advierte en las basas o en algunos otros elementos como la propia portada, se ha hecho referencia a la utilización de un sistema métrico y módulos compositivos basados en el palmo valenciano para la zona de la cabecera y el crucero, mientras que otras partes de la iglesia de datación anterior (siglo XII) están realizadas en palmos aragoneses, planteando con ello la posible participación en esta obra de maestros de origen valenciano. Por el momento desconocemos el maestro de uno y otro edificio, y tampoco podemos probar que Eiximeno de Foces contribuyera directamente a la construcción de la catedral valenciana. Además a este problema se añade el de la cronología de ambas obras, ya que aunque se sabe que la iglesia de Ibieca se consagraba en 1259, tenía una parte ya edificada con anterioridad, por lo que tampoco podemos afirmar si es anterior o no a la de la catedral valenciana.

Otro elemento diferenciador en la portada del Palau lo constituyen los capiteles individualizados, que no forman un friso corrido como es habitual en otras muchas portadas de esta época. Los capiteles en número de seis por lado, a su vez, albergan cada uno dos escenas que en origen se separaban por una columnilla, actualmente casi inexistentes por el deterioro de la piedra. Narran elocuentemente varias escenas del Génesis y Éxodo, desde la creación del mundo y sus elementos, pasando por la creación de Adán y Eva, su estancia en el Paraíso, la Expulsión, las historias de Caín y Abel, y pasajes de la vida de Noé, Abraham y Moisés24. Las figuras dispuestas en profundo altorrelieve destacan contra un fondo de entrelazos romboidales, cuadrícula a modo de calado bordado que podemos advertir, por ejemplo, como fondo de encaje en algunas de las escenas de relieve del sepulcro de Fray Andrés de Albalat. Una similar labor de filigrana se advierte en el dosel arquitectónico que enmarca los capiteles, con tímpanos coronados de almenas y adorno de bolas y perlas. Esta finura decorativa es perceptible en otras partes de la portada, en particular en los intercolumnios. Lejos de ser un lugar inerte, se aprovechan para introducir una decoración de entrelazo vegetal que surge de las bocas de leviatanes situados a la altura de los capiteles. La figura del leviatán vuelve a rematar a modo de clave central el guardapolvo externo de la portada, al lado de seres monstruosos que aparecen entre las cenefas ornamentales junto a figuras rampantes, casi miniaturas, que se encaraman por entre los roleos. La misma disposición de profundo entrelazo vegetal surge en la imposta corrida que se sitúa por encima de cada uno de los capiteles separando esta parte de la portada de una intensa verticalidad de la forma arqueada de las arquivoltas.

Pero sin duda su peculiaridad compositiva cobra un nuevo valor cuando advertimos además que el dilatado arco de medio punto que observamos en la actualidad no es el originario. Es en realidad fruto de una intensa reforma realizada a fines del siglo XVI. La portada del Palau -al igual que la portada de los Apóstoles- fue reformada en diciembre de 1599 para facilitar la procesión de entrada en la catedral de Valencia de la reliquia de san Mauro, que había sido enviada por el papa Clemente VIII al Patriarca Juan de Ribera. Ciertamente, se debía haber probado la incomodidad que suponía para la entrada masiva de personas la presencia de una columna parteluz en el centro de la puerta. Unos meses antes, en el mismo año 1599, la comitiva que acompañaba al rey Felipe III en su boda con Margarita de Austria, había tenido que sortear la columna parteluz que se situaba en el centro de la portada de los Apóstoles de la catedral valenciana, portada que desde el siglo XIV había tomado el relevo a la del Palau, al estar situada en el centro cívico y religioso de la plaza de la Seo. Pero para la entrada de la reliquia de San Mauro se decidió la eliminación de la columna parteluz de la puerta de los Apóstoles y también la de la puerta del Palau, lo que facilitaría con posterioridad, la entrada y salida de las procesiones.

La crónica de Gauna25 sobre el año de la boda real describe perfectamente la reforma de ambas puertas y no ofrece lugar a duda sobre los cambios practicados en la puerta del Palau, que concuerdan a su vez con los datos documentales que se conocen. Después de describir con detalle la reforma efectuada en la puerta de los Apóstoles señala “… Y lo mismo hizieron en la otra puerta desta yglescia que se corresponde con esta dicha del Palau, a la qual ensancharon en alto quitándole también otro pilar que tenía en medio de ella que la ocupava mucho, quedando por agora y para siempre muy espasiossa y redondo el portal della, que cierto parescen muy bien estas dos puertas de la Seo y que fue descuydo no haverlas exampliado para esta jornada y entrada en ella de sus majestades y altesas fue per mision devina de aguardar esta obra para la entrada deste gloriosos sant Mauro mártir de Roma”. Es decir, la puerta del Palau en origen tenía también una columna parteluz, que probablemente sustentaba dos arcos. Eliminada la columna y los arcos situados sobre ella, quedó con un solo arco redondo y espacioso.

Aun en la actualidad es posible apreciar el conjunto de irregularidades en las piedras de la primera arquivolta, algunas de ellas de diferente color y textura y una labra mucho más tosca, presumiblemente esculpidas en este momento, para poder fabricar un gran arco. Esta descripción concuerda perfectamente con los datos de archivo que nos hablan del importante cantero Vicente Leonart Esteve que recibió los pagos por haber quitado las dos columnas de las portadas (del Palau y de los Apóstoles) y los dos arquillos26. No debió ser fácil la eliminación de las columnas. En el caso de la puerta de los Apóstoles, se sustituyó por un dintel recto27, sin embargo, en la puerta del Palau, con un respeto en el que se vislumbra un tratamiento de reliquia arquitectónica, rehicieron el arco principal, experimentando en yeso diversas alternativas antes de recolocar las dovelas de nuevo, tal y como indica la documentación: “per certes experiencies, feren per dos voltes”28. El aprecio por esta portada, que lleva a reaprovechar las partículas de su doble arco, a labrar dovelas nuevas a imitación de las antiguas, antes que estilístico, tuvo que ser litúrgico y arqueologizante, de profundo respeto y exaltado fervor religioso por la que sin duda era ya primera fábrica de la antigüedad -piedra angular por lo tanto- del cristianismo valenciano tras la conquista. Este atributo de reliquia, volvemos a percibirlo siglos más tarde, en 1774, cuando se decidió transformar en clave clasicista la fisonomía medieval de la catedral. El radical proyecto de Vicente Gascó, aunque no ejecutado, respetó únicamente esta portada de su proyectada envoltura neoclásica.
 
 
CUSTODIOS DEL RECUERDO
 
El conjunto formado por la iglesia y dependencias colindantes de San Juan del Hospital –priorato de los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén- es posiblemente uno de los espacios arquitectónicos más impregnados de vestigios relacionados con los años inmediatos a la conquista y a la figura del rey Jaume I. Como refiere Teixidor (1767) gozó del privilegio de ser convocada a las procesiones por delante de las iglesias parroquiales dada la antigüedad de su fundación, la primera después de la catedral. Orellana a fines del siglo XVIII expresaría la admiración suscitada por el caudal de memorias cifradas en este recinto, a la vez que la dificultad de esclarecer la historia de su proceso constructivo: “Las muchas antigüedades que se registran en el territorio de ella, franquean muy dilatada materia, que historiar, aunque ya recelo que el tiempo llegó a executar el estrago de aver hecho inaveriguable la verdad de muchas cosas, de que restan solo unos confusos vestigios, sin documentos que nos declaren el significado, y su origen o causa primitiva”. Fundada su iglesia por los caballeros de San Juan de Jerusalén, quienes recibieron del rey Jaume I unos terrenos cercanos a la antigua puerta de la Xerea, su arquitectura fue rememorada en el siglo XVIII como un privilegiado espacio al que asociar tanto los primeros conquistadores de Valencia como la propia persona del rey.

Piedra angular de esta memoria sería la pequeña capilla situada en el cementerio de la iglesia, de estructura aislada y directamente vinculada a la religiosidad de Jaume I, quien, según la tradición, oía misa en ella. Recientemente restaurada, esta capilla formaba parte del complejo hospitalario de San Juan y se relacionaba directamente con su emplazamiento en el recinto funerario. Debió de instituirse en los primeros años de la conquista bajo la advocación de Santa María Magdalena, por mediación de Arnau de Romaní, uno de los grandes personajes ligados a la conquista, baile de Valencia y Xàtiva, cuyo escudo –una luna creciente- ostenta la cornisa perimetral de la cabecera. Su reducida estructura –casi una maqueta-, con una cabecera cerrada para presbiterio adosada a otra cúbica de transparentes arcos, permite suponer que fue concebida como capilla hospital-funeraria, permaneciendo como tal durante siglos hasta que fue subsumida posteriormente en la casa prioral, que prácticamente la envolvió, si bien mantuvo una sencilla arquitectura, con dos partes diferenciadas, el tramo principal de planta cuadrada y la cerrada cabecera poligonal. La seca molduración de los arcos apuntados, la desnudez de sus pilares con columnas adosadas y lisos capiteles troncocónicos, la simplicidad de sus bóvedas de crucería con plementos de ladrillo a rosca y la presencia de rudos canecillos en el alero, se asocian con los primeros ejemplos de la arquitectura de los años de la colonización, de tipo cisterciense.

Su percepción en el siglo XVIII sin duda fue distinta de la actual. Con la capilla engastada en las paredes de la casa prioral, con la misma iglesia remodelada a lo moderno, en clave barroca, ocultos su muros y articulaciones con estucos desde finales del siglo XVII, este pequeño y despojado espacio medieval debió de avivar una particular poética inmersa en los primeros tiempos valencianos, un énfasis anticuario. Obra “mosaica” según Esclapés (1738), el término expresaría unos lejanos orígenes, acaso bíblicos, perpetuados hasta lo medieval y sin contaminaciones modernas posteriores. La admirada prolijidad de su descripción es elocuente del valor memorial otorgado a esta capilla: “I allí mesmo una capillita, que aun se conserva debajo del aposento prioral, la qual tiene diez palmos i medio por frente, i trece palmos de ancho, toda de piedra i arquitectura mosaica, u la bóveda de un medio cascaron, con siete arquitos de crucería i delante un atrio de 16 palmos de largo, i trece de ancho, obra también mosaica, con bóveda de crucería de quatro arcos, i tres por los dos lados u por la frente que daban passo i vista a los tres ramos de la enfermería, i por tradición se conserva la noticia, de que el mismo rei don Jaime oía la misa en esta capillita, que por ser tan reducida pudieronla hacer en pocos días antes de que hubiera otras”.

La imagen monumental del interior de la iglesia que ha llegado a nuestros días, tras la recuperación de su fisonomía medieval, sorprende a quien la visita en horas neutras -despojada de luces eléctricas- por la rotundidez de su configuración pétrea, envuelta por silencios lumínicos y dosificados juegos de luces repartidos rítmicamente por su poderosa nave y por la maciza bóveda de sillares de cañón apuntado. Irradian sus luces tanto los altos y rasgados ventanales del ábside poligonal como de las capillas laterales, también de cañón en el lado de la epístola y de crucería con plementos de ladrillo en el del evangelio. Este conjunto ha de ser con toda probabilidad resultado de sucesivas rectificaciones y ampliaciones operadas sobre el núcleo de la primitiva iglesia comenzado a construir posiblemente en los primeros años de la conquista, ampliado en fases sucesivas a lo largo del siglo XIII. Los inicios de ésta debieron comprender una cabecera absidal y los dos tramos inmediatos, a juzgar por la disposición de las dos portadas laterales, abiertas en el segundo tramo, con un potente y escueto arco de medio punto con grandes dovelas en sus primeros cuerpos, al que se le superponen, desplazadas de su eje central, ventanas de elaborada ojiva equilátera.

Eco del particular acontecer arquitectónico que acompaña la irrupción del hecho colonial sobre el territorio musulmán conquistado, con una deslumbrante y desprejuiciada imbricación de fragmentos que nos remiten a distintas memorias, huellas, de otros pasados, son las columnas superpuestas, a modo de insólito baquetón, en la embocadura del presbiterio de la iglesia de San Juan del Hospital. Como un arco triunfal, se ensamblan en altura tres fustes de columnas a cada lado del templo, las dos primeras de mármol blanco (sobre las que se conjetura un posible origen romano) y las superiores con fuste rosado y capiteles árabes. Las columnas romanas pueden ser restos procedentes de la spina del circo que se ubicaba precisamente en este lugar y que ya habrían sido a su vez reutilizados. Las columnas hispanomusulmanas, con capiteles de un pormenorizado grafismo –compuestos, volutas y hojas de acanto intensamente trepanadas y desleídas en formas vegetalizadas- remiten a la época califal y se fechan en el siglo X. Al no haberse localizado restos de una mezquita en los terrenos donde fue fundado el recinto de San Juan del Hospital, se ha especulado su relación con el palacio del primer emir del rey Zayan, Azach Abundebel, cuya propiedad fue entregada a los caballeros hospitalarios en el Repartiment para la fundación de su iglesia.

Las pinturas murales que alojan las paredes de la capilla de San Miguel de San Juan del Hospital suponen un caso excepcional en el escaso y aun mal conocido panorama de la pintura mural valenciana de los siglos XIII y XIV, por lo general mal conservadas, desiguales en sus características, con escasos testimonios, todo lo cual dificulta una aproximación global, por más que se las quiera clasificar en el genérico capítulo del denominado gótico-lineal.

Un breve recorrido por las muestras más destacadas nos ayuda a calibrar la importancia de estas pinturas murales de San Juan del Hospital. Asociadas a templos y de temática religiosa sobresalen los restos pictóricos realizados con técnicas al óleo del reconditorio de la catedral -en este momento en proceso de restauración-, pero que a pesar de situarse en lugar tan privilegiado, plantean aún muchas cuestiones, tan básicas como la propia cronología. Enmarcadas por unas arquitecturas dibujadas, las escenas representan temas de la pasión de Cristo, y denotan una cierta complejidad, en gestos y actitudes, número de figuras, pormenores de la narración, que han llevado a situarlas bastante entrado el siglo XIV. Otro importante grupo de pinturas se ubica en la iglesia de la Sangre de Lliria, peor conservadas, con diversas escenas de santos en las capillas, entre las que destaca el conjunto de la vida de Santa Bárbara. En principio, su cronología es incluso algo posterior. También las de la ermita de San Félix de Xàtiva tienen el valor de dar testimonio de la decoración mural que presidía la mayor parte de las iglesias, antes de la generalización de los retablos de madera. Pero si el capítulo de la pintura religiosa es difícil de estudiar, el de la pintura civil aún lo es más. Existen referencias documentales de la decoración mural que adornaba palacios como el de la sala de la cinta del palacio ducal de Gandía, conocidos gráficamente por unos dibujos realizados a principios del siglo XX, antes de su desaparición. Grecas geométricas, entrelazados vegetales, cintas epigráficas, pequeñas escenas narrativas, al modo de los alfarjes y techumbres de madera decoradas, formaban parte del programa pictórico de la gran sala. Perdido este conjunto, posiblemente del primer tercio del siglo XIV, cobra especial relevancia, uno de los escasísimos restos conservados de pintura mural palaciega. Prácticamente desconocido, y nuevamente con una complicada datación, el gran mural del palacio En Bou en Valencia es testimonio excepcional para aquilatar la decoración mural de los grandes salones de los palacios nobiliarios ciudadanos en el siglo XIV. Una superficie mural de inusitadas dimensiones, que ocupa un gran muro ciego medianero del interior del palacio, dividido en dos amplias franjas, reproduce escenas de compleja interpretación. Un registro de círculos entrelazados, con escudos y variada decoración vegetal y animal, se extiende a modo de tapiz por debajo de las escenas narrativas propiamente dichas. Estas, a la manera de miniaturas de enigmático significado, cubren una superficie ambientada con esquemáticos árboles y arbustos, sobre los que reposan avecillas. Figuras de cortesanos, de sinuosos perfiles, silueteadas con intenso cromatismo contra el fondo ocre de la pared, en algunos casos gesticulantes, en actitud de clavarse una espada, a lomos de un caballo, delante de una mesa, acompañan otras escenas si cabe aún más enigmáticas a falta de una clave interpretativa. Formando parte posiblemente de una misma secuencia narrativa, se despliegan otras dos representaciones de personajes acostados en un lecho, de los que surgen enérgicos hilos rojizos, que salpican –en curvo- lo mismo a un grupo de figuras agrupados a los pies de la cama, que a un jinete a caballo o a una esquemática arquitectura en forma de torre; igualmente del otro lecho salta una salpicadura rectilínea que alcanza el extremo más alto de la pintura perdiéndose en un fondo rojizo indeterminado que cubre toda la pintura mural por la parte superior. En un lateral también se conserva un cielo azul estrellado, sin duda perteneciente a otra estancia.

Las pinturas de San Juan del Hospital se encuentran en la primera capilla del lado norte de la iglesia o capilla de San Miguel y tienen una cronología imprecisa en torno a 1300. Iluminadas por una rasgada ventana que focaliza las escenas altas del cañón apuntado y delimitadas del arco de la capilla a la nave por una protagonista cenefa -cuyas dobleces se fingen con una elemental y eficaz perspectiva-, alcanzan a los muros laterales de la capilla, aunque en su día el conjunto debió de ser mucho más completo, ya que se ven claramente restos en la pared frontal. Presentan una compartimentación de registros a modo de viñetas característica de la pintura románica, en donde los instantes de los diversos temas se encuadran asimétricamente. En el muro derecho escenas del juicio final con San Miguel, la crucifixión y un Cristo en majestad en actitud de bendecir y un serafín con seis alas, igualmente en registro inferior fragmentado y mal conservado escenas del juicio final con arcángel San Miguel en el centro, demonio alado de fisonomía monstruosa cargando con los condenados a un lado, y al otro, ascensión por ángeles (borrosos) de los justos cobijados en un manto anudado. En el muro izquierdo, una escena de naturaleza, a la que se superpone otra de más difícil interpretación, que se ha querido explicar como una visión de la Iglesia, representada por una mujer entronizada atravesada con una lanza por un arcángel, acompañada por ángeles sedentes.

Recientemente se ha vinculado también con las pinturas conservadas en la iglesia de San Miguel de Foces (Ibieca, Huesca), de similar cronología y uno de los conjuntos de pintura mural más significativos de comienzos del siglo XIV en Aragón, realizados por uno o más maestros anónimos, pues se distinguen varias manos. Si recordamos que ambos conjuntos están relacionados con la orden hospitalaria de Jerusalén y que se vinculan con una familia de fuerte arraigo en el medio valenciano, posterior a la conquista, puede aventurarse la posibilidad de que exista una cierta conexión entre ambas. En efecto, Eiximeno de Foces, fundador de la iglesia y probablemente fallecido hacia 1260, fue noble aragonés de grandes riquezas y estrechamente cercano a Jaume I quien le nombraría procurador general del reino de Valencia en 1258. Eiximeno de Foces donaría el castillo y la villa de Foces a los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén a la vez que mandó construir el templo para panteón familiar. Hacia 1300 se comenzaron a pintar los muros del transepto, hasta la altura de las bóvedas y también los nichos abiertos donde se sitúan los sepulcros de los Foces. El programa pictórico se divide en franjas horizontales, que tratan temas de San Juan Bautista en el lado de la epístola y de la vida de la Virgen, en el lado del Evangelio. La cronología de las pinturas se basa en la presencia de una cartela donde se encuentra la fecha de 1302, en el sepulcro de don Atho de Foces, hijo de Eiximeno de Foces. Las otras dos sepulturas debieron de estar destinadas a otros miembros de la familia. También los nichos acogen abundantes pinturas murales, en el sepulcro de don Eiximeno, Cristo sedente acompañado por dos ángeles, y en la parte baja la Crucifixión y un grupo de apóstoles, mientras que en el intradós del arco se encuentran varios santos; escena de calvario que también se repite en el de Atho.

Ambos conjuntos mantienen elementos comunes a otros tantos programas pictóricos de esta época, como la característica división en franjas, cenefas de pliegues fingidos con perspectiva o intensos fondos azulados y rojizos. Pero existen otras afinidades más concretas que delatan una notable proximidad de las pinturas de San Juan del Hospital con las de Ibieca, especialmente con las pinturas de los arcosolios que albergaban los sepulcros de la iglesia de San Miguel de Foces. En estas pinturas, más que en las del resto del muro, que parecen obra de distinto autor, las figuras se perciben con un mayor porte individual, de forma mucho más rotunda y perfilada con gruesas líneas oscuras que las destacan nítidamente del fondo. El tratamiento de otros registros es también muy similar, como el modo de disponer los árboles de la escena del Paraíso de San Juan del Hospital y el que flanquea la figura de Santa Catalina en Ibieca; el trono en el que se asienta la personificación de la iglesia en el monumento valenciano y en el que se sitúa el Cristo en Majestad en Foces, delatan un similar tratamiento; la composición del cuerpo del Cristo crucificado de la pintura del arcosolio de Ximeno de Foces semeja la de la capilla valenciana; o, el idéntico recurso narrativo y figurativo de la ascensión por ángeles de los justos (San Juan del Hospital), y del donante (San Miguel), ambos situados bajo el cobijo de un manto suspendido y anudado.

Entre las múltiples devociones que subyacen a la conquista de Valencia, la de San Vicente mártir, ocupa un lugar privilegiado. En torno a ella se tejen los propios intereses del rey, quien llegó a atribuir buena parte de la victoria a la intercesión y preces del santo. Del mismo modo la nueva ciudad refundada, la Valencia cristiana, encontró en la piedad y devoción por las circunstancias del martirio de San Vicente un sólido pilar -aglutinante y unificador –sobre el que reafirmar su condición social de civitas cristiana. La figura de San Vicente y la basílica construida donde según la tradición se encontraba enterrado, estuvieron presentes antes de la entrada en la ciudad, como ratifican donaciones realizadas en 1232, del lugar e iglesia de San Vicente -“locum et ecclesiam quae vocatur et dicitur Sanctus Vicentius”- un lugar que se había mantenido a pesar de la ocupación musulmana. Reducto del cristianismo en una ciudad islamizada, estos lugares fueron, una vez recuperada Valencia, uno de los sitios más claramente favorecidos por el rey. Donaciones de tierras, ayudas económicas directas, privilegios administrativos y la entrega de elementos “sacralizados” por la propia conquista como el “penó” o bandera, colgada en el altar mayor, refuerzan la consideración del convento refundado como monasterio y hospital de San Vicente de la Roqueta.

Este centro religioso de primer orden rememoraba fundamentalmente el lugar donde fue arrojado el cuerpo sin vida del santo, finalmente enterrado extramuros, junto a la Vía Augusta, en la zona sur de la ciudad, en el mismo sitio que hoy ocupan los restos del monasterio, y donde presumiblemente se construyó una basílica que se mantuvo en pie durante la dominación musulmana. Lejos de ser una emergencia olvidada, el culto a este mártir del siglo IV permaneció vivo en la memoria de los cristianos de Valencia, acrecentándose una vez la ciudad se vio liberada del poder musulmán. Aunque podían quedar restos de edificaciones anteriores, el favor del rey Jaume I facilita la construcción del nuevo complejo, cuya iglesia estaba prácticamente terminada en el año 1269, en que se produce la dotación de su clero.

Muy transformada por intervenciones posteriores, se han conservado las dos portadas, la de los pies, de simples y lisas líneas con dos arquivoltas molduradas de medio punto y columnillas, y la que se abría en el muro norte, actualmente cegada, totalmente encalada y dañada por un cielo raso situado en el claustro adyacente que atraca directamente sobre ella. Sus sillares muestran hoy una numeración que nos remite a la intención de desmontarla piedra a piedra. Sencilla en la composición de sus arquivoltas de medio punto, centra su mayor interés en la ordenación del primer cuerpo, cuyas columnas evocan las de la portada del Palau de la Catedral, no tanto en su sintaxis -los codillos cilíndricos entre los fustes de las columnas, pierden carácter de intercolumnio- como en la concepción de los capiteles, encuadrados con marcos en dosel arquitectónico coronado por edificios almenados. Bajo las numerosas capas de yeso aún es posible distinguir la prolijidad de los motivos labrados en sus capiteles, una densa catequesis ilustrada del martirio del santo. Una serie secuencial del tormento sufrido por San Vicente recorre los seis capiteles, desde los azotes por los soldados del emperador romano Daciano, al martirio en el aspa (ecúleo), los garfios en el cuerpo del santo, la parrilla en el fuego y el calabozo, hasta el cuerpo del santo depositado en el lecho de muerte y ascendiendo al cielo llevado por ángeles. Entre los lugares del martirio destaca, como hemos indicado, el encierro en un calabozo lleno de objetos punzantes transformados en flores antes de la muerte del santo y ser su cuerpo arrojado al mar atado a una rueda de molino, episodio éste que los capiteles no reflejan.

Las referencias a esta cárcel también se evocan en el momento de la entrada del rey Jaume I en la ciudad y hay varios testimonios que lo confirman. Por un lado, parece que en época de la conquista se conservaba memoria de la cripta de San Vicente en el entorno de la Almoina, que formaba parte del conjunto episcopal de la primitiva Valencia visigoda. Una cripta en forma de planta cruciforme con unos canceles del siglo VI, sobre la que se construyó con posterioridad otra capilla, con bóveda de crucería y una clave que de nuevo aludía al martirio en el ecúleo, son el testimonio del santo en el interior de la Valencia recién conquistada. Por otro se asociaban también a la figura de San Vicente mártir, dos recintos situados en las proximidades del convento de Santa Tecla. Una capilla en el propio convento, actualmente desaparecida, al haberse demolido este convento, y otra frente a él, que se conserva restaurada. Esta última también se conoce como capilla-cárcel de San Vicente o Casa del Pilar de Sant Vicent Martyr y fue acondicionada en el siglo XVII, para dar culto adecuado a la columna donde según la tradición el santo fue martirizado.

Dos iglesias –la del monasterio de Benifassà y la de Santa María de Morella- se erigen en el paisaje arquitectónico del siglo XIII, en una región excéntrica del reino, al norte, por tierras de La Tinença y del Maestrazgo respectivamente, en testimonios de un sustantivo y temprano empeño monumental. Emergen con solidez arquitectónica entre numerosas iglesias, por lo general rurales, de naves de arcos de diafragma y armadura de madera, algunas de sencillas y estandarizadas portadas doveladas y de medio punto. El profundo deterioro de la primera, motivado por su abandono tras la exclaustración del monasterio en el siglo XIX, o las diversas imbricaciones arquitectónicas y decorativas de épocas posteriores en la de Morella, no han borrado los atributos de su cariz originario, el poder evocador que animó su tiempo fundacional.

Fundado el monasterio cisterciense de Benifassà en el año 1233, a instancias del rey Jaume I, para albergar una comunidad procedente del cister de Poblet, su construcción cobró una inesperada aceleración en el año 1246 cuando el legado apostólico absolvió al rey de haber mandado cortar la lengua al obispo de Gerona, imponiéndole como penitencia el impulso de la fábrica del monasterio.

Este insólito mandato, que trasciende la iracundia real en alegato arquitectónico, daría sus frutos. En el año 1264 se colocaría la primera piedra de la iglesia en un acto presidido por el obispo de Valencia, Andreu Albalat. Por disposición testamentaria en 1272 Jaume I legaría a su muerte 1000 morabatines de plata para la construcción de la iglesia. La iglesia se bendijo cuatro años más tarde, en 1276, aunque existen algunas dudas sobre el cerramiento de las bóvedas, fundamentalmente las de las naves que al parecer se retrasaron hasta 1460.

Diversas descripciones y, sobre todo, fotografías antiguas, testifican al aspecto ruinoso del templo, sin bóvedas, con los nervios cruceros al aire, corrales en las capillas, sillares descarnados. Restaurada a partir de los años sesenta del siglo pasado, la iglesia sigue los parámetros cistercienses en su alargado y desahogado crucero, al que se abren capillas cuadradas en sus lados fronteros y flanquean a su vez el potente ábside poligonal. En un día soleado, tras haber recorrido el elevado, limpio, en ocasiones agreste, paisaje montañoso de la Tinença, en el que se levanta, aislada, esta antigua abadía cisterciense, la entrada a la iglesia por la puerta de la galilea cobra una dimensión cegadora. Sin retablos ni pinturas (solo un escueto mobiliario eclesiástico y un par de esculturas) se nos ofrece a los ojos este desnudo transepto, vislumbrado entre claros y penumbras que provocan los altos y delgados ventanales del ábside y capillas. Las luces rasantes encienden, con vigor inesperado, los fragmentos de los tambores de pilares y baquetones entregados al muro, los raídos capiteles en los que no obstante atisbamos algún resto escultórico, los desgastados y rotos sillares de sus muros. Gravita sin duda por este interior, el testimonio de una presencia desaparecida, pero también la de un extraño y renovado valor de permanencia, acaso el de los austeros ideales que abrigaron su fundación.

La sala capitular, abierta en la galería oriental del claustro, fue mandada construir en el abadiazgo de Fra Pons de Copons (1310-1316), como prueba una de las claves con sus armas. Lugar de recogimiento y asamblea comunitaria, de lectura y meditación en torno a las Sagradas Escrituras y las reglas de la orden, de confesión pública, esta aula capitular de Benifassà, de planta cuadrangular, sigue los patrones casi fijos asignados a su funcionalidad monástica. Abre al claustro por una cuidada y transparente arquería de puertas y ventanas ojivales; la desnudez de su interior cobra solemnidad con la poderosa estructura abovedada en dos tramos, toda en piedra, con residuos de revocos polícromos que, como en tantos otros edificios valencianos de su tiempo, decoraban muros y bóvedas, resaltando cromáticamente junturas de arcos o hiladas de sillares.

La prosa del historiador Mariano Galindo, publicada en 1916, sigue siendo un ejemplo de pulcritud descriptiva: “La sala es cuadrangular; un arco toral, que arranca de ménsulas lisas apoyadas en los muros laterales, forma en su techo dos bóvedas. La primera es sencilla, dos aristas boceladas que, partiendo de las ménsulas de los ángulos se cruzan en la clave, pero en la segunda quiso el artista demostrar que sabía algo más y al convergir las dos aristas en la clave las subdividió en cuatro y para recibirlas en los ángulos opuestos, con tres aristas apoyadas también sobre ménsulas, construyó dos bovedillas a modo de trompas. En el centro del testero de la sala hay un ventanal idéntico a los de la fachada, en las claves de las bóvedas, un cordero con un ramo en la boca y las armas de Fr. Pons e, inscritos en los arcos formeros, baquetones con mascarillas en sus extremos”.

Si la iglesia del monasterio de Benifassà ha llegado a nuestros días en franco estado de deterioro, no así ocurre con la de Santa María de Morella. Pocas iglesia medievales valencianas han resistido como ésta de Morella a las tentaciones modernizadoras –barrocas o neoclásicas- de su estructura. La aportación de los siglos a su originario núcleo no ha desmerecido su importancia. Las magníficas portadas góticas, ya adentrado el siglo XIV; el singular y atrevido coro alto en el segundo tramo a los pies, del siglo XV; la exuberante decoración barroca del retablo mayor o de la caja del órgano, no restaron protagonismo a su temprana fábrica gótica, tan sustantiva en la concepción monumental del templo. Tormo lo calificaría en 1923 como el “templo gótico más interesante de la región valenciana”, aunque para esas fechas la mayor parte de los monumentos valencianos medievales, incluida la catedral de Valencia, estaban por descubrir, revestidos o remodelados en época moderna.

Los trabajos preparativos para la construcción de la iglesia de Santa María de Morella se iniciaron en 1265, con la nivelación de terrenos y el parapeto de contención de la montaña. Pero es en 1273 cuando se puede considerar que de verdad comienzan las obras, fecha coincidente además con la adjudicación por parte del rey Jaume I del llamado “terço”, la tercera parte de las primicias del término general de la villa que administrará el consejo de la municipalidad, y que debía estar destinado a la construcción y el mantenimiento del culto. Esta importante fuente de ingresos permitiría que las obras avanzaran con relativa rapidez y que en 1311 hubiera ya una primera bendición del templo. No obstante, la llegada en 1315 del maestro Pere Bonull, a quien se atribuye la portada de los Apóstoles, supuso un impulso definitivo para la obra de la iglesia.

La arciprestal de Morella, construida toda ella en excelente cantería, con sus tres dilatadas naves, altas y diáfanas, con apenas diferencia de altura y cuatro tramos casi cuadrados, mira a la catedral de Valencia en esos momentos en construcción, por más que su cabecera esté resuelta con tres ábsides poligonales, más frecuentes en otros ámbitos de la Corona de Aragón o carezca de crucero y cimborrio. El primer proyecto de la catedral de Valencia con sus tres naves, iniciales bóvedas de crucería de cantería -visible en el primer tramo del crucero inmediato a la puerta del Palau- o con los despejados arcos apuntados de su nave principal, remontando sus extremos ojivales la altura de los pilares baquetonados, penetrando en el diafragma del cuerpo de ventanas, debió dejar su poso en el de la iglesia de Morella. El perfil convexo de sus arcos fajones e intercolumnios ha sido puesto en conexión con la iglesia del Salvador de Burriana, que mantiene formas muy similares, señalándose la posibilidad de que ambas mantuvieran nexos comunes. Entre estos, el clérigo Doménech Beltall (+1292), que antes de ser nombrado arcipreste de Morella, había sido párroco de Burriana, planteándose la posibilidad de que hubiera utilizado al mismo maestro para las dos obras. Se trata en todo caso de detalles léxicos, que no invalidan la indudable estela que debieron de ejercer los talleres de la fábrica de la catedral en las primeras obras de entidad monumental construidas en el siglo XIII valenciano. La misma iglesia de Burriana, aproximada su construcción a la mitad del siglo XIII, de una ancha nave y poderoso presbiterio heptagonal con cinco capillas radiales, presenta similitudes decorativas en la talla de los capiteles de algunas capillas de la cabecera con los de la primera fase constructiva del interior de la catedral valenciana, pródigos en capiteles de impronta románica, con palmetas anilladas por cintas perladas en la cesta de los capiteles, ábaco cuadrado y remates troncopiramidales decorados con vides entrelazadas.

La elegancia de su temprana concepción gótica, con austeras bóvedas de crucería de sillares perfectamente cortados, la lógica de la prolongación estructural de los nervios ojivos y formeros en los pilares, con sus agrupaciones columnarias alojando diversidad de baquetones en los intersticios, el mismo perfil convexo de los arcos fajones, aportan una especial impronta arborescente, orgánica, a los cuerpos altos. Allí señorea la diversidad en el modo de encapitelar, con tamaños y alturas diferentes, vasos de capitel achatados y ornamentados con roleos y palmetas y, sobre todo, ábacos de molduras prismáticas, ya más atentos al orden estructural de las bóvedas que a la lógica compositiva de las columnas. Por contraste, en la ordenación de los fustes y pedestales de los pilares aun persiste otro tipo de elegancia, sin duda llamada a desaparecer. Pedestales de claridad rectilínea asientan cuidadas basas áticas molduradas con primor casi clásico, fustes cilíndricos semiadosados, haces dispuestos con voluntad de orden arquitectónico, delicadas garras de acanto ligando el toro de la basa y el ángulo del pedestal. Aquí, la iglesia de Morella parece volver la mirada antes que a Valencia, a Tarragona y a su silente poso romano.

Presencia que abre un interrogante sobre la pretendida ausencia de ecos hispanomusulmanes en la cultura arquitectónica de la Valencia cristiana, estos Baños del Almirante, se erigen en un botón de muestra de la particular hibridación de modos arquitectónicos que presidió los años posteriores a la conquista. Aunque el sistema de baños musulmanes se desmanteló tras la conquista de la ciudad, al poco tiempo fue sustituido por una nueva red de establecimientos públicos destinados a la higiene, que mostraban el arraigo de la cultura del agua y el baño personal en la sociedad cristiana. Ya en los fueros establecidos por el rey Jaime I, fue reglamentada su utilización, prohibiendo el baño los domingos y separando los días en que debían usarse por hombres y por mujeres, hecho que incide también en la consideración del baño público como un lugar de reunión y encuentro.

Del numeroso y abundante conjunto de baños medievales queda como muestra recientemente restaurada, los edificados a partir de 1313 por el noble Pere de Vilarrasa, popularmente conocidos como Baños del Almirante, durante tiempo datados en época musulmana. Situados en pleno centro urbano, en la parroquia de Santo Tomás, seguían el esquema del baño árabe de vapor, con su vestíbulo, salas abovedadas distribuidas en zona fría, templada y caliente, y todos los elementos necesarios para la conducción de aguas, calentamiento y servicio. Su utilitaria estructura, retomaba principios de la arquitectura musulmana, como los muros gruesos y las escasas aperturas o las compactas bóvedas y cúpulas con sus tragaluces abocinados en forma de estrella, capaces de filtrar la luz y encerrar el vapor, muy similares a los que aún se conservan en el Bañuelo del Albaicín (Granada, siglo XI). Las sencillas arquerías de arcos ultrasemicirculares, levemente en herradura, sustentadas por columnas abandonan los capiteles trepanados que son sustituidos por capiteles troncocónicos de una límpida desnudez sobre suelos de pavimento cerámico vidriado, cerrados por encaladas y nítidas paredes blancas.
 
 
GABINETE DE VESTIGIOS
 
Entre las primeras manifestaciones escultóricas del siglo XIII valenciano, las tumbas funerarias adquieren un alcance especial. Mal conservadas, apenas fotografiadas, arrinconadas algunas de ellas en espacios subsidiarios de los templos, el valor artístico de sus efigies es innegable, como lo es el literario y epigráfico plasmado en sus laudas sepulcrales, vestigios en todo caso que confían a la representación escultórica y a la escritura el legado de la memoria.

En el entorno de la catedral de Valencia, la tumba del obispo Jazperto de Botonach (1276-1288), cuarto obispo de la sede valenciana, y en particular el rostro de la estatua yacente del difunto, centra la atención por su temprana incursión en el ámbito del retrato. Tal es así que cuando contemplamos la humana belleza de los rasgos faciales o la dignidad gestual que destella el rostro, de inmediato traemos a la memoria los atributos encomiásticos -insólitamente mundanos- narrados en el epitafio de su tumba: “elegante, alegre, hermoso, generoso”. Noble gerundense, amigo personal del rey Jaume I, Jazperto de Botonach fue tempranamente abad de la iglesia de San Félix y sacristán de la catedral de su Gerona natal. Jurista experto, tuvo una alta reputación como abogado y consejero de la corona, interviniendo en la controversia con el papado y la cruzada francesa contra Aragón. Preconizado para obispo de Valencia durante su estancia en la corte papal de Viterbo, mostró gran agilidad en la convocatoria de sínodos y puso especial empeño en acabar con las disputas que originaba la financiación de la catedral. Fue hombre de letras. El erudito y médico Arnau de Vilanova le dedicó, en carta introductoria, su De improbatione maleficiorum.

La estatua yacente de su tumba debe considerarse una de las expresiones más elaboradas del temprano arte sepulcral valenciano. Empotrada la tumba en el muro de una antigua estancia, actualmente oficina del penitenciario en la capilla de san Vicente Ferrer, posiblemente fue trasladada de su emplazamiento original al actual cuando la remodelación neoclásica de finales del siglo XVIII. Allí, la urna de piedra con el epitafio descansa sobre dos sencillos cuerpos superpuestos ornamentados con arquillos apuntados. Encima y ligeramente inclinada hacia el espectador, la estatua yacente de Botonach, con restos de policromía, se exhibe vestida de impecable pontifical, con la cabeza descansada en un cojín, embutida en la mitra, descubriendo una distinguida superficie facial, de suave modelado. La amplia capa pluvial que lo cubre, con profundos y nada acartonados pliegues, dejando ver los pies, con un atildado calzado, nos alerta de su alta e inusual precisión escultórica, ante la cual es difícil sustraerse a la idea de estar ante un controlado retrato del obispo. Basta compararla con la coetánea estatua yacente del deán de la catedral de Valencia Ramón de Ballestar, en el tránsito al aula capitular, del año 1289, de similar composición, pero de un modelado menos pulido, levemente matizado; o también con la de Fray Andrés de Albalat (1248-1276), tercer obispo de la diócesis valentina, la cual a pesar de las continuas remodelaciones que fue objeto su tumba y del tosco caleado que aun conserva –presumiblemente de la remodelación de finales del siglo XVIII-, presenta la efigie del prelado, recostado y con báculo, con un elemental tratamiento escultórico de escasa expresión fisionómica.

Flanqueada por cuatro escudos esculpidos se despliega el mencionado epitafio de la tumba de Botonach, en versos leoninos, de infrecuente extensión:

  • P(re)sul Iasp(er)t(us) iacet hic iurista dis(er)t (us)
  • Lector sis c(er)t(us) vixit sine labe rep(er)t(us)
  • Annis millenis octo sim(u)l octuagenis
  • Inde ducentenis te(m)porib(us) de ordi(n)e plenis
  • Ap(r)ilis nonas t(er)no num(er)u(m) sibi ponas
  • Sa(n)cti Felicis Abbas laudand(us) amicis
  • Sic eras u(n)de fuit i(n) de sac(r)ista Geru(n)de
  • I(n)de valentin(e) sedis pastor medicine
  • Utrosa vir tutis gregib(us) dans dona salutis
  • Pulxer formosus larg(us) let(us) gen(er)os(us)h
  • Q(ue)rere d(e) gen(e)re sivis d(e)sce(n)dit a quo
  • D(e) Cast(r)o genitrice Novo pat(r)e d(e) Botonaco
  • Presbíteros q(ue) duos altare q(u)od edificavit
  • Magdalena tuos statuit qua(m) se(m)p(er) amavit
  • Ca(n)dela(m) statuit divine mat(r)is honori
  • Totu(m) se t(r)ibuit D(omi)ni subiect(us) amor
  • Req(u)iescat i(n) pace Amen Dic pater n(oste)r pro a(n)i(m)a sua

Procedente del antiguo monasterio de San Agustín, la arqueta funeraria de Fray Guillem de Salelles, conservada en el Museo de Bellas Artes de Valencia y fechada el 4 de mayo de 1310, nos sitúa en una nueva dimensión de la escultura funeraria. La efigie del difunto, esculpida en piedra azulada, se cubre por un denso hábito de pliegues vigorosos, con tiesas arrugas facetadas (impresión acentuada por los actuales apliques de papel protector) que alcanzan la cabeza y deja entrever parcialmente el rostro hasta la frente, joven aun, con los ojos cerrados y ligeramente ladeado. Es posible que estemos ante un retrato del difunto, obtenido a partir de una mascarilla post mortem, aunque a juzgar por la dulzura, sosiego, de su delicada expresión facial, recortada –y amplificada- por la mortaja del hábito, sugiere antes una representación, una mímica visual, de la aspiración a la santidad.

El monumento funerario que lo cobijaba -tal como se encontraba en el siglo XIX, en la sacristía de la iglesia- tenía una mayor complejidad en su composición arquitectónica que los modelos conservados del siglo XIII, con la urna cineraria colocada en posición más alta que un simple sepulcro, sustentada por columnillas sobre animales. La inscripción funeraria, escueta y precisa, nos presenta al difunto, como fraile religioso y devoto, fundador y constructor del monasterio: Hic iac(et) religios(us) ac devot(us) vir frat(er) G(uillelmus) de Salelles fundator (et) edificator huiu(us) monast(er)ii s(an)c(t)i Aug(ustin)i q(u)i obiit IIII nonas madii anno D(omi)ni MºCCCºXº cui(us) a(n)i(m)a req(u)iescat in pace Amen. Algunos cronistas de la orden, como el padre Jordán en el siglo XVIII, quisieron ver la presencia de agustinos en las propias huestes del rey conquistador, aunque posiblemente la fundación del convento no se produjera al poco tiempo de la entrada en la ciudad de Valencia, sino algo más tarde. Hoy en día se acepta esta fundación hacia 1281, fecha que encaja mejor con la biografía de Salelles, provincial de la orden al menos desde 1298, que, tal como se recoge en la inscripción, pudo ser perfectamente el impulsor de la fundación y construcción del convento.

Verdaderos hitos pétreos, modelos de un arte elitista y culto, que deposita en selectivas caligrafías epigráficas la supervivencia biográfica del difunto, la nómina y calidad de laudas sepulcrales trecentistas es considerable. En ocasiones la belleza y magnificencia otorgada a este vocabulario monumental excede al de la representación escultórica de la efigie. Es el caso de la mencionada arqueta funeraria del deán de la catedral de Valencia Ramón de Ballestar, uno de los primeros deanes de la catedral, presumiblemente el que fuera también rector de la parroquia de Santa Catalina de la ciudad de Valencia entre 1252 y 1261, y contribuyente de diezmos para la cruzada en los años 1279 y 1280. Conservada en el pasillo de acceso al aula capitular, recoge acaso uno de los más bellos epitafios por sus pulcras letras, fijadas con preciosismo miniaturista en brillante mármol blanco. La inscripción epigráfica fechada el 19 de noviembre de 1289: “An(n)o D(omi)ni Mº CCº LXXXº nono XIIII k(a)l(endas) dece(m)br(is) obiit R(aimundus) de Balestar, decan(us) Valent(iae) cui(us) ani(m)a req(u)iescat i(n) pac(e)”.

Fuera de la catedral, la lauda sepulcral de la familia Albero guardada en el Museo de la iglesia de San Juan del Hospital, nos traslada a los primeros años de la conquista, al proceder de la conocida capilla del rey don Jaime, la capilla funerario-hospitalaria situada en el patio del cementerio del templo.

Adosada a uno de sus muros, adopta la fórmula mixta de epigrafía y figuración escultórica. De composición trapezoidal, la inacabada y por tanto esquemática crucifixión, con figuras silueteadas y sin desbastar, troqueladas sobre un fondo neutro, ofrece un inesperado acabado non finito que amplifica las sutilezas caligráficas del epitafio, con restos cromáticos. Se trata de un sepulcro para varios miembros de la familia Albero, Eiximeno de Alvero fallecido en 1261, su hijo del mismo nombre (+ 1280), el caballero Diego de Alvero (+ 1285) y Lupo de Alvero (+ 1298). Oriunda de Aragón, la familia de los Albero, emparentada con otros nobles aragoneses, había contribuido a financiar la campaña militar del rey don Jaime, participando activamente en la conquista.

La inscripción:

  • ANNO DOMINI MCCLX VIII IDUS IANUARI, EXIMINUS DE ALVERO, MILES, AB HOC SECULO TRANSMIGRAVIT
  • ANNO DOMINI MCCLXXX PRIDIE KALENDAS MADII, EXIMINUS DE ALVERO, FILIUS PREDICTI EXIMINI, VIAM UNIVERSI CARNIS INGRESIT
  • ANNO DOMINI MCCLXXXV, DIEGO DE ALVERO, MILES, XIX KALENDAS SEPTEMBRIS DECESIT
  • ANNO DOMINI MCCXCVII V IDUS MARCII, LUPUS DE ALVERO, OBIIT
  • QUE QUORUM SUPERIUS DEFUNCTORUM REQUIESCANT IN PACE

Una de las más arraigadas tradiciones asociadas a los primeros años posteriores a la conquista de la ciudad de Valencia y que fue compartida por la memoria de la ciudad hasta el siglo XVIII, es la que refiere la milagrosa llegada por el río Turia de una imagen de Cristo crucificado, que se venera desde 1250 en la parroquia del Salvador. El arcediano Ballester, en el siglo XVII, fue sin duda su más activo valedor histórico: “La más recibida opinión –escribía en 1670- es la que asegura que esta santa imagen vino por el mar Mediterráneo y embocando por nuestro río, para que fuese más soberano el prodigio subió la imagen contra la corriente de las aguas hasta pararse en el río…se engrosaron las cristalinas aguas, … advirtieron no sin espanto en medio de las vertientes un bulto como de figura humana. Temieron fuese imaginación fomentada por el miedo, pero cargando la atención al espectáculo, reconocieron ciertamente ser una devotísima imagen de Jesucristo”. La imagen, una vez en la ciudad de Valencia, fue conducida por dos veces a la catedral, a la capilla conocida como de la Pasión de la Imagen, pero la tradición insistiría en su milagrosa desaparición, para ubicarse en el lugar que ocupa la iglesia del Salvador, lo que fue interpretado como firme voluntad de quedarse en esta iglesia.

La historia del Cristo crucificado del Salvador, hunde sus orígenes en la tradición oral gestada en los años de consolidación urbana y religiosa de la ciudad de Valencia tras la conquista. Así fue percibido por algunos cronistas. Escolano a principios del siglo XVII señalaría: “el modo cómo fue traido este devotísimo crucifixo después de haverse parado en el rio, no hay escriptura authentica que lo diga, y nuestros padres que lo oyeron a sus pasados, lo cuentan de diferentes maneras”. Fueron sin duda estas objeciones las que alentaron a Ballester a refrendar la historia de la imagen y a atribuirle a su vez unos orígenes aún más portentosos. En su texto hay un erudito empeño por asociar la imagen del Cristo del Salvador a la conocida leyenda del llamado Santo Cristo de la ciudad de Berito (Siria), una imagen que según se conserva en sermones como el del obispo Atanasio de Siria, había sido hecha por el propio Nicodemo. Su justificación se basaba en la existencia de un retablo en la capilla de la catedral, mandado hacer por el propio obispo Albalat, “en el qual oy vemos pintado en tres cuadros y tablas de él, la historia de Berito con todas sus circunstancias: Echada la imagen en el suelo, dentro de una sinagoga, expresados los oprobios de los judíos y últimamente la lançada y el manar a su golpe sangre y agua, y pintada también la grande hidria o vaso, … y en el quadro de la parte del evangelio está pintado el milagro del paralítico que fue el primero con que hizieron la experiencia los judíos de la virtud de aquella sangre, y en el quadro de la parte de la epístola está pintado como el obispo bautiza a los judíos…”. El retablo retirado en el año 1745, cuando la capilla se dedicó al Buen Ladrón- , y cuyo grabado publicó Ballester en su libro, pretendía ser la representación de la historia de la imagen de Berito, ultrajada por los judíos hacia el año 765, los cuales, al traspasarla, recogieron la sangre y el agua que manó del costado, operándose el milagro de sanar a los enfermos congregados en la sinagoga. La imagen se guardó en Siria hasta que fue maltratada y arrojada al mar por los moros en fecha que Ballester busca con empeño situar hacia 1250, para hacerla coincidir con la llegada a Valencia de este Cristo.

La intensa devoción por la imagen del Cristo del Salvador motiva a su vez comentarios que interpelan y exaltan la naturaleza estética de su talla: una escultura románica mirada y vivida, desde la sensibilidad religiosa y también desde la fascinación cultural de su tiempo –los siglos XVII y XVIII-. Ballester, al describir el añadido posterior del brazo derecho de la escultura del Cristo arribada a Valencia, tras los avatares sufridos en su largo periplo mediterráneo, protestaría: “jamás acertaron a hazer cosa que igualase con los deseos o con las esperanças y con lo que requería tan soberana hechura faltando a la proporción y simetría en todas las dimensiones… escogieron el menos disforme y tiene desigualdad, improporción y disonancia”. Otro cronista, Ortí y Mayor dejaría en 1705 una minuciosa descripción del Cristo del Salvador, absorto por el patetismo del rostro o por el vigor descoyuntado –cóncavo- de su anatomía: “Su divino rostro infunde temor y afecto a un tiempo mismo, naciendo ambos de lo lastimoso. Su venerable barba se ve poblada y crecida. El cabello tendido y largo, bien que natural y sobrepuesto, así en la barba como en la cabeça. El pecho y la parte de las espaldas que corresponde con este conoce cóncavo y vazio. La toalla que le cubre desde la cintura hasta cerca de las rodillas es de madera también, aunque con un betún algo blanco para que parezca lienço y con un perfil dorado en las extremidades. La herida de su divino costado tan reciente y viva que con lo fresco parece desacredita lo antiguo… Sus sagrados pies se miran traspasados con uno de los tres clavos… el color en su divino cuerpo es natural, aunque algo tostado, pero en su sacro semblante es entre moreno y verde y en fin tiene inclinada azia el derecho lado su cabeça…”

La leyenda del Cristo de Berito asociada a la imagen del Cristo del Salvador, fabricada pero también vivida y objeto de exaltado culto y rito, depósito de valores afectivos e identificación colectiva desde los tiempos fundacionales de la ciudad de Valencia, tocó a su fin con la revisión crítica de la historia eclesiástica del siglo XVIII. Los hermanos Villanueva la cuestionaron, si bien no dejaron de reconocer “que contra la sólida devoción de los pueblos nada influyen las controversias históricas sobre el origen de las imágenes; en las quales quiere la Iglesia que veneremos, no lo que son en si, sino lo que representan y que prescindamos de todas las circunstancias históricas sobre su origen y portentos (…). “Esta imagen y su fiesta –concluían- no tuvieron otro origen que la devoción de esta ciudad y sus obispos”. Con menos contemplaciones se pronunció en 1855, Vicente de la Fuente en su Historia eclesiástica de España: “Son tantas las efigies fabricadas por Nicodemus, y venidas por agua a España, durante esta época, que solamente subidas por el Ebro contra la corriente, hay hasta tres, una en Balaguer, otra en el Pilar de Zaragoza, y otra en Tudela. Igual tradición conserva la iglesia de Valencia respecto al célebre Cristo de San Salvador”.

Las huellas de la escultura monumental repartidas por cestas de capiteles, frisos de impostas de portadas y, en menor medida, copas de fuentes, alguna bautismal, permiten acercarnos al primer repertorio de imágenes escultóricas al que debieron acceder los habitantes de ciudades y villas del nuevo reino de Valencia. Por lo general de humildad artística, visibles desde el exterior de los templos, aptas para todos los públicos, no necesariamente iletrado, capaces de suscitar emociones a través de su escogida mímica visual, de sus ilustraciones narradas y ambientadas sin palabras, debieron de ser eficaces instantáneas de fácil rememoración oral y doctrinal. Funcionalmente colocadas en el exterior de los templos, eran a su vez un reclamo, magnético y eficaz para un público ambulante, atrapado y obligado a mirar el espectáculo único de sus escenas. Por ellas discurren las condensadas escenas del Génesis y Éxodo de la portada del Palau de la catedral; las hagiográficas de la iglesia de San Vicente de la Roqueta; las del Nuevo Testamento de la iglesia de monasterio del Puig, con sus pormenorizadas bodas de Canaá, resurrección de Lázaro, o beso de Judas, entre otras; las del Antiguo y Nuevo Testamento de la iglesia de San Mateo en Castellón, sin olvidar la excelente Natividad del capitel/pila bautismal de la iglesia de San Félix de Xàtiva.

Los capiteles historiados de la portada románica de la iglesia parroquial de San Mateo (1257 aprox.), a través de su tosca impronta escultórica, constituyen óptimos ejemplos de una destreza artesanal atenta a la fervorosa pero también exigente mirada de una concurrencia necesitada de reclamos, guiños, acordes con un verismo crudo y espontáneo, generosamente cotidiano, que primero complace y luego adoctrina. Sus atrofiadas anatomías, de cabezas macrocefálicas y enjutos cuerpos adaptados de modo pueril al marco del capitel, abundan en un modelado primitivo, necesitado del dibujo inciso para definir rasgos faciales, costillas o peinados. Pero por encima de ello, hay en estos capiteles efectistas recursos figurativos. En la tentación de Adán y Eva, entre esquemáticos brotes de árboles –el de la fruta prohibida con la serpiente enroscada divide la dos caras del capitel-, asoma el bronco realismo de su desnudez corporal, con una procaz hoja de parra y la cabeza engalanada con esmero. Los rostros se dirigen atentos al espectador y sus semblantes adoptan chocantes rasgos contemporáneos: él con peinados cabellos y acicalada barba, ella con toca anudada a la barbilla. En el siguiente capitel, el grupo del banquete de Herodes, con figuras prolijamente detalladas en sus indumentarias, la representación de la mesa con la bandeja que porta la cabeza del Bautista se vuelca frontalmente -con audacia visual antes que perspectiva- a la mirada del espectador.

La pila de agua bendita que flanquea la entrada de la iglesia de San Félix de Xàtiva nos sitúa en un ámbito diferente, presidido por la alta calidad de su proceder escultórico. Considerada una de las primeras piezas llegadas a la ciudad de Xàtiva poco tiempo después de la conquista de la ciudad, Jaime Villanueva en su Viage literario a las iglesias de España (1802), daría una primera valoración de la misma: “lo más notable que hay en este templo”, apuntando que podía tratarse de una pila excavada en un capitel, afirmación que ha venido repitiéndose desde entonces. La importancia que le concedió Villanueva viene puesta en evidencia por el descriptivo grabado que le dedicó. Tormo a su vez la consideraría “la más notable de su tiempo en tierra valenciana”. Sobre un pie o pequeña columna de fuste entorchado, parte la copa marmórea de la pila, más bien capitel, troncopiramidal, en cuya base un collarino sustenta un pequeño friso de decoración geométrica y una guirnalda de pámpanos y racimos de vid sobre la que se disponen las figuras. La imaginería de la Natividad recurre a una puesta en escena compleja, donde el grupo del Niño con San José y la Virgen, adorado por un pastor acompañado de tres corderos, una representación de la Virgen de la Leche y un ángel anunciando el nacimiento a otro pastor, evolucionan, apiñadas y contorsionadas, en espiral, en un amplio campo visual sin hiatos. Datada a fines del siglo XIII, a pesar de los rasgos compendiados de las figuras, hay ya en ellas un modelado plásticamente voluminoso que desborda el marco de la pila o capitel prácticamente anulado por su abarcadora composición.

En el mapa de los objetos que prestan significación cultural a los primeros tiempos de la Valencia medieval figuran las representaciones de animales monstruosos. Leviatanes, grifos y dragones de cabezas alargadas, animales fabulosos de misteriosa identidad, suscitan la impresión de encontrarnos ante una enigmática zoología, un fascinante repertorio adaptado a los más diversos lugares y soportes de templos y claustros. En tanto imágenes diabólicas, testimonios del pecado, contrafiguras de la morada celestial, saltan a nuestra mirada encaramados a arquivoltas, cornisas o gárgolas de templos. Guardianes mudos de una memoria locativa, el desparpajo de su presencia nos advierte de la remota génesis del monumento, ahora ya irremediable palimpsesto. Los vemos incorporados –con la figura demoníaca del bíblico Leviatán- en lo alto de la portada del Palau de la catedral de Valencia; mirándonos con serenidad terrorífica en los canecillos de los aleros de las primeras construcciones del conjunto de San Juan del Hospital; o mutados en desafiantes y a la vez funcionales gárgolas, acurrucados y con estiradas gargantas, en los ángulos de la fachada del Palau de la catedral, en el muro norte de San Juan del Hospital o en el ábside de la parroquial de Burriana. También se expanden por capiteles de portadas, como los de la iglesia de Santo Tomás de Valencia de finales del siglo XIII, desmontados en 1864 y trasladados al Museo de Bellas Artes. Expuestos actualmente tres de sus capiteles en el claustro, aun nos asombran sus fantásticas aves y serpientes atrapadas en lazos vegetales. En el mismo claustro del Museo, se conserva la taza de una fuente, anónima y probablemente del siglo XIII, tal vez la muestra más elaborada del conjunto, con sus mascarones de horrorizados rostros, irremediablemente atrapados en las fauces de extraños dragones, con tortuosos cuellos, cuerpos escamados con alas de pluma, patas con pezuñas.

Signos de autenticidad, que validan la autoridad y el carácter original de la escritura en el pergamino, los sellos en cera, tanto de cancillería reales como de obispados, cabildos catedralicios y consejos municipales, con su escogida selección de imágenes icónicas de reyes, obispos y ciudades, insertos en matrices ovaladas y circulares, aportaron tempranamente una sólida imaginería apta para construir en el tiempo memorias y pasados encomiásticos del lugar.

El sello del rey Jaume I sedente, conservado en el archivo de la catedral de Valencia, es fiel reflejo de un tipo figurativo regio, extendido en diversas cancillerías europeas y es uno de los siete ejemplares de sello de Jaume I que se conservan en el archivo de la catedral. Se trata de un sello pendiente, desprendido de la documentación original, con una cronología que oscila entre 1254 y 1270. Realizado en cera roja, como era habitual en la Cancillería Real de la Corona de Aragón, responde al tipo de sello efigiado mayestático, implantado en los sellos españoles con el monarca Alfonso VII de León (1105-1157), de quien se conserva uno de los ejemplares más antiguos (1146). Su modelo seguía el empleado por los emperadores del Sacro Imperio Romano-Germánico como Otón III (979-1002) o monarcas franceses e ingleses. De acuerdo a estos modelos, el sello de Jaume I tiene matriz circular y representa al rey sentado en majestad en un trono de elaborada ebanistería que abandona la escueta banqueta con almohadón y escabel para los pies. La apostura regia de Jaume I abunda en el pormenor: la corona de ancho aro con tres pináculos; un largo cetro terminado en florón en la mano derecha, y en la izquierda el globo del mundo; la túnica abotonada y ceñida hasta los pies y un manto que cubre los hombros. La separación de rodillas, en una actitud habitual en los sellos de la época, carece ya de la exagerada composición en V, propia de los primeros sellos, y permite mostrar las piernas en paralelo de un modo más realista, con intensa caída de pliegues.

La meticulosa composición del trono hace que el sello de Jaume I despunte por encima del tipo estándar empleado en las cancillerías del siglo XIII. El ancho respaldo lo ocupa una tupida decoración romboidal de redes entrelazadas que albergan escudos reales, mientras que las patas de la silla semejan columnas helicoidales, acaso un rasgo de salomonización monárquica que también puede estimarse en sellos próximos en el tiempo, como los del rey Federico II Hohenstaufen. En el anverso, el rey se sitúa a caballo, galopa precedido de una estrella y lleva una corona con lambrequines, lanza con bandera y escudo. El eco figurativo de la composición regia sentado en majestad tuvo una larga estela. Sirva de ejemplo la estatua sedente de Salomón en la fachada norte de la Lonja valenciana, o el más directo y corográfico retrato de Jaime I realizado en el siglo XVII, en el momento de la conquista, ante las murallas de la ciudad de Valencia, representado en las pinturas anónimas de la Sala Dorada del palacio de los Condes de Cocentaina (Alicante).

A su vez, en la interesante colección sigilográfica que guarda el archivo de la catedral de Valencia encontramos sellos de cera que nos remontan a las imágenes de sus primeros obispos o a los íconos marianos de su cabildo catedralicio. Muchos de ellos aún siguen pendientes de los documentos que certificaron, como los dos sellos que cuelgan de un pergamino fechado el 13 de agosto de 1277, con instrucciones al arcedianato de Morvedre y Alzira. En ellos, se representa por un lado al obispo Jazperto de Botonach, con clara inscripción alusiva: S.JAZPERTI DEI GRA EPI. VALENTINI, en una esquemática figuración frontal en la que se distingue el báculo y el otro al cabildo con su correspondiente referencia SSIGILLUM CAPITULI VALENTINI, ejemplificado con una Virgen sedente con el niño.

Pocos objetos como el primitivo sello de la ciudad de la ciudad de Valencia, con su microarquitectura encastillada sobre ondas de agua, logran impregnar elaboradas construcciones históricas y gráficas, en las cuales se derraman poéticos afectos –no exentos de autocomplaciencia- por el lugar, la ciudad de Valencia. La historia de la mixtificación de las bondades acuíferas de la ciudad de Valencia con su temprano sello corporativo, hay que buscarla en la loa urbana que pronunciara Alonso de Proaza (ca. 1445-ca. 1519), clérigo, bachiller en artes y destacado humanista, en un poema castellano incluido al final de su composición latina, la Oratio Luculenta laudibus Valentia, dedicada a los jurados de la ciudad y leída ante el claustro universitario en 1505. La frase de Proaza -“Valencia, en mejor suelo del mundo, en mejor sitio fundada, de ríos, fuentes, lagunas, de estanques y mar cercada, como Venecia la rica, sobre aguas asentada”- recogía un tema que ya habían estado presentes en los historiadores árabes y medievales como Eiximenis, en referencia a la ciudad y a sus fértiles huertas regadas por el río Turia y sus acequias. Era además una elaborada exégesis humanista, atenta a la preceptiva de la retórica encomiástica latina, en concreto de la alabanza a la ciudad de Roma basada en la benignidad y cercanía de sus aguas cristalinas en ríos, lagos y mares, la cual trasvasaba con calidad literaria a la ciudad de Valencia.

La deuda de Valencia con el agua cuajaría firmemente en el imaginario colectivo de los habitantes de la ciudad durante la época moderna. No obstante, la prosa literaria de Proaza estaba necesitada aun de una genealogía y de una imagen que permitieran pensarla y argumentarla desde una ceñida memoria histórica del lugar, en concreto del asentamiento o fundación de la propia ciudad de Valencia sobre aguas. Este nuevo énfasis histórico y gráfico correspondió a Pere Antoni Beuter, quien en la edición valenciana de 1538 de su Primera part de la història de València…, incluyó una expresa referencia escrita a la fundación de la ciudad de Valencia sobre las aguas y, sobre todo, fijó esta imagen en la del antiguo escudo, primeras armas, de la ciudad: una ciudad amurallada y torreada que gravitaba sobre ondas de aguas. Años más tarde, en la edición castellana de 1546, magnificó esta referencia al escudo de la ciudad en la portada. Beuter sería, pues, el creador del mito histórico de la Valencia sobre aguas, al fusionar, retórica y gráficamente, los momentos fundacionales de la ciudad valenciana con uno de los paradigmas latinos de la urbs ideal, como era el de la abundancia de aguas cristalinas. El escudo, presumiblemente se había utilizado durante el siglo XIII y primera mitad del siglo XIV, hasta que en 1377, tras una disposición del Consell Municipal, se ordenó sustituir los escudos de edificios y formas de ciudad, por el de la señal real y barras rojas y amarillas. Sin embargo, el escudo de la ciudad sobre aguas estaba aún presente en Valencia y podía verse tanto en documentos municipales como en los propios edificios de la ciudad.

Uno de los ejemplos conservados más tempranos es el que pende del pergamino catedralicio, de 27 de mayo de 1312, documento que versa sobre una notificación del justicia de Valencia al común de Génova en relación con el hijo de Roger de Lauria. Es un sello pendiente de cera casi negra, con reborde en forma de caja circular. Tiene los elementos característicos de esta divisa, una ciudad amurallada con cuatro torreones y uno central más elevado sobremontado por una cruz, y las aguas que se indican con líneas onduladas. Su leyenda, S. CURIE ET CONCILII VALENCIE, expresa las dos principales atribuciones ciudadanas, regir la colectividad por el Consell y administrar la justicia en la corte.

En el siglo XVII, este microcosmos de la ciudad de Valencia construido por Beuter terminaría por construir a los valencianos. Se deposita en esta imagen, con un alto valor metonímico, un denso sentimiento histórico de lugar, de valores patrios. Prolifera su imagen en la portada de la Lithologia (1653) de Vicente del Olmo, los jeroglíficos de las justas inmaculistas (1665), la portada de los Anales y Crónica de Aragón de Uztarroz (1663), el atlas de Blaeu,(1672) o, muy especialmente, señorea en la mixtificación literaria de las Trobas de Mossen Febrer, certificando -antes que una realidad histórica- la fabulosa representación histórica en la que quisieron verse los valencianos de su tiempo : “De les moltes aygues; ab que no es impropia, La Divisa antiga, en lo camp d’argent, Una ciutat bella sobre aygua corrent”.

 

 

[1] BEUTER, P.A., Segunda Parte de la Cronica General de España, y especialmente de Aragón, Cataluña y Valencia, Ioan de Mey, 1551, capítulo XXXX

[2] TOMIC, P., sobre las Histories e Conquestas de Cathalunya, escrita hacia 1438, pero publicada en Barcelona, 1495 (edición facsímil, 2003) Capítulo. 38, Fol. 43 v

[3] TURELL, G., Recort, escrito hacia 1476, editado en Barcelona en 1950 por Enric Bagué, repite prácticamente a Pere Tomic, fol. 60., “e en poch temps haguè la ciutat de Valencia e les mes parts del regne e feu poblar la ciutat de mil fadrines e dones que y feu anar de Leyda e de Urgell e a totes donà marit en la ciutat”

[4] Sumari d’Espanya, Manuscrito de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial , Ms Y-111-5, de fines del siglo XV. Citado por CORTADELLAS, A., Repertori de llegendes historiografiques de la Corona d’Aragó, Curial, 2001, p. 88. fol. 37v., Repoblació de Valencia amb mil donzelles de Lleida i Urgell

[5]GARCÍA MERCADAL, J., Viajes de extranjeros por España y Portugal, 2000, Tomo I, Texto de Enrique Cock, “Hay en memoria de este hecho aún en la iglesia mayor catorce cabezas de los siete casados, como dice Beuter, que habían tenido cargo de las dichas doncellas de traerlas de Lérida a Valencia”

[6] ESCOLANO, G., Décadas de la Historia de la insigne y coronada ciudad y reino de Valencia, 1610, Libro Primero, capítulo 20, fol. 168

[7] OLMO, J.V., Lithologia o explicación de las piedras…, 1653, p. 184

[8] ESCLAPÉS, P., Resumen Historial de la fundación i antigüedad de Valencia, 1738, p. 47

[9] TEIXIDOR, P., Antigüedades de Valencia, 1767, ed. facsímil, T.I., p. 230

[10] BOIX, V., Historia de la ciudad y Reino de Valencia, Valencia, 1845, p. 147

[11] SANCHIS SIVERA, J., La catedral de Valencia, 1909, p. 74

[12] SERRANO, T., Fiestas seculares del Tercer siglo de la canonización de San Vicente Ferrer, 1767 p. 181 y ss

[13] El insigne cronista Francisco DIAGO en sus Anales del Reyno de Valencia de 1613, libro siete, capítulo 55, folio 367, coluna segunda, fue el primero en insistir en la importancia de esta inscripción. Aunque a partir de ella, Esclapés, Teixidor, Orellana citan como se emprende la fábrica de la catedral el 22 de junio de 1262 en época de su tercer obispo Fray Andrés de Albalat

[14] Descripcion del edificio material , el principio que tuvo i el estado que oi tiene, manuscrito del siglo XVIII, de la Biblioteca Histórica de la Universitat de València, nº307

[15] PAHONER, J., Recopilación de Especies Sueltas Perdidas, Primer Tomo, 1756, fol. 33, en el Archivo de la Catedral de Valencia

[16] BURNS, H., El Reino de Valencia en el siglo XIII, Valencia, 1982

[17] BEUTER, P.A., Segundo Libro de la Crónica… opus cit., Cap. XXXXI

[18] GÓMEZ DE MIEDES, B., Historia del rey Don Jayme, Libro XII, cap. 3

[19] Archivo de la Catedral de Valencia, Pergamino 5987

[20] Archivo de la Catedral de Valencia, Pergamino nº440

[21] TORMO, E., “La catedral gótica de Valencia” Actas del tercer Congreso de Historia de la Corona de Aragón, Valencia, 1923, Tomo 1, pp. 1-56

[22] CID PRIEGO, C., “La porta del Palau de la catedral de Valencia”, Saitabi, 1953, pp. 73-120

[23] LÓPEZ GONZÁLEZ, C., et al., La iglesia de san Miguel de Foces, historia y arquitectura, UPV, Valencia, 2007

[24] Las escenas descritas por ROQUE CHABÁS, R., “Iconografía de los capiteles de la Puerta de la Almoina en la catedral de Valencia, Valencia”, 1899

[25] GAUNA, F., Relacion de las fiestas celebradas en Valencia con motivo del casamiento del rey Felipe III y Margarita de Austria, 1599

[26] Estas referencias aparecen claramente citadas en el libro de SANCHIS SIVERA, J., La catedral de Valencia, Valencia, 1909

[27] “queda por agora y para siempre muy desenta y desocupada haviendole quitado aquel pilar de en medio quedando dicha puerta tres palmos o mas de altaria y quadrada por lo alto della, no tubiendo vuelta ninguna que paresse que esta en el ayre tan alta y ancha como está.”

[28] Archivo Catedral Valencia, signatura: 1390, Libros de Fábrica, año 1599

[Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer, “Traer a la memoria”, Traer a la memoria. La época de Jaume I en Valencia, Valencia, 2008]