Yolanda Gil Saura
En el Museo de Bellas Artes de Castellón se ha inaugurado una exposición titulada “Arquitectura Año 0”, está enmarcada dentro del ciclo de actos del denominado Año Jaume I por lo que su temática se inscribe en la arquitectura valenciana del siglo XIII. Pero el objeto de estas líneas es la colección de fotografías que sirve de prólogo o de primera parte a esa muestra. Se trata de una selección de fotografías realizadas expresamente por Joaquín Bérchez en torno a las cuales se ha desarrollado una labor de investigación en la que ha colaborado Mercedes Gómez-Ferrer.
Su título es “Traer a la memoria”. Supongo que cuando se encargan u organizan exposiciones de este tipo el objetivo no es otro que contribuir a la creación de una memoria con unos objetivos u otros, una memoria que siempre es subjetiva y selectiva. El historiador de alguna manera se ve obligado a elaborar los materiales para ofrecer un relato, una narración verosímil, pero el trabajo del fotógrafo es otro, mostrar piezas, fragmentos, reflejos, que más que explicar o contar evocan y por tanto invitan a la construcción de una memoria en la que somos nosotros los encargados de construir el relato.
La imagen más directa e impactante de la exposición es sin duda la de los rostros, siete parejas de hombres y mujeres que interpelan al visitante en cuanto entra en la exposición. Construir la memoria supone evocar personalidades reales o míticas y las de los primeros pobladores del reino en este caso parecen corporeizarse. Siempre habían estado ahí, en la portada románica de la catedral, habían formado parte de cualquier alusión a la conquista fuese científica o fabulada, los estudiosos han dado nombres y apellidos a los primeros pobladores, pero nunca como ahora los habíamos contemplado mirándonos fijamente, cuidadosamente perfilados, maquilladas ellas, tocadas de diademas, trasladando a nuestros días su voluntad de permanencia. Verdaderos retratos independientemente de que sus rostros fuesen “reales” o no ¿podemos imaginar algo más real que estas presencias? Concebidos como una serie, al verlos retratados uno por uno, aislados, caemos en la tentación de buscarles las diferencias, la personalidad, ver en cada uno de ellos a un individuo con una historia propia que nos ayuda a construir una memoria colectiva.
La historia y la memoria está hechas de fragmentos, fragmentos desperdigados muchos de ellos presentes en la exposición a la que las fotografías sirven de prólogo, y sin embargo las fotografías nos obligan a mirarlos por primera vez, casi descubriéndolos, mucho más que las piezas mismas. Un pergamino semitransparente, casi desvaído, al que solamente la mano del historiador y en este caso el ojo del fotógrafo consiguen hacer hablar, una lápida mucho más real en su casi sucia imagen fotografiada que en la pulcritud de la pieza recién restaurada. En otras ocasiones la mano del hombre, del restaurador en este caso, que ha pretendido preservar una pieza, curarla casi a la manera de un médico, nos proporciona una imagen si cabe más moderna, poliédrica, recordándonos que los objetos que contemplamos son objetos del pasado pero sobre todo objetos del presente pues al presente han sido traídos por la cámara.
Por las fotografías desfilan arquitecturas que por su carácter aparentemente inmutable parecen tener la virtud de trasladarnos a ese escenario perdido. El fotógrafo sin embargo nos muestra el paso del tiempo sobre estas arquitecturas y objetos, los orificios, las llagas, las heridas que nos recuerdan que estas imágenes son sólo un reflejo desvaído de lo que fueron y nos devuelven los objetos al presente. Sillares descarnados en los que la ruina se asemeja a una obra en proceso y bóvedas ahumadas que aún parecen retener los ecos de incendios o plegarias. Se nos muestra además el afán del hombre por detener lo inevitable, el afán clasificatorio de unos sillares sobre una portada repintada en un entorno abandonado o la cuidadosa protección de una escultura.
Son imágenes donde la presencia humana pasa voluntariamente casi desapercibida, arquitecturas vacías ante las que las sombras fugaces parecen fugitivos ante la impasibilidad del monumento o intrusos que osan penetrar en un espacio y un tiempo sagrado. Arquitecturas casi inhóspitas por las que el historiador transita con calma cotidiana, ejemplificación de ese desierto de la memoria que necesita ser llenado de objetos. Más que arquitecturas observadas, sus muros semejan rostros que nos contemplan impasibles ante nuestro paso fugaz, mientras el simple espectador pasa de largo, solamente el fotógrafo espera atento y observa.
La historia se construye con documentos, la fotografía transforma esos documentos en pura memoria al hacerlos tangibles, reales. Nos muestra la trama del papel, los finos cordeles recuerdan la debilidad de los hilos que nos atan al pasado, vemos los orificios por los que parece escaparse el tiempo, agujeros de la memoria que solamente la mirada del fotógrafo detiene. Viejos y sucios sellos de cera que otorgaban legitimidad y autenticidad a un documento nos traen a la memoria la imagen arrogante de un rey sedente o de una ciudad torreada. La fotografía recupera el valor de la inscripción en piedra, caligrafías excavadas, tal vez el mejor ejemplo de esa voluntad de perdurabilidad, de detener el tiempo, que en la ciudad pasa desapercibida hasta que el fotógrafo nos obliga a mirarla.
La mirada del fotógrafo es audaz pero discreta en la manera en la cual nos devuelve el fulgor en la penumbra de una pila de alabastro mil veces estudiada y reproducida o la descarnada presencia de un Cristo objeto de veneración, con el gesto torcido, descascarillado y repintado. Nos permite incluso el acceso a esas escenas casi escondidas, refugiadas en un capitel a la vista de todos y sin embargo ocultas. Nos devuelve al presente la imagen de difuntos en su mismo lecho de muerte, que acaban de expirar y a los que nos da la sensación de que aún estamos a tiempo de interrogar. Nos trae imágenes de esa Edad Media fantástica en los seres monstruosos de una taza de fuente o una gárgola. Y por último el fotógrafo nos obliga a levantar la cabeza, a descubrir la luminosidad de una pintura y a detenernos ante un rostro mutilado y por ello irreconocible que una vez más nos recordará que la memoria siempre es el reflejo incompleto y personal de un mundo ya desaparecido.
La memoria está formada casi siempre por fragmentos, por desvaídos reflejos que sólo de vez en cuando aluden a un conjunto más amplio, y eso es lo que nos trasmite el trabajo de Joaquín Bérchez. Fotografías en las que el objetivo de acerca y se aleja, va de lo concreto a lo general y probablemente de la fotografía a la escritura, o tal vez al revés. Las fotografías de Joaquín Bérchez solamente pueden entenderse como una vertiente más del trabajo de un historiador, aunque no exactamente la de un historiador al uso. En el trabajo de Joaquín Bérchez fotografía y escritura tal vez no sean sino diferentes lenguajes en los que manifestar un mismo proceso reflexivo y probablemente por eso ambas vertientes estén ya definitiva y felizmente contaminadas. Estas fotografías rompen las barreras de los géneros fotográficos como su escritura necesariamente ha de romper los historiográficos constituyéndose sencillamente en una fundamentada reflexión en torno a la imagen y la memoria.
[Yolanda Gil Saura, “Avivar la memoria”, Levante, 28/11/2008]