“Dejadme empezar con el comentario de una fotografía, elegida casi al azar entre la estupenda serie de trabajos dedicados a Manuel Tolsá. Me refiero a la titulada La esquina desplegada, tomada en el Hospicio Cabañas de Guadalajara (México), y que es, aparentemente, una de las imágenes menos complacientes de toda la carrera artística de Joaquín Bérchez. Quiero decir que puede parecer decepcionante para un aficionado a la arquitectura enfrentarse a una foto en la que no vemos casi nada salvo dos paredes desnudas, escuetamente enjalbegadas, que se encuentran sin dramatismo plástico formando un ángulo. No hay ahí grandes contrastes luminosos, y apenas se nota en qué lugar preciso se produce esa confluencia de planos, salvo por una ligera sombra vertical que conduce nuestra mirada de arriba abajo (o viceversa) comunicando el zócalo inferior con una cornisa, levemente insinuada, en el extremo superior. Poco más se puede describir excepto la puerta enmarcada que aparece en la parte inferior derecha, un pequeño trozo de pavimento, y una ‘uve’, pretil o paramento, en primer plano, que está intencionadamente fuera de foco. Nuestra precaria memoria acude a buscar precedentes, símiles, analogías, y se encuentra con parientes visuales indirectos, como el Cuadrado blanco sobre fondo blanco, o con los Architektonics, esos prismas de escayola con los que Malevich y sus discípulos jugaban, mediante utópicas maquetas abstractas, a soñar arquitecturas. Sin alejarnos del mismo referente, la foto que comentamos podría emparentarse también con los dibujos y pinturas del ‘suprematismo dinámico’, hechos en la segunda mitad de los años diez, poblados, normalmente, por formas trapezoidales y prismáticas entre las que abundaban las disposiciones en diagonal. Por ahí anda el tema verdadero de esta fotografía: la vertical, que ancla las arquitecturas en la tierra (y también a nosotros, espectadores que tenemos una entidad material), está siendo tímidamente cuestionada por fugas, evasiones formales que nos invitan a un ‘fuera de campo’ perceptivo. Pero no en las cuatro direcciones porque la uve inferior tiene un contrapunto especular en otra, rebajada e invertida, que forma la cornisa pétrea de la parte superior, de modo que todo el espacio blanco central está aherrojado entre un paréntesis terrenal y otro celestial. Sólo caben, pues, los hipotéticos desplazamientos laterales sugeridos por las diagonales que podrían llevarnos a la derecha o a la izquierda, es decir, en las direcciones permitidas por nuestro cuerpo mortal.

Así es como, de un modo sutil, Joaquín Bérchez trasciende la mera abstracción despersonalizada para introducir un matiz existencial. La arquitectura está ahí, como un dato tan potente que casi parece un fenómeno cósmico, pero el ‘punto de vista’, un asunto específicamente humano, y la insinuación de nuestro desplazamiento real en el espacio, rebajan la tensión metafísica del tema e introducen sentimientos y complejos significados latentes. La piedra y la argamasa llegan a parecer ingredientes del universo pasional. ¿No podríamos entender esta obra, también, como un políptico? En efecto: la vertical de la puerta y la del ángulo dividen el rectángulo en tres partes, como si estuviéramos ante una tabla central y dos laterales, y como si todo ello se apoyara en un ‘banco’ inferior (constituido por el zócalo, el pavimento y el pretil angulado) y se rematara con la cornisa superior. Así que nos hallamos ante un trabajo para la meditación (laica o religiosa), como tantas obras maestras de la historia del arte, un lugar para encontrarnos con nosotros mismos en el combate permanente entre la serenidad de lo que permanece y la inquietante percepción de nuestra transitoria fragilidad.

Pero decir esto es insuficiente. No creo que haya nadie entre los grandes fotógrafos de la escena internacional que conozca mejor que Joaquín Bérchez la historia de la arquitectura, y semejante dato, que sería meramente anecdótico en otras circunstancias, posee aquí un valor intensamente revelador. Él sabe bien, por ejemplo, que esa esquina desnuda, con tales marcos de piedra, en un encuadre como ése, causa sorpresa en el espectador avisado, que bien podría esperar allí unas pilastras, o cualquier otro recurso articulador propio de la tradición clásica a la que pertenece, sin duda alguna, Tolsá. Por eso el vacío no es solamente una opción estética del fotógrafo sino algo revelador de la complejidad de un lenguaje arquitectónico cuyo descubrimiento adquiere el doble valor de aparecer como proposición académica y como comentario crítico. La esquina se despliega (por utilizar el término del título) en una dirección múltiple: física y perceptiva, en primer lugar, pero también erudita. A mí me parece que éste es un modo sutil e inteligente de lograr que la historia de la arquitectura se haga más rigurosa y profunda en tanto que disciplina académica sin abandonar por ello una dimensión ‘creativa’ que está muy escondida, desgraciadamente, entre los estudiosos ordinarios. Lo que logra Bérchez no es, por consiguiente, que las arquitecturas que fotografía aparezcan más hermosas, sino algo mucho más interesante: evidenciar la existencia de valores plásticos o iconológicos que habían pasado inadvertidos. La belleza de las tomas es, en parte, una consecuencia de las cualidades del asunto elegido, pero no hay ninguna duda de que la mirada del fotógrafo (con sus peculiares estrategias técnicas) es la que revela (y el término, muy fotográfico, debe ser aceptado con todas sus implicaciones) cosas que estaban latentes hasta entonces y que era preciso descubrir. La cámara de Bérchez inventa y desoculta: lo que es bueno para el historiador lo es para el creador, y viceversa.”

[Juan Antonio Ramírez, “Joaquín Bérchez y la poética de la oblicuidad”, Tolsá. Joaquín Bérchez–Fotografías, Valencia, 2008]

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