Delfín Rodríguez
Al fotógrafo le pasa como al arquitecto, a las fotografías como a las casas. De las primeras siempre nos faltan algunas, de las segundas siempre son deseadas las que no tenemos ni alcanzaremos, nunca terminamos ni de morar en ellas, ni de reconocernos en ellas. Tal vez por eso, los fotógrafos, como los arquitectos, buscan siempre la ausente, la que no está, la deseada. Fotógrafos y arquitectos lo saben y fingen, buscan siempre seducir, imitan el canto de las sirenas, proponiendo engaños, artificios, quieren simular siempre la casa que falta, la fotografía que falta. Saben, de antemano, que a los demás nos faltan palabras e imágenes, para expresar la figura, la luz, la forma, el lenguaje, el silencio, saben que anhelamos esas ausencias y su tarea consiste en el eterno engaño de un vértigo sucesivamente consolado y vuelto a repetir, nos convierten en apariencias de Sísifo. Pero es Eros quien nos representa y él no sabe de moradas ni de imágenes estables, las quiere siempre colmadas, cumplidas, resueltas, con el fin de abandonarlas pronto, de salir de ellas, de dejarlas vacías, huecas.
De este modo, conociendo nuestro deseo por la casa y la fotografía que faltan, los fotógrafos y los arquitectos tienden las redes, las trampas, nos esperan, saben de la luz en el borde de la nada, con leve espesor, y confían pacientes en nuestra salida, buscándonos de nuevo un lugar, una imagen, que nos distraiga de nuestro verdadero destino, el extravío, el exilio de nosotros mismos, el morar en lo abierto, en lo transparente, en el aire, en el sueño por excelencia de Bretón, sinónimo de Eros, es decir el de un imposible fotógrafo o arquitecto, más bien un buscador convulso de casas y fotografías que anhelaba una habitación con la puerta entreabierta, en espera del deseo, y, sobre todo, una casa intensamente acristalada a cielo abierto, a suelo abierto, casi como en el Locus Solus de R. Roussel, en donde Canterel, que sin duda era fotógrafo y arquitecto, aunque no se diga, cobijado bajo un cubo transparente de cristal, tenía su laboratorio, el del hombre que ha expulsado la naturaleza, el lugar perfecto de lo humano, donde se elaboran los cantos de sirena de los fotógrafos y los arquitectos. Es mentira, por tanto, y grande, casi impropia, que la fotografía o la casa sean sólo vivienda o documento. No, son cantos de sirena elaborados en un habitar transparente para que no paremos de buscar, en un eterno vagar sin rumbo. De vez en cuando, los fotógrafos y los arquitectos, al menos algunos, nos invitan a parar, fingen darnos lo que nos falta. Pero son ficciones que acompañan el camino. Dalí, que frente a lo que muchos dicen o piensan, no fue nunca ni arquitecto, ni fotógrafo, ni artista, porque no quiso nunca dejarse seducir ni seducir, lo quiso parar todo, incluso pensó en llenar de yeso líquido la Plaza de la Ópera de Paris, con todo lo que hubiera un día cualquiera con el ánimo de inmovilizar el mundo, la vida, a Eros, y, por si acaso, había pensado trasladar esas imágenes y arquitecturas de yeso al mármol de Carrara. Un personaje que ni siquiera era capaz de seducir con la simulación de que algo nos falta. Hasta la maravillosa Gradiva, relieve de yeso o mármol, fue petrificada por él, además de pedírsela prestada a N. Hanold, el joven arqueólogo que sí descubrió que aquella hermosa joven «avanza». Dalí no, a duras penas fue un habitante de viviendas, un documentalista.
Y he dicho todo esto, porque Joaquín no documenta arquitecturas, ni espacios, ni congela la vida, ni el deseo, ni compone como un historiador del arte, ni es erudito, ni en el detalle, pura piel de las cosas y de la vida, ni en los panoramas. Tampoco sus paisajes, sus luces, sus vacíos, son cosas de la naturaleza, sino del engaño, del canto de sirenas, desvelando en cada fotografía una de aquéllas que nos falta. Incluso sus horizontes son elogio de la línea, no de la frontera entre el cielo y la tierra. La emoción es la de lo ausente, aunque parezca cotidiano, como cuando se arrima a la pared no por voluntad de nuevos encuadres, sino para invitar a rozarnos con ellas, o a acariciar columnas torsas, heridas por el tiempo, o inacabadas por ingrávidas, o como en El Escorial, cuya fachada norte es suelo y la que se eleva es sombra en el edificio, del edificio, como si no existiese, pues ya se sabe que las cosas no reales no proyectan sombras. O tal vez, lo único real sea el suelo de la Lonja, cuya sombra se eleva como un edificio. O las columnas a punto de caminar, bajando, saliendo de una casa para buscar la que les falta. O esos interiores que parecen artísticos y son como bodegones quietos, silenciosos, rarificados, tan normales que desasosiegan, como algunas pinturas de Giorgio de Chirico. Producen estupor en su apariencia cotidiana: de nuevo el canto de sirenas para hacernos salir de la morada, o para esperarnos en un alto de nuestro extravío. O en sus luces: doradas, de atardecer, de amaneceres, nocturnas, del mediodía. Y es que hay fotógrafos, como también arquitectos de casas, que lo son según diferentes categorías, o del amanecer, o de la tarde, o de la noche, de la humedad, de la lluvia, del agua. Estratagemas que sólo son posibles en esos maravillosos engaños o ficciones que son las fotografías y las casas y que sólo pueden imaginarse en el laboratorio inquietantemente humano de Canterel. Y es que sus casas, sus fotografías, no son de los ojos, sino de sus espejos, los de los ojos, siempre dispuestos a tocar para ver la imagen especular, la que parece espejismo, la que falta.
[Delfín Rodríguez, “Joaquín Bérchez. La fotografía que falta”, Espacios comprimidos, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2003]