Joaquín Bérchez, estudioso y fotógrafo

Antonio Bonet Correa

Joaquín Bérchez es uno de los principales historiadores del arte de la universidad española. Catedrático con una gran dedicación docente, de la cual son testimonio fehaciente sus numerosos e importantes discípulos, es un consumado especialista de la arquitectura barroca en España e Iberoamérica. Sus excelentes libros y trabajos de investigación son obras indispensables para el estudio a fondo de uno de los capítulos más ricos y complejos de la cultura occidental a escala universal. Conocedor de la vasta historiografía y de la “literatura artística”, es a la vez un incansable viajero que ha recorrido todos los países en los que se encuentran los edificios arquitectónicos y los paisajes que le atraen irresistiblemente. Armado de su cuaderno de notas y de sus aparatos fotográficos, es al pie de los monumentos cuando, en contacto directo con su realidad, sus pesquisas alcanzan el clímax emocional más intenso, ya que le hacen descubrir el secreto que encierra su razón de ser arquitectónica. De ahí la profundidad y la agudeza de sus textos históricos y juicios estéticos.

También la altísima calidad de sus fotografías, que no son únicamente el resultado de la actividad de un curtido investigador sino más bien el fruto granado de quien, con ojos de artista, contempla gozosamente la singularidad y la belleza de un monumento. La entrega apasionada de Bérchez a la arquitectura es totalmente amorosa e irremisible. Para comprender a fondo el alcance de la obra fotográfica de Joaquín Bérchez es necesario establecer ante todo, de la manera más precisa posible, la diferencia que existe entre las vistas de monumentos tomadas en tanto que instrumentos de trabajo para su permanente tarea de historiador del arte y la que existe, por el contrario, ante la toma de una obra de arquitectura fuera de toda intención operativa y con total libertad estética. La separación que media entre estas dos actividades fotográficas es el resultado de una evidente e íntima correlación. La simbiosis entre ambas no impide subrayar las peculiaridades que las distancian. En el quehacer intelectual y creador de Joaquín Bérchez actúan, a manera de vasos comunicantes, el poso de su saber teórico e historiográfico y la espuma de su intuición artística. Sin temor a equivocarnos, afirmaríamos que tanto su concienzudo trabajo de experto e investigador como su insistente afán artístico hunden sus raíces en un hondo y bien abonado campo, y que sus obras son el fruto, en distintas ramas, de un fuerte y frondoso árbol. La espléndida floración de ambas bifurcaciones es difícilmente superable y únicamente se puede explicar por la doble dedicación de su espíritu.

Antes de emitir un juicio de valor y de analizar las fotografías de monumentos de Joaquín Bérchez, es necesario recordar cómo a lo largo de los siglos ha evolucionado la representación gráfica de la arquitectura, sea ya como sistema proyectual sea como ocupación artística. Desde la Antigüedad hasta la Edad Moderna, el dibujo y la pintura sirvieron de medio para la representación e ilustración de las construcciones arquitectónicas. Pero no es cuestión aquí de hacer la historia de un tema en el cual intervienen las distintas concepciones del diseño a través de los tiempos. Más bien se trata de esbozar los lineamientos esenciales que desde los albores de la Edad Moderna han configurado este asunto. Como es sabido, con la invención de la imprenta cambió totalmente el mundo del libro, que dejó de ser una obra manuscrita e iluminada a mano, un ejemplar único y muy costoso accesible sólo a los más poderosos, para pasar a ser un volumen de múltiples copias ilustradas con grabados acompañando el texto y con mayor difusión pública. Por otro lado y al mismo tiempo, con la creación del sistema renacentista de la perspectiva, se produjo una mutación en la forma de representar las imágenes y, en especial, las figuras arquitectónicas. A partir de entonces, estas dos innovaciones hicieron que, desde fines del siglo XV hasta entrado el siglo XIX, los libros corográficos de historia de las ciudades y los tratados de arquitectura, primero con xilografías, después con calcografías y por último con litografías, sirviesen de vehículos de difusión iconográfica del diseño y representación de los edificios y monumentos más célebres: desde los reales hasta los más fantásticos, desde las Maravillas del Mundo Antiguo hasta las realizaciones modernas. Los libros con estampas, las láminas y las hojas sueltas con modelos y pormenores constructivos divulgaron la cultura arquitectónica de los diferentes períodos artísticos. En las bibliotecas, en los gabinetes de los humanistas y estudiosos de las artes, lo mismo que en los salones de los palacios principescos y mansiones nobles, no sólo figuraban grabados y dibujos sino también cuadros pictóricos de temas arquitectónicos, acordes con el gusto y las preferencias de cada época y de cada coleccionista. El aparato gráfico de los tratados del arte de edificios y las modernas ilustraciones de Los Diez Libros de Arquitectura de Vitruvio o las Mirabilia o antiguas guías con Las cosas maravillosas de la Sancta ciudad de Roma, con sus escuetas representaciones gráficas así como las espléndidas vistas de las Magnificencias de Roma por Piranesi, al igual que los paisajes arquitectónicos de Claudio Lorena, Guardi, Canaletto o Hubert Robert, por citar sólo unos ejemplos significativos, pueden servir de paradigmas de nuestros asertos. En la actualidad, lo mismo que en el pasado, las imágenes arquitectónicas despiertan la atención de muchas personas cultas interesadas por el arte de la construcción ideal. Incluso se puede afirmar que la curiosidad y la afición por las imágenes arquitectónicas van en aumento. La “arquitectomanía” cada día tiene mayor número de adeptos. A ello han contribuido diversos factores. No sólo el turismo cultural sino también un cambio de la sensibilidad visual del hombre contemporáneo. Aparte de las aportaciones de la arquitectura y de la decoración de ambientes actuales, hay que señalar la exhibición de las obras de los artistas que cultivan el género de la imagen arquitectónica. En las galerías de arte, en los libros y las revistas se pueden contemplar hoy magníficas representaciones fotográficas de edificios y paisajes urbanos, espacios interiores y detalles arquitectónicos.

Todo esto se debe, en gran medida, a la reproducibilidad de las imágenes, antes sólo privilegio de entendidos o de minorías selectas y muy afortunadas. En el Antiguo Régimen sólo los reyes, los cortesanos y los nobles podían disfrutar y conocer los cuadros que, pintados por los vedutisti, representaban arquitecturas. Los bibliófilos y los profesionales de las artes también podían gozar con la contemplación de los grabados en su biblioteca y taller. En el siglo XIX, con el descubrimiento de la fotografía, se logró democratizar las imágenes. A partir de entonces se abrieron unas posibilidades que han conducido a que la fotografía sea un arte democrático y sus obras supongan una de las formas de expresión más preciadas de nuestro tiempo.

No es necesario recordar cómo, primero con el descubrimiento de la cámara oscura y después con el daguerrotipo y el calotipo y, por último, con las modernas técnicas fotográficas, las imágenes de la arquitectura adquirieron una presencia totalmente diferente para el gran público. Con los procedimientos fotomecánicos de reproducción, la fotografía pasó a suplantar al grabado en la ilustración de los libros teóricos o de historia de la arquitectura. Junto con los libros, las colecciones de vistas sueltas de monumentos proporcionaban al aficionado la posibilidad de conocer el patrimonio monumental de países lejanos sin tener que abandonar el sillón de su casa.

La quietud de los edificios fue favorable al protagonismo de la fotografía arquitectónica. Frente a la movilidad de los seres humanos y de los animales, que en un principio salían siempre borrosos antes de que inventasen las placas de fotografía instantáneas, los monumentos eran fáciles de captar a causa de su estática presencia. Desde Daguerre y Talbot hasta nuestros días han existido fotógrafos que han concedido a la arquitectura un puesto relevante en su actividad profesional. Los viajeros en Italia, Grecia, Egipto y demás países exóticos, al igual que los exploradores y los antropólogos, llevaban consigo una cámara fotográfica. Muy pronto aparecieron casas comerciales como Alinari en Florencia, Braun en París o Laurent en Madrid, especializadas en la venta de vistas de ciudades y monumentos arquitectónicos y otras obras de arte. Los álbumes, los portafolios, las guías turísticas y las monografías sobre un arquitecto o un período artístico servían para recordar lo visitado y, a la vez, alimentar el deseo de recorrer los países con mayor y más atractivo patrimonio arquitectónico. La versión popular de las tarjetas postales contribuyó a formar una idea tópica de las bellezas universales. Tras muchos años de fotografías convencionales, en el siglo XX se inició con las vanguardias históricas una nueva etapa de la iconografía arquitectónica, con tomas de vista desde diferentes ángulos y audaces formas de encuadrar la imagen de un edificio. Las técnicas innovadoras como el fotomontaje contribuyeron a dar un carácter dinámico al tema anteriormente tratado, ya con una visión estática, ya con una picturalista. La fotografía de arquitectura es hoy el resultado de una evolución en la que lo conceptual desempeña un papel esencial.

Estas reflexiones son indispensables si se quiere dilucidar cuáles fueron las motivaciones que condujeron a Joaquín Bérchez a la fotografía artística. Durante años, movido por su actividad profesional, tuvo que consagrarse a la realización de fotografías documentales. Sus clichés de edificios, tanto de los exteriores e interiores como de sus partes ornamentales, eran instrumentales. Para un profesor que es a la vez un investigador, la imagen está siempre al servicio de su discurso teórico y de su indagación científica. También para ser proyectada en sus clases y conferencias de carácter didáctico. Todo lo contrario es la fotografía que funciona con autonomía, sin necesidad de demostrar dialécticamente una tesis o una antítesis. La fecha del proceso de la reconversión fotográfica de Joaquín Bérchez resulta difícil de determinar. No se trató de un progreso y de un desarrollo paulatino. Más bien parece el producto de una revelación fulminante, algo así como la conversión de san Pablo en el camino a Damasco. De repente, el artista triunfa sobre el historiador del arte e impone sus dictados soberanamente, sin por ello anular todo el contenido erudito y disciplinado del gran historiador.

Las fotografías de arquitectura, cuya entidad se agota en sí misma sin necesidad de otras referencias que las que contienen sus calidades y cualidades formales, tienen la virtud de ahondar en los principios que constituyen el arte de edificar. De igual manera que en la metáfora de la geometría del alma expresada por los místicos españoles del Siglo de Oro siempre se refieren al edificio como el ser más pleno de la existencia, así las mejores fotografías arquitectónicas de los artistas actuales participan de igual concepto espiritual o abstracto. Lejos de las superficiales y banales fotografías que quieren ser una copia fiel de un edificio, sin percatarse de que siempre las apariencias son engañosas, las verdaderas imágenes fotográficas de una construcción arquitectónica pertenecen a un orden mental, son el resultado de un profundizar en el entresijo y en el hondón de los signos que configuran su lenguaje formal. Es por ello que un fotógrafo que en su haber intelectivo tiene el enorme fondo iconográfico e iconológico del pasado, puede aumentar sus facultades de penetración en el arcano y en el misterio que entraña toda creación arquitectónica. Lo mismo que sucede con otros grandes fotógrafos actuales, Bérchez indaga en el contenido simbólico y emblemático de los edificios, de manera que sus obras revelan el sentido parlante de su arquitectura.

Para la comprensión de cualquier imagen es necesario aplicar una hermenéutica artística. La trascendencia de una figura es siempre de orden metafórico y depende del contenido poético y de la singular originalidad de su génesis, de su fuerza innovadora dentro de las innumerables series que constituyen el gran depósito de obras de arte acumulado a lo largo de los siglos. Cuando la imagen pertenece a un campo tan específico como el de la arquitectura, con tantas variantes estilísticas e históricas, es recomendable que el análisis formal tenga en cuenta las estrategias de apropiación y asimilación de la ambigüedad y de la contradicción que subyace en toda arquitectura. Abolidos los conceptos de espacio y de tiempo, se puede, como hace Bérchez, poner el acento o fijar la atención en el sentido analógico y hermético que contienen los símbolos arquitectónicos. De ahí que el objetivo de su cámara capte adrede las particularidades menudas y poco conocidas de un fragmento de edificio, las grietas de sus muros, el motivo en el cual la imitación de la naturaleza se metamorfosea y oculta. El sentido narrativo de la arquitectura se hace evidente a través de las imágenes de un fotógrafo que, empapado del espíritu barroco, sabe que nada de este mundo es eterno y que la arquitectura, con toda su voluntad de perdurar, es también perecedera. Y sabe también que sus formas pertenecen al mundo de la tramoya, de lo ficticio y lo aparente y al universo de la escenografía teatral.

A Joaquín Bérchez le seduce el ahondar en los valores epidérmicos de los materiales utilizados por la arquitectura, la rugosidad y aspereza de los sillares pétreos, el pulido lustroso de los mármoles, el color desteñido de los revocos, las grietas y los descascarillados de los muros de mampostería y ladrillos. También la incidencia de luz resaltando los perfiles de las molduras y el bulto de las estatuas. Las estrías perfectas de una columnata, el ritmo de los triglifos y las metopas o los remates escultóricos de una balaustrada pueden convertirse en un motivo plástico de contundente expresividad. Todo vale y se transfigura cuando entra en el área de su objetivo. Ahora bien, su fascinación alcanza su cenit cuando su mirada topa con una forma impar e incorrecta, un elemento arquitectónico extravagante y descabalado. Una columna deforme, una voluta de complicada geometría, un mascarón de rara efigie pueden acaparar el centro de la composición plástica de su máquina. Las licencias, las anormalidades y las anomalías plásticas de la arquitectura constituyen el gran repertorio formal de sus obras más logradas. Auténtico inventario de rarezas del arte de edificar, su ojo siempre avizor nunca deja escapar una pieza que merezca ser incorporada a su museo de curiosidades y maravillas, a su particular gabinete ideal de obras o más bien motivos excepcionales. Para un coleccionista son más bien perlas finas y piezas cinegéticas atrapadas por la cámara.

Las imágenes arquitectónicas de Joaquín Bérchez, al igual que los poemas y los “cadáveres exquisitos” de los surrealistas, tienen títulos sorprendentes. Su relación con el lenguaje visual de la fotografía es de orden literario y acorde con el concepto de la llamada arquitectura parlante. Basta leer el título de las obras que ilustran nuestra disertación para constatar que calan hondo en el sentido poético y en el contenido antropomórfico y vital de los monumentos que en realidad son, dentro de su materia inorgánica, seres vivos y perecederos, con carácter y peculiaridades propias. Muchos títulos proceden de las metáforas, otros aluden a una acción o a las analogías más o menos cercanas a otro ser o a un modelo. Ballet mecánico, Arrancadas de la oscuridad, Muñecos oblicuos, Nautilus, Hipnosis o Clasicismo solar son una invitación a la contemplación lúcida y activa, no al quietismo de su muda poesía plástica. Bérchez, al comparar el vacío de la espiral de una escalera de caracol con un molusco cefalópodo tetrabranquial con su alusión a la naturaleza abisal, llega a evocar reminiscencias sexuales femeninas.

En las fotografías de tracerías tardogóticas, despierta un mundo de ensoñaciones que se enlazan con las marañas de la fantasía y con el selvático universo de los sentimientos que pueden llegar a ser descabellados. La abeja de Borromini adquiere, con su nombre griego Melisa, una categoría culta que sobrepasa su alusión a una heráldica papal. Popularmente la planta llamada melisa en castellano tiene aplicación medicinal. El laborioso insecto creador de la miel, con tanta significación simbólica del trabajo, está aquí tratado de una forma naturalista que rompe con el mundo geométrico y abstracto de la arquitectura. Para Bérchez, las estrictas estrías de los fustes de una columna neoclásica son como los plisados de la alta costura, un remedo del clasicismo solar. Las luces tensadas y los resortes mecánicos son también objeto de su visión arquitectónica. Al denominar Hipnosis a la cerrada espiral de una voluta, alude a las tribulaciones y estados de ánimo que producen las formas abstractas de los elementos arquitectónicos cuando se desgajan de su contexto constructivo y ornamental.

Si se quiere encuadrar la aportación de Joaquín Bérchez dentro del panorama fotográfico actual, afirmaremos que sus imágenes pertenecen a un orden plástico en el cual, aparte del abanico de rarezas formales, se hace patente la nostalgia erudita de un mundo exclusivo y para iniciados. También que sus fotografías son la mejor expresión de lo vulnerable que es el mundo de los monumentos del pasado, cuya vida está abocada a la ruina y a la desaparición. En los edificios que retrata y que todavía están en pie se hace siempre patente lo frágil y lo perecedero de su existencia, lo transitorio y efímero de su aparente perennidad. En el fondo, son una profunda meditación visual sobre lo temporal y lo eterno.

[Antonio Bonet Correa, “Joaquín Bérchez, estudioso y fotógrafo”, FMR, núm. 19, Bolonia, 2007]