Joaquín Bérchez
La figura artística de don Manuel Tolsá Sarrió (Enguera, Valencia, 1757-México, 1816) apenas si necesita presentación. Su nombre está sólidamente unido a la escultura y la arquitectura del momento académico mexicano de finales del siglo XVIII y principios del XIX1. Su versátil actividad artística, especialmente la arquitectónica, contribuyó más que la de cualquier otro artista novohispano a cuajar una imagen de la ciudad de México, moderna e ilustrada, de una pulcritud clásica inédita, cuya boga sobrepasó sin fisuras el tránsito de la época virreinal a la del México independiente, alcanzando su influencia a fraguar un particular estilo de ciudad que se prolongó durante todo el siglo XIX.
Formado artísticamente en España, primero en Valencia y después en Madrid, Tolsá –una vez nombrado director de la sección de escultura de la Academia de Bellas Artes de San Carlos de México– arribó a tierras de Nueva España en la última década del siglo, desplegando una intensa actividad artística que, sin lugar a dudas, le configura como uno de los artistas más notables y de mayor fuste en el panorama escultórico y arquitectónico del último arte virreinal en México. Autor de la colosal estatua ecuestre de Carlos IV, el famoso “Caballito”, el monumental Colegio de Minería, los palacios del Apartado y el de Buenavista, la celda-habitación de la marquesa de Selva Nevada, todos en México, el famoso Ciprés o Baldaquino de la catedral de Puebla, el hospicio Cabañas en Guadalajara o la remodelación compositiva de la imagen externa de la Catedral Metropolitana2, pocos artistas de la época virreinal han gozado de su fortuna histórica.
Tolsá vistió la ciudad de México a tono con el rumbo ilustrado que requerían los nuevos tiempos, los del academicismo ilustrado, los de una concepción clásica universal ausente de arbitrariedades derivadas de las condiciones del lugar. Un timorato clasicismo académico no habría podido competir con la elocuencia de la arquitectura barroca novohispana, donde la exaltación y exuberancia del ornamento había rebasado con creces la de cualquier otra geografía, incluida la peninsular. Con una maestría insólita Tolsá movilizó pulcros órdenes clásicos dentro y fuera de los lienzos de fachadas o patios, dispuestos en meditados resaltos y rehundimientos del muro. El orden clásico no fue para Tolsá solamente la ecuación clásica sustentante y articuladora del muro. Las columnas también dinamizaban, con su rutilante belleza clásica, espacios inertes, silencios del muro; filtraban luces en sus agrupaciones; cobraban monumentalidad en sí mismas, irradiando un porte majestuoso a su alrededor, ya fueran penumbras de templos, ya luminosas fachadas y patios de palacios. Hizo suyos numerosos registros clásicos que convirtió en leitmotiv de su arquitectura, como el famoso orden jónico de volutas angulares con festones pendientes con o sin guirnaldas. Dotado de una versátil inteligencia en la perspectiva y sus potencialidades escénicas halagó la percepción de la arquitectura con vigorosas hileras de balaustradas con jarrones y vasos de impecable diseño neoclásico. Dio entidad compositiva y arquitectónica al balcón monumental integrado en frontis de fachadas y pedestales de cúpulas, a través de estudiados cuerpos áticos con azoteas de porte clásico desde los que abrir la mirada a la ciudad y sus contornos, a sus plazas y monumentos.
Desde nuestra actualidad no podemos por menos que sorprendernos ante el majestuoso y selectivo consumo que hizo del lenguaje clásico, vivido y desarrollado desde su itinerante biografía artística. Una visión distante, relajada, de las constantes históricas culturales y artísticas –la ilustrada y académica- que rodearon su producción arquitectónica, nos impulsa a admirar la extraordinaria potencia con la que alcanzó a desplegar un clasicismo tan pulcro en el detalle como elocuente en su reclamo público. Este clasicismo de Tolsá, su estilo, no cabe duda de que tuvo sus claroscuros arquitectónicos. En su obra se intuye su singular periplo humano y profesional. Presentimos que los afanes artísticos de Tolsá transcurrieron por esa franja de tiempo que transita por las décadas de los años sesenta y setenta de la arquitectura española del siglo XVIII, un clasicismo de diversa vertiente, de impronta no necesariamente académica, contemplado tanto en Valencia y en la Corte con una gran libertad y curiosidad artística que, una vez en México, hibernó de algún modo y maduró desde una fecunda y flexible personalidad artística, en contacto con una geografía distante y diferente de la peninsular. Sospechamos igualmente que en el horizonte profesional de su juventud no figuró desempeñar los encargos arquitectónicos de la entidad que realizó en el virreinato de la Nueva España y menos aún inmerso en el nuevo acontecer académico. Al estudioso del academicismo ilustrado sorprende que con su formación escultórica acometiera, una vez en México, la arquitectura a lo grande, con una entidad que en la península habría estado ceñida a retablos, adornos, o a lo sumo a las arquitecturas efímeras en madera. No cabe duda de que sus intereses arquitectónicos fueron más proclives al embellecimiento con una alta costura clásica de edificios civiles y religiosos, de retablos y baldaquinos. Fue el último exponente de la amplia saga de escultores que derivaron con indudable brillantez en la composición arquitectónica durante la época moderna española. Desde luego, el único bajo el nuevo orden del academicismo ilustrado.
Entre Valencia y Madrid
Nacido en Enguera (Valencia), en el año 1757, Tolsá, según argumentó al solicitar el puesto de director de la sección de escultura de la academia mexicana, desde sus primeros años se había dedicado “al estudio de la escultura con don José Puchol”3. En otro momento, Tolsá afirmó haber sido discípulo de la academia valenciana, pero lo cierto es que ninguna huella documental se encuentra de su paso por las salas de la misma o de su posible participación en los concursos de premios de escultura.
Su declarada formación con José Puchol Rubio (1743-1797), escultor que desempeñaba el cargo de director de la sección en la Academia de San Carlos, nos alerta sobre algunas constantes de su formación que luego habría de dar sus frutos en México. La formación con José Puchol, que debió transcurrir durante los años anteriores a 1780, antes de partir a Madrid, se puede presumir que no fue la estrictamente escultórica. “Buen adornista” como destacaría Juan Adan, director de la sección de escultura de la Academia de San Fernando, al informar sobre los méritos de Tolsá para ocupar la plaza de director de la academia mexicana, fue esta una formación que debió adquirir Tolsá en su aprendizaje valenciano al lado de José Puchol.
El medio artístico en el que se desenvolvió la formación valenciana de Tolsá fue el propio de una ciudad con pluralidad de tendencias artísticas, susceptible de reformas tras la reciente creación de la Real Academia de San Carlos en el año 1768, pero en ningún modo era el de un estricto y uniforme clima artístico dominado por un academicismo ilustrado consolidado. El mismo José Puchol Rubio fue un exponente tardío de la generación de artistas valencianos que, mitad escultores, mitad arquitectos de retablos y adornos, tuvo un claro protagonismo en el panorama artístico valenciano anterior a la fundación de la Academia de San Carlos. Artistas de esta generación como Francisco Vergara el Mayor, su hijo Ignacio Vergara, Luis Domingo o Jaime Molíns, habían sido figuras relevantes del capítulo barroco valenciano del siglo XVIII, a través de una obra que, con diferentes matices, difícilmente se puede encasillar en un único ejercicio profesional. Muchos de estos artistas mudaron la gramática ornamental basada en columnas salomónicas, estípites, esgrafiados y yeserías vegetalizadas, tan característica de la hipertrofia decorativa de finales del siglo XVII y principios del XVIII, por composiciones de una mayor modernidad clasicista en el tratamiento de los órdenes arquitectónicos. Su formación en la arquitectura no se puede ceñir a la interpretación oficial de la crítica ilustrada, demonizadora de cualquier acercamiento de pintores y escultores a la disciplina arquitectónica, sólo explicada por una innata proclividad profesional por el adorno y la corrupción de la norma clásica. Una visión histórica más ponderada de sus obras confirma que en numerosos casos fueron poseedores de otras muchas cualidades arquitectónicas, alcanzando a concebir sus composiciones con originales focos lumínicos, cuidadas aplicaciones de perspectiva o de trazado oblicuo, sin descartar tampoco un conocimiento del dibujo del arte de los cortes de piedra, incluso de la propia estereotomía y su particulares formalizaciones por más impregnadas que estuvieran de adornos. Con un alto concepto de su quehacer artístico, estos escultores, ahora en el seno de la Academia de San Carlos, al tiempo que se vieron liberados de las trabas gremiales, no encontraron contradicción alguna en seguir desempeñando sus labores en la llamada “arquitectura adornista”, ahora de acuerdo a las nuevas pautas clasicistas implantadas por el academicismo ilustrado.
Tolsá, en el taller o en las salas de la academia valenciana, discípulo en definitiva de José Puchol Rubio, tuvo que vivir el ambiente adverso y conflictivo que caracterizó los primeros años de la vida académica valenciana entre los arquitectos de profesión y los escultores y pintores que siguieron reclamando su particular ejercicio en el adorno arquitectónico. Interesa señalar aquí no tanto la complejidad académica de estos conflictos, muchos de ellos originados por las particulares circunstancias del ejercicio profesional de las artes en Valencia, sino más bien los rasgos, indicios, de una cultura artística y una apostura arquitectónica que de algún modo calaron en la formación de Tolsá.
Uno de estos indicios fue el alegato que José Puchol, en 1777, en compañía de los restantes escultores académicos, firmaría defendiendo su práctica en el adorno arquitectónico (y su pretensión de dar títulos de retablistas y adornistas) frente a la demanda de los arquitectos de someterlos a su jurisdicción. A los arquitectos no les pertenecía –afirmaron no sin arrogancia- “más que la Invención y arreglo de lo que es hueso de Arquitectura”, que lo que eran adornos “son propios y antiguos de nuestra Arte de Escultura”, incorporando a su pericia y acervo artístico el adorno que se veía en “las Antigüedades de Palmira, lo que trae Bitruvio, Biñola, Paladio, Serlio y otros muchos eminentes Autores en sus Obras”4. A pesar de que –en buena lógica académica- se mandaron recoger los títulos de adornistas y retablistas en el año 1778, la actividad de los escultores expertos en el adorno arquitectónico persistió, no sin sanciones. La modernización del adorno clásico que suponía la invocación a las “Antigüedades de Palmira”, sería esgrimida una vez más por Vicente Esteve, intitulado “Arquitecto adornista” de nuevo cuño académico y posible compañero de Tolsá en sus juveniles años valencianos y académicos, aun en el año 1790, con motivo de contratar la talla del interior de la catedral de Segorbe (Valencia). Remodelada esta catedral por planos del arquitecto y director académico Vicente Gascó, aludiría a los “adornos de Palmira o el Salustio, que son los AA. (autores) que en el día se siguen”5. No deja de ser significativo que el tan citado libro de Robert Wood, Les ruines de Palmyre, autrement dite Tedmor au désert (1753), mandado comprar en la Academia de San Carlos en el año 1766, figurase también –“Ruinas de Palmira”- en el inventario de los libros de estampas de Tolsá realizado a su muerte6.
En la formación de Tolsá debió de dejar huella la intervención de su maestro José Puchol Rubio en la capilla de San Vicente Ferrer (1772) en el convento de Santo Domingo de Valencia, origen también de un sonado conflicto académico por su condición de escultor. Puchol había redibujado los planos de la capilla, inacabados por fallecimiento de su padre, el arquitecto de profesión José Puchol. En el interior de esta lujosa capilla dominan complejos juegos columnarios, declinados en un moderno y clasicista orden salomónico de tono muy francés, una poderosa iluminación barroca al modo romano, efectos de perspectiva así como un brillante y lujoso cromatismo de mármoles, todo ello expresado con un rutilante vocabulario clasicista ajeno al decorativismo barroco de años anteriores. Sin embargo, algunos de estos elementos, ante el escándalo de los directores de arquitectura, delataban una falta de prejuicio en el consumo de la sintaxis de los órdenes al liberarlos del muro, de su concepción sustentante, rompiendo su relación tectónica con la montea del edificio y además coronarlos con grupos escultóricos. Anuncian en definitiva unos modos compositivos afines a los que Tolsá desplegaría con total libertad en su actividad arquitectónica en Nueva España.
En torno a 1780 las actitudes protagonistas de los escultores académicos en el adorno arquitectónico comenzaron a declinar. La mediación de la Academia de San Fernando, dando razón a los arquitectos académicos, contribuyó a zanjar el problema, al menos oficiosamente. Se comprueba que por estos años, diversos escultores formados en la academia, sin duda presionados por la reducida demanda de obras estrictamente escultóricas, probaron suerte fuera del ámbito geográfico valenciano7. Manuel Tolsá, más joven, marchó a Madrid en 1780, y es posible que en esta decisión mediara el consejo de su maestro José Puchol, sin duda, consciente del creciente infortunio que aguardaba a este particular ejercicio arquitectónico. Cabe presumir que, de no haber emprendido el camino a la Corte y más tarde a Nueva España, el quehacer artístico de Tolsá habría estado asociado de un modo discreto a la escultura sin más o a lo sumo al anónimo ejercicio del adorno de pilastras, capiteles, frisos, cornisas, arcos y artesonados, molduras y guirnaldas, colgantes de frutas, y así un largo etcétera, sujeto a las órdenes y prestigio de arquitectos titulados académicamente.
Entre los años 1780 y 1789 que transcurrió en la Corte, Tolsá se integró en la vida artística de la Academia de San Fernando. Allí en calidad de alumno participó en los premios de la clase de pintura del año 1781 o en el concurso de primera clase de la sección de escultura del año 17848. Estudió con el antiguo maestro de Puchol, el escultor Juan Pascual Mena, director de escultura en la Academia de San Fernando, de quien se declaró discípulo. Mena murió en 1784, pero en los cuatro años que Tolsá tuvo la oportunidad de tratarlo debió establecer una relación de aprendizaje en su taller que, tras la muerte de su maestro, se mantuvo de algún modo9. También pudo ser testigo del concurso propuesto por Carlos III en el año 1778 para realizar un retrato ecuestre del monarca Felipe V, concurso en el que participó su maestro Mena. De gran interés por constituir un serio precedente del encargo que Tolsá recibiría a los pocos años de llegar a México –la estatua ecuestre de Carlos IV, el famoso “Caballito”-, los modelos de este importante concurso se expusieron en el Casón del Buen Retiro en 1780, año de la llegada de Tolsá a Madrid10.
La estancia de Tolsá en Madrid entre los años 1780 y 1789 coincidió con el momento de mayor actividad legislativa en el proceso de reformas de la arquitectura académica, por las cuales se establecieron bases reales para que la Academia de San Fernando pudiera influir en los mecanismos de proyección y construcción de obras públicas. No sólo afectaron estas medidas al control directo de los proyectos de arquitectura (1777), también se promulgaron medidas que reforzaron el carácter autónomo de la disciplina arquitectónica, exigiendo por ejemplo, a partir de 1783 como requisito para obtener el grado de académico de mérito por la arquitectura, la realización de un proyecto pero también el examen de conocimientos constructivos y el certificado de haber emprendido obras de consideración, y, en definitiva, la imposibilidad de detentar el título académico en más de un arte simultáneamente. De este modo Tolsá, en el medio de la Corte, se encontró con una deontología de su profesión artística distinta de la que había conocido en Valencia. En este sentido, aunque las noticias son escasas, se puede tener la presunción de que Tolsá en la Corte estuvo ceñido a su facultad liberal de escultor.
Ahora bien, fue también durante esta década madrileña donde Tolsá cobró fama como escultor, pero también de “buen adornista”, según calificativo del escultor Juan Adan. A esta fama debió contribuir sin duda su participación en los ornatos públicos con que se solemnizó la entrada pública de Carlos IV y María Luisa de Parma en Madrid, en septiembre de 1789. Para el ornato del Jardín Botánico Tolsá realizó, en medio de una portada pintada, una «estatua corpórea y alegórica de la Abundancia». Para el adorno de la fachada del palacio del conde de Campo Alange, en la calle de Alcalá, diseñado por el arquitecto académico Mateo Guill, Tolsá –“Don Manuel Tolsá” como se le nombra en la publicación conmemorativa-, en compañía del escultor valenciano José Ripoll, esculpió nueve medallones alojados en los entrepaños de la fachada, pero también -según se dice en la memoria de esta efeméride, escrita por el arquitecto académico José Moreno- se encargaron «de los demás ornatos»11. Algunos registros de estas arquitecturas efímeras -en las que participaron arquitectos como Ventura Rodríguez, Pedro Arnal, Juan de Villanueva, Antonio Aguado o el mismo Mateo Guill, pero también el arquitecto teatrista boloñes Felipe Fontana o el pintor Luis Paret- debieron dejar, como veremos, una viva impronta en el quehacer arquitectónico posterior de Tolsá.
Tolsá, cuando participó en estos ornatos ya debía de ser consciente de su próximo nombramiento como director de escultura de la Academia de San Carlos de México. Su antiguo condiscípulo de Mena, José Arias, había perdido el juicio y el virrey de México solicitó inmediatamente en 1788 el envío de otro artista que lo reemplazase. Tolsá, que por esas fechas -según afirmación propia- ya había realizado diversos trabajos para el conde de Floridablanca, fue recomendado el 28 de mayo de 1789 por Francisco Cerda y Rico, a la sazón, Oficial de la Secretaría de Estado y del despacho universal de Gracia y Justicia de Indias12, más adelante Secretario del Consejo de Indias, personaje vinculado indirectamente al «grupo de valencianos en la Corte», integrado por Manuel Monfort, director de grabado y encargado de los asuntos de la academia valenciana en la Corte, por Antonio Ponz, secretario de la Academia de San Fernando, y muy especialmente por Francisco Pérez Bayer, aglutinador del grupo y hábil político de fuerte personalidad, preceptor de los Infantes que desempeñó un papel muy activo en la reforma ilustrada de la cultura y las artes durante el reinado de Carlos III. Casi como una constante observamos cómo en el apoyo de Cerda a Tolsá volvía a reproducirse esa tendencia tan marcada en diversas personalidades valencianas de la cultura y de las artes desplazadas en la Corte durante la segunda mitad del siglo XVIII a establecer un puente entre Valencia y la Corte, acogiendo y favoreciendo a cuantos valencianos acudían a la capital13. En el caso de Tolsá, como también en el del pintor Rafael Ximeno o en el del grabador José Joaquín Fabregat, esta protección se tradujo en la instalación, casi simultánea, de tres valencianos en la dirección de la Academia de San Carlos de Nueva España. Nombrado académico de mérito por la escultura el 6 de diciembre de 1789, Tolsá recibió el cargo de director de la Academia de San Carlos de México el 16 de septiembre de 1790.
Entre el mes de septiembre y el de febrero del siguiente año, Tolsá permaneció en Cádiz esperando embarcar para Nueva España. En estos seis meses, Tolsá no permaneció inactivo. Se conoce el retablo que para la iglesia de la Conversión de San Pablo de Cádiz diseñó unos días antes de embarcar para México14, cuya traza fue aprobada por la Academia de Bellas Artes de Cádiz en junta del 18 de febrero de 1791. Como una premonición de su futura dedicación a la arquitectura, Tolsá compuso un retablo mayor, de impecable factura clasicista y sólida impronta plástica realzada por su construcción en polícromos mármoles genoveses. Activó el frente del retablo con un potente dístilo de columnas corintias con frontón curvo que deja retranqueadas otras dos columnas. El edículo superior, antepuesto a modo de transparente al cuarto de esfera del ábside de la iglesia, con sus ménsulas en disposición oblicua, el cuidado ornato clásico de los jarrones o el pequeño tabernáculo, a modo de templete monóptero, constituyen elementos que prefiguran otras composiciones de retablos que Tolsá realizó en México. Tolsá, con esta obra, realizada en Cádiz bajo el aval de su nombramiento de director de escultura académico, comenzaba a dar contenido a su capacidad -tan elogiada ya en esos momentos- de adornista académico.
La atracción de lo clásico
En la década de los 90 el hecho arquitectónico se cruzaría en la carrera artística de Manuel Tolsá con una contundencia desconocida hasta entonces. El detonante fue sin duda la euforia colectiva de la ciudad de México hacia su personalidad y magisterio artístico puesto de relieve en la celebrada estatua ecuestre de Carlos IV, inaugurada -aunque en madera estucada- en 1796. A partir de este año se sucedieron numerosos encargos de índole arquitectónica como la remodelación de la catedral metropolitana, el Colegio de Minería, el Ciprés o baldaquino de la catedral de Puebla, la Casa-celda de la marquesa de Selva Nevada en el convento de Regina, o el proyecto de iglesia y convento de las Teresas de Querétaro. También fue en ese mismo año cuando Tolsá debió obtener el grado de académico de mérito en la arquitectura en la academia de San Carlos, a pesar de su desempeño profesional y académico en la escultura15. Tolsá daría un salto decisivo en sus cualidades de escultor y experto en el adorno arquitectónico que le consagraría como el más significativo exponente de la arquitectura virreinal ilustrada de México. Y sin duda las dos obras que mejor cifrarían su singular empeño arquitectónico serían el Colegio de Minería y la remodelación compositiva de la imagen externa de la Catedral Metropolitana.
El Colegio o palacio de Minería, “primer establecimiento del mundo consagrado a la ciencia de las minas”16, encargado por el Real Seminario de Minas de México, fue proyectado por Tolsá en el año 1797 y concluido, tras algunas interrupciones, en 181117. En el Colegio de Minería, con su grandioso volumen exento y fachadas articuladas en tres cuerpos, Tolsá dejaría toda una lección del particular consumo de la arquitectura y del lenguaje clásico que podía alcanzar no tanto el profesional escultor o arquitecto adornista, en una acepción deontológica propia del academicismo hispano, como el artista avezado en las artes del diseño, en particular en la escultura y la arquitectura, por más que ésta se entendiera dentro de la categoría del adorno. Transita por el Colegio de Minería modos compositivos de un rotundo porte miguelangelesco, transplantado al lejano ámbito virreinal en su estado más puro. La fachada principal, con sus exhibicionistas columnas dóricas y jónicas, aisladas o pareadas, alojadas en silencios lumínicos y entre tramos del muro proyectados al exterior, es todo menos una fría lección académica del lenguaje clásico, y menos aún de alguien que lee y vive el mismo en términos de exclusivo vocabulario ornamental. Fragmentó la planitud del muro con tramos proyectados al exterior, arqueados y llagados en el primer cuerpo, al modo edicular en el segundo con arcos relevados y ventanas rematadas en frontones curvos y triangulares. En el salón de actos del mismo palacio, Tolsá volvería a repetir este recurso compositivo con una contundencia aun mayor, con un depurado orden jónico agrupado en parejas y encajado en holgados retranqueos de la pared. Hay en esta sala jónica una grandiosa elegancia, de una inesperada aura clásica. Quien contempla esta sala iluminada por sus propios recursos arquitectónicos, sin el concurso de las luces eléctricas, tiene la oportunidad de admirar la solemnidad de sus órdenes entre espesas penumbras, la abstracción lineal del pormenor decorativo de sus molduras, la cadencia luminosa de los casetones en los tramos curvos que prolongan las paredes al techo. Se podrá objetar, desde la categorías arquitectónicas de su tiempo que esta consideración del orden no era precisamente la del decoro vitruviano, la de la adecuación entre la forma y la función sustentante de las columnas clásicas. Sin embargo, semejantes registros no estaban tan lejos de otras realidades arquitectónicas, a veces episódicas, que Tolsá había visto triunfar en la Corte, como demuestra, entre otros ejemplos, la caja de la doble escalera principal del Palacio Real de Madrid, proyectada por Sachetti, luego dividida, entre 1788 y 1790, por Sabatini.
En las portadas laterales del lienzo de la fachada principal emerge de nuevo, como un obstinado rasgo artístico, la lección de las sombras arrojadas sobre la representación del orden arquitectónico. Viene esta vez de la mano de Vignola y en concreto de su diseño para la portada del palacio de la Cancelleria en Roma, insertada en su Regola delli cinque ordini d’architettura (Roma, 1562), un Vignola muy dieciochesco, diríamos que desde la contemporánea versión de C. M. Delagardette, cuya edición española acompañada de su tratado de las sombras arrojadas sobre los distintos elementos que configuran los órdenes se preparaba en el medio académico de San Fernando en los años que la frecuentó nuestro artista18. Más cercano aun a estas portadas de Minería, en tanto recurso compositivo, fue el ornato de la portada de la casa de la Academia de San Fernando, realizado por el director de la sección de arquitectura Pedro Arnal con motivo de la solemnización de la entrada de Carlos IV en Madrid, en el año 1789, adorno que Tolsá -como vimos- conoció directamente, y del que además existía constancia gráfica en el libro que se publicó sobre el mismo. Pedro Arnal, para poder asentar el orden de columnas colosales dispuestas en el piso principal, y al mismo tiempo respetar la portada de la fachada original de la academia, había recrecido el piso bajo de la fachada dándole aproximadamente un metro de espesor, el cual al llegar a la portada original lo rehundió plásticamente y en curvo para no incurrir —como comentaba José Moreno, advirtiendo las dificultades de esta obra «en el desliz de ocultar el ornato verdadero con el aparente»19. Lo que en el ornato de la Academia de San Fernando había transcurrido dentro de la categoría de lo efímero, ahora, en Minería adquiría una entidad real, construida. Tolsá no dudó en recurvar el muro llagado que desemboca en las jambas de la puerta, y alojó –embebidas y separadas del muro- pulcras columnas dóricas de vivas acanaladuras, susceptibles de filtrar luces soleadas o grises, atentas a las mutaciones luminosas de las horas y de las estaciones.
De la fortuna de este recurso en el medio académico de la Nueva España, sin duda determinado por el precedente de Tolsá, dan buena cuenta las dos portadas de la iglesia de Jesús y María de México, del año 1804, proyectadas por Antonio González Velázquez, director de la sección de arquitectura de la Academia de San Carlos. Aún en el interior del patio principal seguimos sorprendiéndonos ante esta constante búsqueda de contrastes luminosos patentes en los afilados saledizos de jambas y dinteles de las puertas, registro que Tolsá volvería a desarrollar en las dependencias internas del Hospicio Cabañas en Guadalajara o en la fachada del palacio del Apartado de la ciudad de México.
Tolsá coronó la fachada principal con un rotundo frontón triangular antepuesto levemente e integrado a un protagonista bloque cúbico, aterrazado y coronado por una torrecilla entre balaustradas y jarrones. La singularidad de este alto ático, habitable, recorrido por ventanales y -hasta la segunda mitad del siglo XIX- con terrazas laterales20, trae a la memoria la particular disposición del bloque externo destinado a la biblioteca del monasterio de El Escorial, independiente y superando en altura el claustro. Era de todas formas un recurso que Tolsá exploró e hizo suyo –como veremos más adelante- en numerosas obras, traduciendo a la composición clásica y monumental el ámbito de la terraza, del balcón entendido como composición arquitectónica.
El patio mayor del Colegio fue concebido como una unidad autónoma en el eje central de palacio, un núcleo central en torno al que se articulan las diversas dependencias de carácter utilitario y funcional derivadas del destino del edificio dedicado al aprendizaje y enseñanza de la minería, las cuales se ubican a veces de un modo dispar, como unidades independientes, con escaso sentido distributivo de las necesidades del edificio, crítica que unida a la constructiva se ha formulado a la obra proyectada por Tolsá. El patio, dispuesto junto a la escalera como eje principal del edificio, con una disciplinada monumentalidad, despliega arcadas, de un cuidado aparejo rústico en el primer piso, y elegantes columnas jónicas y binadas en el superior. Hasta aquí este patio podría encajar en una neutra y correcta invención arquitectónica de índole académica, a partir de modelos suministrados por la gran tradición de palacios italianos del Renacimiento volcados además muchos de ellos en la estampa. Sin embargo, lo que aporta una atmósfera propia a este patio es la concepción de sus lienzos como fachadas abiertas al patio, con sus balcones individualizados, repartidos en secuencias que enmarcan rítmicamente de dos en dos las paredes almohadilladas del primer piso. Yuxtaposición que concibe las columnas y sus sintagmas clásicos con una actitud desprejuiciada, al servicio del control óptico, percepción contrastada de la arquitectura y disfrute de la visión. Sus columnas dóricas con tramos de entablamento y balaustradas con jarrones, excedidas del muro, antepuestas de modo atectónico a las arcadas a modo de edículos, cumplen la función virtual de potenciar el vigoroso contraste lumínico o de acentuar el carácter de embocadura a las perspectivas abiertas al escenario que es la gran caja de la escalera imperial que sucede al patio, la cual anuncia desde la entrada de modo espectacular21. Tolsá volvía a imponer su personalidad. Como posiblemente conocía, J. Hardouin Mansart, un siglo antes, se había permitido contravenir esta norma de oro del canon clásico en el interior de la iglesia de los Inválidos de París. También de un modo más cercano había vivido y quizá sufrido en su tierra natal las críticas y reprobaciones de los arquitectos académicos a su maestro de juventud, el escultor José Puchol Rubio, por haber dispuesto columnas con similar atectonismo en la polémica capilla de San Vicente (1772) del convento de Santo Domingo de Valencia22. Tolsá volvía a trasladar a la arquitectura monumental su particular concepción de la columna clásica, desde luego para nada ceñida a la exclusiva ecuación clásica sustentante y articuladora.
Con unas proporciones más reducidas situó al fondo del patio la caja de la escalera principal, amplificada no obstante por su espectacular énfasis escénico, con un tratamiento compositivo que alcanza a competir con el mismo patio, convertido en majestuosa antesala. Las mismas galerías del patio con idénticas articulaciones de columnas, discurren por los muros de la caja de la escalera, rodeando y abriendo su perímetro a la contemplación interior de los tiros de las escalera, facilitando -desde su condición de privilegiados balcones- puntos de vistas diversos, abiertos al espectáculo –de una impronta muy piranesiana23– del inmenso y ordenado bosque de columnas que fugan y se duplican ópticamente con las del patio al modo especular. Tolsá cubrió este espacio con una elevada bóveda esquifada que alojaba en el centro una luminosa cúpula. En la segunda mitad del siglo XIX se derrumbó, pero quedan testimonios gráficos, como la litografía de Gualdi de 1841, que nos da idea de la grandiosidad de su calculado dramatismo escénico. La escalera imperial que aloja su interior, «uno de los últimos y principales eslabones de tan valiosa cadena», según Angulo, discurre con una meditada holgura, de amplias mesetas, entre apretados ritmos de los peldaños o quebradas cadenas de balaustres.
En el último cuerpo del patio y de la caja de la escalera, empleó -con una particular atracción clásica- la versión del orden jónico con volutas angulares derivada de Vincenzo Scamozzi y que sobre todo Sébastien Leclerc, había tipificado con protagonistas festones que cuelgan, rectos, como bucles, del capitel. Este particular capitel jónico veía aumentada su belleza, escribía Leclerc, “par les petits Festons tombans des Volutes, que –puntualizaba- Messieurs Sculpteurs y ont ajoûtez depuis quelques années”24. Se tiene otra vez la impresión de que Tolsá hibernó, interiorizó, muchos aspectos de la arquitectura vivida como nueva durante su estancia en la corte madrileña -la de la décadas de los sesenta y ochenta- y que una vez en tierras mexicanas y en contacto con el hecho arquitectónico sustanció de modo personal. No hace falta insistir en la boga cortesana de este capitel que, como ejemplo paradigmático, preside las fachadas del Palacio Real de Madrid. Christian Rieger en sus Elementos de toda la arquitectura civil (traducción de Miguel Benavente, Madrid, 1763) -un libro que Tolsá poseía en su biblioteca25 y que al releerse con su obra a la vista se nos antoja una fuente inagotable de sugerencias para entender su personalidad arquitectónica- aludiría no sin recelo a la creciente fama de su creador: “en los Ordenes Vignolesco suelen hoy (no sin aprobación) mudarse algunas disposiciones, según la práctica de M. Clerc”26. Pues bien, Tolsá incluiría también esta variante del jónico con festones pendientes de sus volutas (a veces con guirnaldas enlazadas, como en la fachada del mismo Colegio de Minería o en la cúpula de la Catedral Metropolitana) en el catálogo de sus registros. Al igual que sus famosas balaustradas y jarrones, este jónico de Leclerc, tuvo un decidido valor metonímico en la percepción posterior de su obra arquitectónica, al ser mirado como un componente más del “estilo Tolsá”.
La clave del éxito del clasicismo de Tolsá habría que situarla también en su habilidad para reconducir numerosos aspectos de la cultura barroca, mejor, clásica moderna, a las nuevas exigencias que pedía el nuevo orden académico. Hay en el palacio de Minería diversas y elocuentes muestras de este proceder. Una de ellas sería la composición de la galería del segundo cuerpo del patio mayor, expresión de un refinado estilismo en la declinación del lenguaje clásico. Lejos de componer una estructura arquitrabada al modo como hubiera requerido –desde la ortodoxia académica- el carácter de intercolumnio de este segundo cuerpo, Tolsá, con un matizado virtuosismo del giro clásico a la vez que con un sencillo alarde de técnica constructiva, compuso elocuentes arcos adintelados que no disimulan el despiece del dovelaje, y lo que es más significativo tampoco la degeneración en línea oval de los mismos. Facilitó, de este modo, una correspondencia óptica y articuladora entre las arcadas almohadilladas del primer piso y el juego compositivo del segundo, configurado por columnas jónicas binadas, trozos de arquitrabe o recta cornisa con dentículos, sin embargo en el friso impuso un flexible arqueo inferior a través de esta particular y moderna interpretación del arco a nivel. Desconocemos si pudo existir una fuente gráfica directa para esta composición, habida cuenta de que encontramos una solución similar, aunque sin su matizado clasicismo, en las galerías de la plaza de toros de Ronda (Málaga), construida en 1784 por José Martín de Aldehuela, en este caso con órdenes toscanos. Sin embargo, presentimos en ambas obras el poso de una actitud moderna, proclive a formalizar desde la lógica constructiva el legado clásico. Tema frecuente y si se quiere menor en la práctica de la cantería, no obstante Tolsá poseía en su biblioteca el Tratado de la Montea y Cortes de Cantería, del matemático valenciano Tomás Vicente Tosca27, en donde se daba cuenta detallada de las diversas posibilidades de degenerar el arco a nivel, una de ellas “en línea oval o elíptica”.
Es posible que entre los versátiles conocimientos artísticos de Tolsá figurase el del dibujo de las trazas de cantería, nada reñida en la cultura del moderno clasicismo con actividades artísticas cercanas a la arquitectura. Este proceder cobra una insólita presencia en la bóveda del recinto –cuadrangular y de doble altura- destinado originariamente a alojar los hornos de fundición, actualmente llamada Salón del Bicentenario, situado tras el patio y la escalera principal, de una belleza estructural, estereotómica, fuera de toda duda. Menciona esta bóveda la temprana descripción del Colegio de Minería, realizada por Castera –con el atributo de “gótica”28– en el año 1841, por lo que no sería extraño que ya se encontrara trazada en los planos originarios de Tolsá. Su compleja estructura de arcos cruzados aristados e intersectados a su vez por otros arcos emparejados y entrelazados, que libera en el centro un espacio abierto hexagonal con linterna, es todo un alarde geométrico trabajado además en un depurado corte de piedras. Es un postrero exponente del experimentalismo compositivo y estructural con las bóvedas de arcos entrelazados que discurre por la arquitectura de la época moderna hispana, tanto peninsular como novohispana. Su composición sin embargo trae a la memoria el cercano ejemplo –para Tolsá- de la quinientista bóveda de la iglesia de Santiago de Orihuela interpretada desde la particular ars combinatoria de Guarino Guarini29. En un medio mexicano, donde la formalización de técnicas constructivas durante el período barroco había calado con gran intensidad en medios profesionales de la arquitectura y despertado tanta admiración en tempranos círculos matemáticos y aun ilustrados30, esta bóveda en su despojada elegancia constructiva es un ejemplo más de la vigencia de los postulados de la cultura artística y arquitectónica de la época moderna anterior a la instalación del academicismo ilustrado, cultura en la que Tolsá se formó y pudo esponjar aun en el lejano ambiente virreinal de la ciudad de México.
Esta cultura vuelve a cobrar una concreta elocuencia en la escalera del palacio de Minería, en la declinación oblicua de los balaustres y de los remates de bolas de los pasamanos, dispuestos según la inclinación de la escalera y no la huella de los peldaños, en una oblicuidad semirecta y semi inclinada, o también, ya fuera de la escalera, en las portadas laterales con arcos rebajados del vestíbulo del palacio, donde diversas ménsulas cuelgan caprichosamente del segmento curvo, adoptando una artificiosa oblicuidad. La incursión de Tolsá en los principios de la arquitectura oblicua formulados por el español Juan Caramuel de Lobkowitz en su Architectura civil recta y oblicua (Vigevano, 1678), divulgados por Tomás Vicente Tosca (Tratado XIV de la Architectura Civil, y Tratado XV de la montea y cortes de cantería, del Compendio Matemático, V, Valencia, 1712), a pesar de su carácter anecdótico ayuda a perfilar la personalidad artística de Tolsá y aun la firmeza de su carácter, la recia y alta consideración hacia su formación en la cultura del adorno arquitectónico en el medio valenciano. Vale añadir también que con un carácter más ceñido al ámbito de los balaustres, tratados franceses como el ya citado de Sébastien Leclerc (1714) prestaba especial atención a sus peculiares declinaciones oblicuas en su “balustrade rampante”, con diseños semejantes al de Minería.
En el ciclo de evocaciones biográficas y artísticas que suscita su peculiar y a veces desconcertante producción arquitectónica en México, la que posiblemente cobre un mayor significado sea la que tuvo que presenciar en el año 1777, cuando su compañero en las salas de la Academia de San Carlos, el destacado escultor y adornista Pedro Juan Guisart vio corregido su diseño para el altar-tabernáculo del altar mayor de la colegiata de Xàtiva, importante ciudad valenciana situada a escasos kilómetros de Enguera, lugar de nacimiento de Tolsá. Al pasar el filtro de la Academia de San Fernando, el proyecto de baldaquino de estructura elíptica al modo clásico, fue objeto de críticas –quien sabe si interesadas- por parte de Ventura Rodríguez. Tras unos elogios previos a su “ingenio, travesura y capricho de invención”, don Ventura apreciaría que de seguirse en su ejecución “las “buenas reglas del arte”, resultaría de “buen efecto”, pero se mostró inflexible con la disposición de las basas y capiteles de sus columnas, reprobando “su planta oblicua e irregular, según abuso –sentenciaría- de algunos arquitectos modernos”, “deben ser equiláteros en su recta colocación –concluía- siguiendo el ejemplo de los antiguos”31. El altar-tabernáculo de la colegiata de Xàtiva se realizó teniendo en cuenta estas observaciones y hoy día puede considerarse una de las obras más importantes en su género que se realizó en el panorama español de su tiempo. Guisart no sólo vio corregido su diseño, también suplantada en cierto modo su autoría, que la tuvo que compartir –subsidiariamente- con Ventura Rodríguez. Guisart no tardó en emprender, como Tolsá, su particular éxodo, pero a las cercanas tierras murcianas, viéndose pronto sumido en interminables conflictos por su desempeño artístico. Es posible presumir que para Tolsá estos balaustres o bolas oblicuas del palacio de Minería al igual que otros registros analizados, más que residuos inerciales de una determinada formación artística fueran algo más, acaso alegato, reivindicación orgullosa e interiorizada, de un modo clasicista y culto de operar en la arquitectura por la vía del adorno, bien distinto del gremial y adocenado –el barroco carpinteril- modo que bruscamente debió sentir vejado por la indiscriminada campaña desatada contra ambos en el ámbito oficial del academismo arquitectónico español.
Primacía de la mirada
Con la remodelación compositiva de la imagen externa de la Catedral Metropolitana, Tolsá daría un salto decisivo en sus cualidades de escultor y experto en el adorno arquitectónico que lo consagraría como el más significativo exponente de la arquitectura virreinal ilustrada de México. En 1792 Tolsá en calidad de escultor aparece ocupado en las estatuas que debían rematar la fachada principal, cuyas obras había proyectado y estaba dirigiendo en esos momentos José Damián Ortiz de Castro, arquitecto reconocido por la Academia de San Carlos, quien, entre 1783-1793, había logrado infundir a la catedral mexicana una impronta muy de tono europeo, de un renovado clasicismo académico, al culminar las monumentales torres campanarios y la renovación de la fachada. El volumen de la catedral cobró un suave giro clasicista y cosmopolita. Con una indudable corrección académica elevó los contrafuertes con poderosas ménsulas recurvadas; articuló los cuerpos superiores de la caña de las torres con pilastras clásicas y los culminó con un acusado verticalismo con cupulillas de perfil campaniforme; a su vez, ocultó el vernacular y rojizo tezontle de los cuerpos bajos de las torres con sillería grisácea. La cúpula existente, engullida por la colosal dimensión de la plaza mayor, pudo adquirir una mejor visibilidad al rebajar el cuerpo superior de la fachada principal y disponer en su lugar un abreviado ático clásico con frontón curvo segmental. Fallecido Ortiz en 1783 continuó al frente de la obra su hermano Francisco, pero al final fue Tolsá, quien en calidad ya de Maestro de obras de la catedral, entre 1797 y 1813, desarrolló una nueva concepción compositiva y ornamental que, sin alterar lo realizado por Ortiz, dio un nuevo giro a la fisonomía general del templo. Podemos apreciar lo realizado por Tolsá en la catedral metropolitana a través de diversas imágenes del templo que muestran el estado en el que dejó la catedral José Damián Ortiz, como el mismo proyecto suyo para la fachada o diversos dibujos y grabados de la Plaza Mayor con la catedral al fondo, especialmente el de 1797 conmemorativo del adorno realizado para la colocación de la estatua ecuestre de Carlos IV de Tolsá32.
La intervención de Tolsá se solaparía a lo realizado por Ortiz pero ahondando en una mayor visualización de la catedral desde la Plaza Mayor, para lo que resaltó el frente de la nave principal en el eje de simetría de la fachada, levantando -por encima del frontón curvo de Ortiz- una vigorosa plataforma con antepechos de balaustres y gigantescos pebeteros clásicos. En el centro dispuso un macizo cuerpo cúbico, en realidad caja del reloj, de perfiles laterales recurvados y coronado por las colosales esculturas de las Virtudes Teologales. Concibió una nueva composición para la cúpula elevando el cuerpo de luces de la antigua cúpula de la catedral seiscentista (concluida en 1665), proporcionando a la vez que una mayor iluminación interior un protagonismo excepcional al tambor en su imagen externa. Alargó las ventanas y las vistió con resaltados edículos de frontones curvos y columnas y pilastras con el inconfundible orden jónico de volutas enguirnaldadas y festones, los cuales sobrepasan el cornisamento del tambor. Sobre el trasdós de la cúpula, aprovechando las aristas que marcan su estructura, extendió elegantes cintas de perfil sinusoidal -con una decoración muy francesa- que volatilizan cualquier vínculo constructivo en aras de una mayor unidad plástica con la espigada linterna, que antes que una claraboya parece concebida como el cenit que emerge de una enorme peana. Amplió a su vez las esquinas del pedestal sobre el que se levanta la cúpula donde dispuso vistosos balcones individuales con antepechos de balaustres.
Con un sentido de la perspectiva muy escenográfico adjetivó la seca ortogonalidad de los muros externos de las naves, fachadas y torres de la catedral con vigorosas hileras de balaustradas rematadas por jarrones, vasos, y pebeteros de diverso y pulcro diseño neoclásico, en la más pura moda ornamental del momento, a la manera de los divulgados por Jean Charles Delafosse, en especial en su Nouvelle Iconologie Histórique (Paris, 1768), cuyas láminas tuvieron una destacada presencia en las enseñanzas impartidas por el propio Tolsá en la Academia de San Carlos de México33 o en su biblioteca34. Las ingentes ristras de balaustres y jarrones, con sus apretados ritmos y diversas alturas, acompasadas por las teatrales estatuas repartidas por las torres y la fachada, generan insólitas fugas oblicuas, que proporcionan al conjunto de la catedral una unidad óptica, homogénea e integrada en el inmenso paisaje urbano de la plaza, algo que los estrictos recursos arquitectónicos no habían logrado en doscientos años de dilatada construcción. Esta absoluta primacía de la visión en la concepción arquitectónica de Tolsá no era nueva ni tampoco ajena a su extraordinario dominio del adorno arquitectónico, poderosamente anclado en la cultura arquitectónica barroca. En cierto modo, se tiene la impresión de encontrarnos ante una audaz modernización –estilística y laica- de recursos perspectivos ya sugeridos en los aparatos decorativos destinados a solemnidades religiosas del famoso tratado barroco de Andrea Pozzo. Tolsá concibió la estructura del templo catedralicio como un organismo urbano, como un gran telón monumental destinado a la mirada desde una -a todas luces excesiva, colosal- platea pública y cívica.
Ceñir los perfiles de los templos -fachadas, cúpulas y volúmenes en general- con espectaculares balaustradas coronadas por jarrones que aligeran su gravedad y los remonta a un vuelo grácil y majestuoso, tenía poderosos antecedentes en la arquitectura barroca española y mexicana. Evocamos, conociendo la formación juvenil de Tolsá en Valencia y la sutil capacidad para rediseñar con una dicción clásica, composiciones del pasado, la transformación barroca de la severa fábrica gótica de la iglesia de los Santos Juanes de Valencia a principios del siglo XVIII por el escultor Leonardo Julio Capuz y diversos artistas adornistas italianos, con una sucesión de flameros y pináculos por el perímetro del templo y un destacado eje central en la fachada realzado por una potente y pétrea máquina barroca con esculturas monumentales para alojar un reloj de «campanas y horas”35. Elocuente y de un extraordinario interés y cercanía, fue la decoración externa de la colegiata de Jerez de la Frontera, obra posible de Torcuato Cayón en torno a 1772, la cual hubo de ver el propio Tolsá en su larga espera de seis meses en Cádiz antes de partir para México. Tampoco podemos olvidar la serie de iglesias barrocas novohispanas que vistieron sus perfiles con estos pretiles de balaustres, piénsese como ejemplos en la capilla de Jesús Nazareno de Puebla (h. 1693-1706) o, sobre todo, en la iglesia de Santa Prisca de Tasco (1751-1758), donde la cornisa de balaustres serpentea majestuosa por todo el exterior del templo en elocuente llamada de atención ante la presencia del valle que la acoge.
Arquitectura de voluntad extrovertida, la compostura de la catedral de México que acometió Tolsá no fue sólo una obra pasiva apta para ser mirada desde una complaciente perspectiva arquitectónica. También estuvo pensada como una activa y monumental atalaya desde la que admirar y gozar el paisaje circundante, la gran plaza mayor, el valle de México. Desconocemos si los balcones destacados en la cúpula de la catedral fueron accesibles desde el andito interior; sí, en cambio, tenemos la certeza de que la plataforma de la fachada principal, conservan sus escalinatas laterales, lo que confirma un buscado destino como atalaya abierta a la mirada. En los cuerpos altos de las torres también situaría balconadas con estatuas en las esquinas36. “Ciertamente no puede darse espectáculo más rico y variado que el que presenta el valle –escribe Humboldt en 1803, posiblemente desde uno de estos balcones recién construidos-, cuando en una hermosa mañana de verano, estando el cielo claro y con aquel azul turquí propio del aire seco y enrarecido de las altas montañas, se asoma uno por cualquiera de las torres de la Catedral de México…”37
Ver, emocionarse con la contemplación de la ciudad y sus contornos38, desde la perspectiva elevada de las torres o de la azotea que remata la fachada constituye uno de los leitmotiv más elocuentes del empeño arquitectónico de Tolsá, el cual emerge continuamente en su intervención en la catedral y, añadiríamos, en toda su obra. El llamado “estilo Tolsá” no se limitó de este modo al atildado clasicismo de sus peculiares balaustres y jarrones, por muy presentes que se hallen en su obra. Este “estilo Tolsá” fue sin duda la vertiente decorativa, la imagen más llamativa, de sus originales estructuras aterrazadas sabiamente distribuidas en la composición de fachadas y cúpulas concebidas en el seno de un lenguaje y una articulación clásica. La monumentalización del balcón al modo clásico lo volvió a experimentar Tolsá en la fachada principal del Colegio de Minería o en el conjunto de la capilla del Hospicio Cabañas de Guadalajara, otorgando un sello inconfundible, singular, a sus obras en el panorama de la arquitectura hispana de su tiempo tanto americana como peninsular.
A pesar del énfasis puesto por Tolsá en este recurso arquitectónico, también aquí encontramos sólidos y prestigiosos precedentes históricos, por más que la historiografía haya prestado escasa atención al mismo. Un síntoma de su frecuencia en el panorama de la arquitectura de su tiempo fue la recomendación que hizo Christian Rieger en sus Elementos…, sobre la conveniencia de disponer azoteas sobre los pórticos de los templos. Más elocuente fueron sus puntualizaciones a la fealdad, mal aspecto de las medias naranjas “quando salen por fuera de un tejado”, salvando de la crítica las cúpulas de San Pedro de Roma, la de San Carlos de Viena, y especialmente la de El Escorial. “Una base fuerte en forma de zocolo –puntualizaba-, una azotea con su parapeto, o varandilla de hermosos balaustres, etc. presenta la más sólida base para recibir la cúpula”39, remitiendo a la obra sobre El Escorial de Francisco de los Santos (1657)40 y a las láminas de la Geografía de Johannes Blaeu (1672)41. Interesa destacar este elogio a las plataformas sobre las que han de erigirse las cúpulas en el marco de los intereses arquitectónicos de Tolsá, dado que su valoración no afectó exclusivamente a un problema de composición arquitectónica. Porque tanto Francisco de los Santos en 1657 como anteriormente fray José de Sigüenza42 en 1605 -fuente del primero-, en sus obras sobre El Escorial enmarcaron sus elogios a su original pedestal o azotea articulado al modo clásico con desahogados espacios con antepechos de balaustres a modo de grandes balcones, desde el ámbito del placer, disfrute, del paisaje circundante y de la propia arquitectura del monasterio, actitud que casa bien con la sólida formación en la cosmografía y la geografía de Felipe II. “Por todo el contorno –escribe Sigüenza- tiene pasamanos y antepecho de la misma piedra, con sus términos, acroteras y bolas, que dan mucha gracia al pedestal”, extendiéndose a continuación en el “no pequeño gusto de los que a él suben” y “andan al derredor”, “no parece –concluye- sino un terrado hecho a posta, para alegrar la vista, ver el campo, la casa y claustros y texados que es muy de ver”. Santos, parafraseando a Sigüenza, auguraba al que subía a esta plataforma “la mejor vista, que se puede imaginar, así de la Casa, que desde allí se descubre toda, como de los Campos, y lugares, que se alcanzan a ver muchos”.
No se trató de una valoración libresca. La sombra de la cúpula de El Escorial, pero también de esta plataforma que la acompaña tan apta para el disfrute del paisaje, salpica con insistencia la arquitectura hispánica de los siglos XVII y XVIII. En el ámbito valenciano, en concreto al sur, este particular recurso tuvo su impacto en iglesias como la concatedral de San Nicolás de Alicante (1615-1662) o la arciprestal de Santa María de Elche (1673-1686). En Granada irrumpiría tempranamente, en las primeras décadas del siglo XVII, en la iglesia de los jesuitas, la actual Santos Justos y Pastor. También en tierras americanas especialmente en la ciudad de Quito (Ecuador), rodeada de altos cerros, dominaron estos aterrazamientos con cúpula en las iglesias de los siglos XVII y XVIII, algunas como los templos de El Sagrario o de la Merced, significativamente trazados por otro arquitecto de origen valenciano, el alicantino José Jaime Ortiz (1654-1707).
El exhaustivo consumo que Tolsá hizo de estas azoteas en sus edificios, con una impronta clasicista fresca y nueva, tanto en cúpulas como en fachadas, tanto desde la perspectiva de la composición como la del disfrute privilegiado del paisaje desde las mismas, contribuyó decisivamente a la imagen renovada e ilustrada de la ciudad de México a finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX. Transcendió esta particular y lejana lección escurialense en tierras novohispanas con un singular sello clásico que el México independiente hizo suyo, un estilo de ciudad alternativo al barroco de siglos anteriores, en donde se volvía a renovar el acontecer emocional que establecen los habitantes con su ciudad, sus monumentos y contornos, a través de la mirada proyectada sobre los mismos.
Aun hoy, con la recuperación monumental del centro histórico de la ciudad de México, la catedral remodelada por Tolsá mantiene los cometidos para la que fue concebida, por más que haya cambiado la mentalidad artística que acompañó su construcción o los valores afectivos y propios de la mirada sobre la ciudad y sus contornos. Como en un juego de espejos, seguimos sorprendiéndonos al contemplar -ahora también desde las elevadas terrazas de hoteles y restaurantes, organismos oficiales y públicos que perfilan el perímetro del Zócalo- la vigencia de este balcón cívico que es la catedral y su fachada. Frecuentadas sus bóvedas y balcones por curiosos turistas -que repiten una gestualidad jubilosa similar a la de las figuras con las que antaño los pintores animaban sus lienzos de vistas urbanas, de historiejas corográficas-, su espectáculo, con la vigente escenografía de la catedral adornada por Tolsá, sigue suscitando en nosotros una singular emoción, acaso la de testificar una vez más esa eterna e inconsciente liturgia humana, ávida, bulliciosa o reflexiva, ante el placer de la mirada volcada al paisaje.
2 Su actividad se extiende a otros proyectos –no realizados o alterados posteriormente en su ejecución– para iglesias y conventos como los de las Teresas de Querétaro, el de Loreto en México, el colegio para Misioneros Apostólicos en Orizaba, el también colegio para Misioneros en México, el convento de carmelitas en San Miguel de Allende, los planos para diversas obras públicas (plaza de Toros y cementerio en México) o los numerosos altares, catafalcos, obeliscos, portadas de jardines o fuentes que realizó. Son conocidas igualmente sus iniciativas académicas para la enseñanza del adorno en estuco, madera y piedra, o también la creación de una clase de cerámica; divulgó técnicas de dorado al fuego y de barnices; proyectó rejas, candelabros, muebles y decoraciones de mansiones nobiliarias.
3 D. Angulo, “La Academia de Bellas Artes de Méjico…”, p. 45.
4 J. Bérchez, Arquitectura y academicismo…, p. 262.
5 Joaquín Bérchez, La renovación ilustrada de la catedral de Segorbe: del obispo Alonso Cano al arquitecto Vicente Gascó, Valencia, 2001. La alusión a “el Salustio” se refiere a la obra Cayo Salustio Crispo, La Conjuración de Catilina y la Guerra de Yugurta, editado con grabados en 1772, en Madrid y en la imprenta Joaquín Ibarra.
6 V. Armella de Aspe, “Noticias singulares …, p. 222, publica el inventario de los “Libros de estampas”, realizado a la muerte de Tolsá por Rafeal Ximeno y Agustín Paz.
7 Pedro Juan Guissart, por ejemplo, ya en 1777 había visto modificado su proyecto de altar tabernáculo para la colegiata de Xátiva, estableciéndose en 1785 en Murcia, viéndose envuelto allí en numerosos conflictos. O Francisco Sanchís quien optó sin éxito, junto a Tolsá, al cargo de director de escultura de la academia mexicana , persistiendo en Valencia en sus actividades adornistas, aunque de una forma velada.
8 D. Angulo, “La Academia de Bellas Artes de Méjico…”, p. 46 y F. Almela y A. Igual, El arquitecto y escultor…, pp. 46-47.
9 Junto a José Arias, discípulo más antiguo de Mena, concurriría en 1786 para la terminación de la escultura de la fuente de Neptuno en Madrid, que sobre dibujos del arquitecto Ventura Rodríguez había emprendido Juan Pascual Mena, aunque fue adjudicada otros escultores que ofrecieron un precio más bajo (véase, Mª del Sol Días y Días, “Noticia sobre algunas fuentes monumentales del Madrid del siglo XVIII”, Villa de Madrid, t. XV, núm. 54, 1977, I, pp. 57-58). Interesa resaltar su relación con José Arias, ya que fue nombrado ese mismo año director de la sección de escultura en la recién creada Academia de San Carlos de México. La fortuna no acompañó a Arias. Una vez en Nueva España, enloqueció y a los dos años fallecía, dejando vacante la plaza que Tolsá solicitó y obtuvo.
10 Juan Pascual Mena intervino en el concurso propuesto por Carlos III en el año 1778 para realizar un retrato ecuestre del monarca Felipe V. En el concurso participaron también Roberto Michel, Manuel Álvarez, Francisco Gutiérrez y Juan Adán. En el año 1780, los modelos, expuestos en el Casón del Buen Retiro, fueron vistos por Carlos III y la familia real. El proyecto de erigir una estatua ecuestre a Felipe V tuvo que abandonarse momentáneamente debido a los gastos ocasionados por el sitio a la plaza de Gibraltar (1778-1783). Muerto Carlos III en 1788, su hijo Carlos IV volvió sobre la idea de levantar una estatua ecuestre pero no a Felipe V sino a su padre Carlos III. Nuevos inconvenientes militares –como relata Ceán Bermúdez– obligaron a suspender otra vez la idea de la estatua ecuestre «para mejor ocasión». Véase, F. J. Sánchez Cantón, Escultura y pintura del siglo XVIII, Ars Hispaniae, vol. XVII, Madrid, 1965, p. 268; Cl. Bédat, L’Académie des Beaux-Arts de Madrid. 1744-1808, Toulouse, 1974, pp. 284-285; J. Urrea, “Un monumento para el rey”, Fragmentos, núms. 12-13-14, 1988, pp. 261-267.
11 DESCRIPCIÓN DE LOS ORNATOS PUBLICOS CON QUE LA CORTE DE MADRID HA SOLEMNIZADO LA FELIZ EXALTACION AL TRONO DE LOS REYES NUESTROS SEÑORES DON CARLOS IV Y DOÑA LUISA DE BORBON…, Madrid, 1789, ed. moderna Gustavo Gili, Barcelona, 1983, con introducción de A. Bonet Correa. Sobre este particular, véase J. Bérchez, “Manuel Tolsá en la arquitectura…”, pp. 46-47 y 79-80.
12 Sobre Francisco Cerdá y Rico, véase, A. González Palencia, Eruditos y libreros del siglo XVIII, Madrid, 1948. Su relación con Francisco Pérez Bayer en Antonio Mestre, Gregorio Mayans y Siscar. Epistolario, VI. Mayans y Pérez Bayer, Valencia, 1977, p. LIII.
13 A. Mestre, Gregorio Mayans y Siscar…, pp. XLVIII-LIV.
14 Antonio de la Banda y Vargas, “Varia de noticias hispanoamericanas”, Anuario de Estudios Hispanoamericanos, XXXVII, 1980, pp. 763-772; E. Hormigos, “El retablo de la iglesia de San Pablo”, Diario de Cádiz, 8 abril 1987; Lorenzo y Juan Antonio de la Sierra Fernández, Guía artística de Cádiz, Cádiz, 1987, p. 108; J. Bérchez, “Manuel Tolsá en la arquitectura…”, p. 48; Lorenzo Alonso de la Sierra Fernández, El retablo neoclásico en Cádiz, Cádiz, 1989; “Barroco e Ilustración. El retablo en Cádiz durante las últimas décadas del siglo XVIII”, III Congreso Internacional del Barroco Americano, Sevilla, 2001, pp. 560-561.
15 La anomalía académica que suponía dicha titulación quizá explique la tardía formalización del título, en el año 1813, cuando ya fallecido el director de la sección de arquitectura José Antonio González Velásquez, Tolsá ocupó provisionalmente la dirección de la sección de arquitectura de la academia. Según Alfredo Escontría, Breve estudio de la obra y personalidad del escultor y arquitecto don Manuel Tolsá, México, 1929, pp. 75-76; E. Baez, Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos (1801-1843), México, 1972, p. 37, resume un escrito de Tolsá del año 1816, dirigido al Director General de la Academia, en el que presenta su título de académico de mérito expedido el 26 de enero de 1813 «pero con la aclaración de que, desde 1803, se le había creado por aclamación académico de mérito en arquitectura por los planos que había presentado para Minería y la Casa del Marqués del Apartado». T. A. Brown, La Academia de San Carlos de la Nueva España, 2 vols., México, 1976, II, p. 19, ante la actividad arquitectónica desplegada por Tolsá desde el año 1797, puntualiza: «en 1796 Tolsá demostró su versatilidad ganando el grado de académico de mérito en arquitectura, al presentar unos planos para el Colegio de Minas, otros de celdas para el Convento de Regina y por un retablo… Este título -concluye- debe haber sido el de supernumerario porque Tolsá recordaba en 1816 que había recibido el título de académico de mérito en 1803 ’por aclamación general’»
16 Serge Gruzinski, La Ciudad de México: una historia, México, 2004, p. 114
17 Un primer proyecto fue entregado por Manuel Tolsá el 16 de marzo de 1797 que fue aprobado y comenzado el 22 de marzo del mismo año. Dos meses más tarde, el 27 de junio, Tolsá volvía a presentar nuevos planos que contemplaban el requisito de añadir un entresuelo. La obra estuvo detenida entre el 25 de noviembre de 1797 y el 6 de mayo de 1799. En 1811 el edificio estaba concluido en lo esencial aunque aun se prolongaron las obras en el acondicionamiento del edificio hasta 1813. Para la historia del Colegio de Minería, véase: José M. Castera, “El Palacio de Minería”, 1841; S. Ramírez, Datos para la historia del Colegio…,1894; M. F. Alvarez, El Palacio de Minería, 1910; Manuel Romero de Terreros, “El Palacio de Minería”; J. Fernández, El Palacio de Minería, 1951.
18 Claude Mathieu Delagardette, Regles des cinq ordres d’Architecture de Vignole, avec un détail d’un ordre Dorique de Poestum; suivie d’une seconde Partie, contenant les Leçons élémentaires des Ombres dans l’Architecture, démontrées par Principes, pris dans la Nature. Paris, 1786. Las láminas de la edición española (Reglas de los cinco ordenes de arquitectura de Vignola…, Madrid, 1792), destinada a la enseñanza de la Academia de San Fernando, fueron dibujadas y grabadas al aguafuerte por Fausto Martínez de la Torre y concluidas al buril por José Asensio. Sobre esta edición véase Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, “La regla de J. Barozzi de Vignola y su difusión en España”, en la edición de Patricio Cajés Iacome de Vignola, Regla de los cinco ordenes de architectura (Madrid, En casa del autor, 1593, Albatros Ediciones, 1985, p. 24.
19 J. Bérchez, “Manuel Tolsá en la arquitectura…”, p. 46.
20 Así se comprueba en la perspectiva del Colegio de Minería, dibujo atribuido al mismo Tolsá (Colección ENAP-UNAM); también en diversas litografías de los dos primeros tercios del siglo XIX (Pedro Gualdi ,1840; Casimiro Castro, 1864) o en el daquerrotipo de Louis Prélier (1840).
21 La actual colocación de una carpa o toldo que cubre el patio ha dejado enmudecida la lección de sombras y reflejos luminosos con que Tolsá concibió el patio, a cielo abierto. Sí, en cambio, ha acentuado la percepción escenográfica del espacio de la escalera desde el patio, al rebajar la luminosidad del mismo y sumir su conjunto en una aplastada y uniforme tonalidad cromática.
22 J. Bérchez, Arquitectura y academiscismo…, pp. 217-241.
23 Esta impronta piranesiana ya fue apuntada por E. Uribe, Tolsá hombre de la Ilustración. Las obras de Giovanni Battista Piranesi son, fuera de toda duda, las que tienen una mayor presencia en la biblioteca de Tolsá, véase el inventario en V. Armella de Aspe, “Noticias singulares …, p. 222-225.
24 Sébastien Leclerc, Traité d’architecture, Paris, 1714, pp. 60, laminas 39, 40 y 98. Tolsá utilizó también la versión de este jónico con festones pendientes de sus volutas con guirnaldas, como en la fachada del mismo Colegio de Minería o en la cúpula de la Catedral Metropolitana.
25 En el inventario de los libros de estampas de Tolsá se menciona “1 idem (libro). Arquitectura. De Rieger”; véase V. Armella de Aspe, “Noticias singulares…, p. 225.
26 Rieger, Elementos…, p. 264.
27 Tomás Vicente Tosca, Tratado de la Montea y Cortes de Cantería, 2ª ed., (1ª ed. Valencia, 1712), Madrid, 1727, pp. 107-108. Figura en el inventario de Libros de estampas de Tolsá con el título “Arte de la Montea”. Véase, V. Armella de Aspe, “Noticias singulares…”, p. 224.
28 J. Mª Castera, “El Palacio de Minería”, 1841, citado en www.palaciomineria.unam.mx.
29 Aunque no se alude a este ejemplo del Colegio de Minería, sobre el experimentalismo de las bóvedas de arcos entrelazados en España y en México en el marco de la obra de Guarini, véase ahora Joaquín Bérchez y Fernando Marías, “Guarini e le Spagna d’Europa e d’America”, Guarini, Turín, 2006, pp. 495-513, con bibliografía anterior.
30 Joaquín Bérchez, Arquitectura mexicana de los siglos XVII y XVIII, Milán-México, 1992; “Francisco Guerrero y Torres y la arquitectura de la Ciudad de México a finales del siglo XVIII”, Annali di architettura, Rivista del Centre Internazionale di Studi de Architettura Andrea Palladio, núm. 15, Vicenza, 2003, pp. 215-232
31 Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer, La Seo de Xàtiva. Historia, imágenes y realidades, Valencia, 2007, pp. 140-141.
32 El proyecto de José Damián Ortiz en M.Toussaint, La Catedral de México…, p. 14, fig. 3; el dibujo de la Plaza Mayor de México del año 1793, en Diego Angulo, Estudios de los planos de América y Filipinas, Sevilla, 1934.
33 Jaime Cuadriello, “Francisco Eduardo Tresguerras, de sus varias facetas. El caso del estilo Luis XIV”, Manuel Tolsá. Nostalgia de lo “antiguo” y arte ilustrado México-Valencia, Valencia, 1998, pp. 132-133. L. A. de la Sierra Fernández, “Barroco e Ilustración. El retablo en Cádiz …, pp. 558, señala la influencia de estos mismos modelos de Delafosse en el entorno del retablo gaditano del finales del siglo XVIII; sobre la presencia en la Academia de San Carlos de Valencia de grabados de órdenes arquitectónicos de J. Ch. Delafosse “grabadas a imitación del lavado”, véase nota 24.
34 Se mencionan “2 Tomos. La Force. De ornatos. 50.00” y más adelante “1 idem (tomo). 4 Mor. Laforze. Adorno de Arquitectura. 6.00”. Véase V. Armella de Aspe, “Noticias singulares…, p. 224.
35 Joaquín Bérchez, “Aspectos de la iglesia de los Santos Juanes de Valencia”, Archivo de Arte Valenciano, 1982, pp. 48-53.
36 Tanto en el proyecto de José Damián Ortiz, como en el grabado del adorno de la Plaza Mayor de 1797 no se aprecian estos balcones en las torres.
37 Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, ed. Porrúa, México, 1966, p.119.
38 Sobre el acontecer emocional que se establece entre la ciudad y sus habitantes a través de la mirada proyectada sobre la propia ciudad, sus contornos y monumentos, en el ámbito valenciano del siglo XVII, véase Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer, “Mirar y sentir la ciudad. La Valencia al viu en el siglo XVII”, en En torno al Barroco. Miradas múltiples, Universidad de Murcia, Murcia, 2006, pp. 13-27.
39 Christian Rieger, Elementos…, p. 274. Sobre el elogio de Rieger a la cúpula de la iglesia escurialense, véase Delfín Rodríguez Ruiz, “La sombra de un edificio. El Escorial en la cultura arquitectónica española durante la época de los primeros Borbones (1700-1770)”, Quintana, nº 2, Madrid, 2003, pp. 65-67.
40 Francisco de los Santos, Descripción breve del Monasterio de S. Lorenzo el Real del Escorial, Madrid, 1657, pp. 17-18.
41 Johannes Blaeu, Parte del Atlas Mayor o Geographia Blaviana, que contiene las cartas y descripciones de las Españas, Amsterdam, 1672.
42 Fray José de Sigüenza, Libro Quarto de la Historia de la Orden de S. Gerónimo, Madrid, 1605, p. 782.
[Joaquín Bérchez, “El adorno no fue delito: Tolsá en México”, Tolsá. Joaquín Bérchez–Fotografías, Consorcio de Museos de la Comunitat Valenciana, Generalitat Valenciana, Valencia, 2008]