Juan Antonio Ramírez
Dejadme empezar con el comentario de una fotografía, elegida casi al azar entre la estupenda serie de trabajos dedicados a Manuel Tolsá. Me refiero a la titulada La esquina desplegada, tomada en el Hospicio Cabañas de Guadalajara (México), y que es, aparentemente, una de las imágenes menos complacientes de toda la carrera artística de Joaquín Bérchez. Quiero decir que puede parecer decepcionante para un aficionado a la arquitectura enfrentarse a una foto en la que no vemos casi nada salvo dos paredes desnudas, escuetamente enjalbegadas, que se encuentran sin dramatismo plástico formando un ángulo. No hay ahí grandes contrastes luminosos, y apenas se nota en qué lugar preciso se produce esa confluencia de planos, salvo por una ligera sombra vertical que conduce nuestra mirada de arriba abajo (o viceversa) comunicando el zócalo inferior con una cornisa, levemente insinuada, en el extremo superior. Poco más se puede describir excepto la puerta enmarcada que aparece en la parte inferior derecha, un pequeño trozo de pavimento, y una “uve”, pretil o paramento, en primer plano, que está intencionadamente fuera de foco. Nuestra precaria memoria acude a buscar precedentes, símiles, analogías, y se encuentra con parientes visuales indirectos, como el Cuadrado blanco sobre fondo blanco, o con los Architektonics, esos prismas de escayola con los que Malevich y sus discípulos jugaban, mediante utópicas maquetas abstractas, a soñar arquitecturas. Sin alejarnos del mismo referente, la foto que comentamos podría emparentarse también con los dibujos y pinturas del “suprematismo dinámico”, hechos en la segunda mitad de los años diez, poblados, normalmente, por formas trapezoidales y prismáticas entre las que abundaban las disposiciones en diagonal. Por ahí anda el tema verdadero de esta fotografía: la vertical, que ancla las arquitecturas en la tierra (y también a nosotros, espectadores que tenemos una entidad material), está siendo tímidamente cuestionada por fugas, evasiones formales que nos invitan a un “fuera de campo” perceptivo. Pero no en las cuatro direcciones porque la uve inferior tiene un contrapunto especular en otra, rebajada e invertida, que forma la cornisa pétrea de la parte superior, de modo que todo el espacio blanco central está aherrojado entre un paréntesis terrenal y otro celestial. Sólo caben, pues, los hipotéticos desplazamientos laterales sugeridos por las diagonales que podrían llevarnos a la derecha o a la izquierda, es decir, en las direcciones permitidas por nuestro cuerpo mortal.
Así es como, de un modo sutil, Joaquín Bérchez trasciende la mera abstracción despersonalizada para introducir un matiz existencial. La arquitectura está ahí, como un dato tan potente que casi parece un fenómeno cósmico, pero el “punto de vista”, un asunto específicamente humano, y la insinuación de nuestro desplazamiento real en el espacio, rebajan la tensión metafísica del tema e introducen sentimientos y complejos significados latentes. La piedra y la argamasa llegan a parecer ingredientes del universo pasional. ¿No podríamos entender esta obra, también, como un políptico? En efecto: la vertical de la puerta y la del ángulo dividen el rectángulo en tres partes, como si estuviéramos ante una tabla central y dos laterales, y como si todo ello se apoyara en un “banco” inferior (constituido por el zócalo, el pavimento y el pretil angulado) y se rematara con la cornisa superior. Así que nos hallamos ante un trabajo para la meditación (laica o religiosa), como tantas obras maestras de la historia del arte, un lugar para encontrarnos con nosotros mismos en el combate permanente entre la serenidad de lo que permanece y la inquietante percepción de nuestra transitoria fragilidad.
Pero decir esto es insuficiente. No creo que haya nadie entre los grandes fotógrafos de la escena internacional que conozca mejor que Joaquín Bérchez la historia de la arquitectura, y semejante dato, que sería meramente anecdótico en otras circunstancias, posee aquí un valor intensamente revelador. Él sabe bien, por ejemplo, que esa esquina desnuda, con tales marcos de piedra, en un encuadre como ése, causa sorpresa en el espectador avisado, que bien podría esperar allí unas pilastras, o cualquier otro recurso articulador propio de la tradición clásica a la que pertenece, sin duda alguna, Tolsá. Por eso el vacío no es solamente una opción estética del fotógrafo sino algo revelador de la complejidad de un lenguaje arquitectónico cuyo descubrimiento adquiere el doble valor de aparecer como proposición académica y como comentario crítico. La esquina se despliega (por utilizar el término del título) en una dirección múltiple: física y perceptiva, en primer lugar, pero también erudita. A mí me parece que éste es un modo sutil e inteligente de lograr que la historia de la arquitectura se haga más rigurosa y profunda en tanto que disciplina académica sin abandonar por ello una dimensión “creativa” que está muy escondida, desgraciadamente, entre los estudiosos ordinarios. Lo que logra Bérchez no es, por consiguiente, que las arquitecturas que fotografía aparezcan más hermosas, sino algo mucho más interesante: evidenciar la existencia de valores plásticos o iconológicos que habían pasado inadvertidos. La belleza de las tomas es, en parte, una consecuencia de las cualidades del asunto elegido, pero no hay ninguna duda de que la mirada del fotógrafo (con sus peculiares estrategias técnicas) es la que revela (y el término, muy fotográfico, debe ser aceptado con todas sus implicaciones) cosas que estaban latentes hasta entonces y que era preciso descubrir. La cámara de Bérchez inventa y desoculta: lo que es bueno para el historiador lo es para el creador, y viceversa.
Semejante postura intelectual y estética (su poética, diríamos utilizando un término ahora poco frecuentado) debe ser confrontada con las corrientes más vivas de la creación fotográfica a fines del siglo XX y a principios del XXI. No hay duda de que la nitidez extrema en imágenes arquitectónicas, con grandes formatos y extremo cuidado en los detalles técnicos, se encuentra en el trabajo de muchos fotógrafos actuales. Pensemos en los padres de la corriente más fecunda de la fotografía de arquitectura en las últimas décadas, Bernd e Hilla Becher. Ellos adoptaron la idea de no variar el método para sus tomas, de modo que el punto de vista, el encuadre y las condiciones del revelado no priorizaran a un asunto concreto sobre otro. Todas las imágenes aparecen así como equivalentes. La idea de que pertenecen a una “especie” prevalece sobre la singularidad de cada caso: pensemos en series muy conocidas como las de los depósitos de agua, chimeneas de enfriamiento, altos hornos, etc., que se presentan siempre con el mismo tamaño, en disposiciones ortogonales, como las piezas de un inmenso mosaico elaborado con teselas equivalentes. Se nota la pulsión repetitiva del minimalismo (más o menos coincidente con la serialización ensalzada por el pop) que estimula a poner el acento sobre los aspectos comunes a piezas figurativas obtenidas de una misma matriz. No es tan distinto el caso de algunos discípulos directos o indirectos de estos maestros. Andreas Gursky, Candida Höfer, Thomas Ruff, y otros muchos, en distintos lugares del mundo, han manifestado su preferencia por los planos muy generales complaciéndose en presentar la inmensidad arquitectónica como un valor que no parece compatible con la apreciación amorosa de los detalles. Algunos de ellos ofrecen, a veces, vistas diagonales, pero el propósito suele ser el de mostrar grandes profundidades que subrayan la idea implícita de la deshumanización, el triunfo de la geometría y el de los objetos sobre la vida (es conocida la manifiesta preferencia de tales artistas por los edificios despoblados). Se diría que este método tiende a quitar entidad individual (o a banalizar) el asunto elegido para exaltar al fotógrafo en tanto que inventor-creador. No es casualidad que todo esto haya venido en un momento en el que la fotografía ha alcanzado, por fin, el mismo aprecio crítico e institucional y el estatus comercial de los que había venido gozando la pintura tradicional.
El papel de Bérchez en este contexto es, pues, bastante singular. No se ata por un axioma predeterminado: el tema habla al fotógrafo e impone cambios en el punto de vista, en la distancia, y en la elección del momento para obtener los mejores datos luminosos. No se menosprecia la presencia humana, y de hecho sabemos que Bérchez coloca en ocasiones modelos en algunos lugares: parecen visitantes casuales, pero están ahí para dar escala y para poblar lo que fue hecho (y lo que es fotografiado) para vivir y para disfrutar. Cada fotografía surge de un estudio cuidadoso del asunto, de una confluencia entre dos pulsiones igualmente poderosas: la de hacer una obra hermosa, limpia y plena (una obra de arte), y la de mostrar los valores estéticos y culturales del tema elegido en cada ocasión. Ambas aspiraciones combaten siempre entre sí sin que podamos decir casi nunca cuál de las dos gana la partida. Por eso hay vistas muy generales (como la gran escalinata de la Escuela de Minería, titulada Eurídice desciende definitivamente al mundo de los muertos), planos más cercanos (como Arriba el telón) y abundantes primeros planos al modo de El juego de la diosa, Bronce domado, Arriba y abajo, etc. La misma variedad podría detectarse en las condiciones luminosas y en la altura de la mirada, pues hay vistas de abajo arriba (cúpulas y techumbres), contrapicados e imposibles vistas frontales (con corrección de las convergencias perspectívicas que impone la altura a las entidades arquitectónicas cilíndricas o prismáticas).
Dicho de otro modo: cada obra tiene su método propio. ¿Cómo es posible que, siendo esto así, podamos detectar en Joaquín Bérchez un estilo claro e identificable? Creemos que la explicación reside, una vez más, en esa cualidad que ningún otro fotógrafo de arquitectura posee, el conocimiento profundo de las cosas con las que se enfrenta, de su sentido histórico y de sus valores plásticos y culturales. Quizá por eso haya en las series de Bérchez un juego calculado con el “efecto zoom”: vistas generales, tomas de distancia media y primeros planos. Así se muestra completo el edificio sin omitir los detalles reveladores. Las elipsis, que son muchas, nos ahorran lo irrelevante y la mirada se detiene en unas pocas imágenes que nos permiten reconstruir un conjunto espléndido, casi sobrecogedor. Yo diría que hay un método que se aproxima mucho al paradigma docente (Bérchez, no lo olvidemos, es catedrático de historia del arte y de la arquitectura). Es una pena que la rutina y el tedio de muchas clases, en contextos académicos diferentes, mantengan en estado anémico un modo de leer y de vivir la arquitectura que no ha sido superado todavía por las otras aproximaciones que están en el candelero (impresionistas, turísticas, comerciales, etc.). Si no estamos equivocados los trabajos de Bérchez demostrarían que estos hábitos didácticos pueden ofrecer resultados deslumbrantes, un método sólido y contrastado para organizar sus series, tan riguroso como el de los otros grandes maestros contemporáneos de la fotografía arquitectónica, pero más incisivo y más respetuoso con la complejidad y con los valores del asunto elegido.
El estilo está también en lo que podríamos llamar “tics electivos”, algo que afecta a los modelos arquitectónicos, en conjunto, pero muy especialmente a algunos detalles y disposiciones. No todos los edificios merecen su atención, pues aunque cualquier construcción podría servirle como pretexto para hacer una toma hermosa que pudiera confirmar su estatus de artista, no siempre se produce esa convergencia de fuerzas y tensiones, (ese chispazo), ya lo hemos mencionado, entre el interés de la obra elegida y la capacidad del fotógrafo para desvelar sus valores. Bérchez, sin duda, está fascinado por la arquitectura oblicua, un asunto aparentemente muy especializado, y que él ofrece al goloso paladar de los fanáticos del tratadista barroco Juan Caramuel que andan por el mundo. Yo confieso mi pertenencia a esa pequeña pandilla silenciosa (en la que reconozco también a mi maestro Antonio Bonet Correa) y veo un guiño de complicidad en los balaustres inclinados que Bérchez nos descubre en esta serie de Tolsá (como Arriba y abajo, La escalera troquelada, Cinta transportadora, etc.) y en otros trabajos sobre edificios valencianos, o en sus hallazgos de algunos capiteles jónicos poligonales (como Muñecos oblicuos, publicado en el número 19 de la revista FMR). Es imposible reconocer estas apreciaciones si no se sabe que Caramuel fue copiado en lo esencial a principios siglo XVIII por el tratadista valenciano Tomás Vicente Tosca y que eso produjo una pulsión “caramuelista” perceptible en numerosos edificios del reino de Valencia, la cual habría sido desarrollada también por Manuel Tolsá en el lejano México, como nos lo demuestra Joaquín Bérchez en su trabajo. La serie fotohistórica y el ensayo sobre Tolsá, con los que se completa este proyecto, demuestran que el fotógrafo-estudioso es muy consciente de las implicaciones académicas, específicamente histórico-artísticas, de su trabajo creativo.
Pero las ideas y las imágenes de Caramuel impregnan también estos trabajos de otro modo, más sutil, estimulando las tomas con diagonales. Ya lo hemos visto en nuestra lectura de La esquina desplegada. Pero no debemos pasar por alto que otros descubrimientos gráficos de Bérchez, como el estupendo detalle de Pajarera dórica, o los cartabones unidos por la diagonal en Elogio del cartabón, no habrían sido posibles, seguramente, si no estuviera alimentado por la savia secreta de los tratadistas de la oblicuidad. Esto, curiosamente, le permite situarse en la última moda cultural, pues Bérchez puede presentarse como un fotógrafo que asimila muy bien los postulados de la deconstrucción, una corriente o lenguaje (arquitectónico y gráfico) caracterizada por la utilización abundante de ángulos agudos y esquinamientos atrevidos. Me interesa también llamar la atención sobre un buen número de tomas fotográficas en las que el primer plano y el fondo establecen una conversación o se presentan en tensa oposición, de la cual emerge siempre una victoriosa sensación de profundidad, un ancho espacio. Esto es importante, porque sin él no existiríamos: es el ámbito de la vida, el nuestro en tanto que habitantes-visitantes de la arquitectura representada. Ahora bien, ese contraste está generado por la diagonal, también. La fabrica y la reproduce. Los ejemplos de esto son abundantes: Luz a cuchillo, Bronce domado, etc. Se trata, una vez más, de que entremos en la escena y de que llevemos acabo esa acción del mismo modo que en el teatro clásico: lateralmente. La luz, el contraste radical entre zonas iluminadas y siluetas, entre destellos y sombras, subraya la naturaleza efímera de lo que vemos. Es decir, su carácter emotivo y perecedero.
Y así es como Bérchez pone en juego con notable eficacia los dramas de la cultura y los de la existencia. Nos conmueve el contraste, melancólico y gozoso, entre la permanencia sugerida por la arquitectura ordinaria, con su predilección por lo ortogonal, y lo perecedero humano aludido por la inestable oblicuidad. Estas fotos, sin decirlo, hablan de nosotros, de nuestro anhelo de belleza y de la luz que nos guía, tan deslumbrante como fugaz.
[Juan Antonio Ramírez, “Joaquín Bérchez y la poética de la oblicuidad”, Tolsá. Joaquín Bérchez–Fotografías, Consorcio de Museos de la Comunitat Valenciana, Generalitat Valenciana, Valencia, 2008]