Delfín Rodríguez
Siempre he pensado que la arquitectura y la fotografía nacieron, es obvio que en épocas muy diferentes, para entenderse, como si la primera hubiera esperado desde siempre la llegada de la segunda. Cuando se conocieron, daba la impresión de que la recién llegada lo hacía con carácter instrumental, subsidiario, como para documentar con su supuesta y confiada objetividad, la verdad y las certezas de lo construido, su solidez, su monumentalidad e incluso la fragilidad y la misma ruina de la arquitectura, haciendo elocuentes detalles que al ojo normal le podían pasar desapercibidos.
Sin embargo, muy pronto la arquitectura, que de siempre la había esperado, comenzó a posar para la fotografía, quería ser fotogénica a toda costa, aunque fuera anacrónicamente, casi podría decirse que se despojó de su decoro para seducir al nuevo ojo que había aparecido para mirarla mientras se dejaba mirar lo quería dar a ver. La seducción entre ambas ha sido mutua desde entonces, aunque a veces hayan seguido trayectorias separadas, vidas autónomas. Y lo más importante es que ya desde hace años podría afirmarse que las nuevas arquitecturas se proyectan fotográficamente, que la fotografía forma parte del diseño, lo ornamenta, lo completa, lo hace elocuente, parlante.
Es decir, que ya forman parte del pasado aquellas viejas consideraciones que veían en las fotografías de arquitecturas sólo una intención documental y objetiva. Nunca fue así porque cuando no era el ojo de la cámara el que encuadraba la imagen arquitectónica, eligiendo puntos de vista subjetivos y expresivos, dramatizando los enfoques, o deteniéndose en lo menudo de los ornamentos o de la piel constructiva, llena de tiempo, de vacíos o silencios, era la propia arquitectura la que jugaba al escondite con la cámara, con el ojo del fotógrafo, revelándole sorpresas, nuevas claves interpretativas, escenificando su capacidad de seducción, de fuerza y poder constructivo, o, sencillamente, mostrándole lo más íntimo, aquello que pudiera constituir su razón de ser, su secreto mejor guardado y que sólo cuando aparecía en la cámara o en el revelado se hacía evidente y claro.
Viene esta pequeña reflexión sobre las riquísimas y complejas relaciones entre fotografía y arquitectura a cuento de la reciente y magnífica exposición que sobre la obra mexicana del escultor y arquitecto valenciano Manuel Tolsá (1757-1816), realizada a partir de 1790, ha fotografiado Joaquín Bérchez que, a su cualidad de brillante historiador de la arquitectura, une la de su fascinación por la fotografía, dotándola de una expresividad y silencio, de una pulcritud y elocuencia que ya le son muy propias, añadiendo casi siempre a la del fotógrafo la mirada del historiador o mejor, como decía antes, sorprendiéndose y dejándose seducir por lo que la arquitectura le dice en secreto y mediante la fotografía al último. La treintena de espléndidas fotografías seleccionadas y expuestas, rastrean esas cualidades en la magnífica obra monumental y clasicista, ilustrada y serena de Tolsá en México (del Palacio de Minería a la remodelación de la Catedral Metropolitana, entre otros edificios y obras), poniendo en evidencia, mediante las imágenes, el carácter escultórico y ornamental de sus edificios, a veces verdaderas esculturas habitadas, balcones monumentales, como brazos acogedores, para mirar desde la arquitectura a la propia ciudad y su entorno, en un juego especular lleno de metáforas y de miradas cruzadas, las de la arquitectura, las de la cámara y las de la escritura. Ciertamente emocionante.
[Delfín Rodríguez, “Buscar la mirada. Tolsá. Joaquín Bérchez Fotografías. 2008”, ABC de las Artes, 1-7/11/2008]