“Entre las múltiples devociones que subyacen a la conquista de Valencia, la de San Vicente mártir, ocupa un lugar privilegiado. En torno a ella se tejen los propios intereses del rey, quien llegó a atribuir buena parte de la victoria a la intercesión y preces del santo. Del mismo modo la nueva ciudad refundada, la Valencia cristiana, encontró en la piedad y devoción por las circunstancias del martirio de San Vicente un sólido pilar -aglutinante y unificador –sobre el que reafirmar su condición social de civitas cristiana. La figura de San Vicente y la basílica construida donde según la tradición se encontraba enterrado, estuvieron presentes antes de la entrada en la ciudad, como ratifican donaciones realizadas en 1232, del lugar e iglesia de San Vicente –‘locum et ecclesiam quae vocatur et dicitur Sanctus Vicentius’- un lugar que se había mantenido a pesar de la ocupación musulmana. Reducto del cristianismo en una ciudad islamizada, estos lugares fueron, una vez recuperada Valencia, uno de los sitios más claramente favorecidos por el rey. Donaciones de tierras, ayudas económicas directas, privilegios administrativos y la entrega de elementos ‘sacralizados’ por la propia conquista como el ‘penó’ o bandera, colgada en el altar mayor, refuerzan la consideración del convento refundado como monasterio y hospital de San Vicente de la Roqueta.

Este centro religioso de primer orden rememoraba fundamentalmente el lugar donde fue arrojado el cuerpo sin vida del santo, finalmente enterrado extramuros, junto a la Vía Augusta, en la zona sur de la ciudad, en el mismo sitio que hoy ocupan los restos del monasterio, y donde presumiblemente se construyó una basílica que se mantuvo en pie durante la dominación musulmana. Lejos de ser una emergencia olvidada, el culto a este mártir del siglo IV permaneció vivo en la memoria de los cristianos de Valencia, acrecentándose una vez la ciudad se vio liberada del poder musulmán. Aunque podían quedar restos de edificaciones anteriores, el favor del rey Jaume I facilita la construcción del nuevo complejo, cuya iglesia estaba prácticamente terminada en el año 1269, en que se produce la dotación de su clero.

Muy transformada por intervenciones posteriores, se han conservado las dos portadas, la de los pies, de simples y lisas líneas con dos arquivoltas molduradas de medio punto y columnillas, y la que se abría en el muro norte, actualmente cegada, totalmente encalada y dañada por un cielo raso situado en el claustro adyacente que atraca directamente sobre ella. Sus sillares muestran hoy una numeración que nos remite a la intención de desmontarla piedra a piedra. Sencilla en la composición de sus arquivoltas de medio punto, centra su mayor interés en la ordenación del primer cuerpo, cuyas columnas evocan las de la portada del Palau de la Catedral, no tanto en su sintaxis -los codillos cilíndricos entre los fustes de las columnas, pierden carácter de intercolumnio- como en la concepción de los capiteles, encuadrados con marcos en dosel arquitectónico coronado por edificios almenados. Bajo las numerosas capas de yeso aún es posible distinguir la prolijidad de los motivos labrados en sus capiteles, una densa catequesis ilustrada del martirio del santo. Una serie secuencial del tormento sufrido por San Vicente recorre los seis capiteles, desde los azotes por los soldados del emperador romano Daciano, al martirio en el aspa (ecúleo), los garfios en el cuerpo del santo, la parrilla en el fuego y el calabozo, hasta el cuerpo del santo depositado en el lecho de muerte y ascendiendo al cielo llevado por ángeles. Entre los lugares del martirio destaca, como hemos indicado, el encierro en un calabozo lleno de objetos punzantes transformados en flores antes de la muerte del santo y ser su cuerpo arrojado al mar atado a una rueda de molino, episodio éste que los capiteles no reflejan”.

[Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer, “Traer a la memoria”, Traer a la memoria. La época de Jaume I en Valencia, Valencia, 2008]

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