No cabe duda de que entre las múltiples dependencias del Colegio, la iglesia ocupa un lugar de primer orden. Supone la instalación en Valencia de un nuevo modelo eclesial que rompía claramente con la característica tipología medieval de iglesia parroquial, en esos momentos en evolución. Acaso haciéndose eco de directrices contrarreformistas contenidas en las Instructiones fabricae de Carlos Borromeo, ya extendidas en otros ámbitos geográficos hispanos, adoptó planta de cruz latina no marcada con gran cúpula en el cruce —la “cruz que hace el cimborrio”, tempranamente comentada en 1571 por el humanista Palmireno, protegido del propio Ribera—, una espaciosa nave central de dos tramos con capillas laterales igualmente amplias y poco profundas, y un tercer tramo correspondiente al coro alto a los pies, por donde se efectúa el ingreso desde un lateral. La capilla mayor, de cabecera recta, prescinde de la tradicional forma poligonal, modificación que ya había sido introducida años antes en algunas iglesias auspiciadas por el propio Patriarca Ribera en el sur del arzobispado, y que se reiteraría en otras también relacionadas con la voluntad directa del Patriarca como la del Convento de Capuchinos de la Sangre de Valencia o la del Monasterio del Santo Sepulcro de Alcoy. Este programa se avenía a las exigencias del mismo fundador, quien no deseaba una iglesia muy sobresaliente, al modo parroquial, sino que debía servir como capilla del Colegio, con exclusivo acceso desde el vestíbulo.
El conjunto del templo ofrece una vigorosa carcasa clásica, articulada por esbeltas pilastras corintias de marcadas estrías sobre altos pedestales y entablamento con ménsulas foliadas, a modo del orden compósito difundido por Serlio —en esos momentos en creciente boga—, alojando en los frentes de las capillas a la nave amplios arcos de medio punto que cargan sobre “pilares estriados cuadrados”. Es muy probable que su articulación viniera sugerida por una lectura precisa de la lámina de tratado de Serlio (Libro III) en la que se reproducía las puertas principales de Verona (entre ellas la del Castel Vecchio, atribuido al propio Vitruvio), donde el ordenamiento de las pilastras con su entablamento alojaba sin articular con impostas el arco apeado en el pilar cuadrado. Aunque una mirada atenta a estos pilares estriados cuadrados, nos llevan a pensarlos al modo de columnas áticas, o, si se prefiere, como unas modernas jambas encapiteladas declinadas en dórico. Si focalizamos aún más su diseño, observamos licencias esclarecedoras en una dirección reductiva de los órdenes al suprimir, dejar desnuda, la textura de la piedra en el acabado de los vasos del capitel. Esta soltura en el modo de reinventar los órdenes sugiere el nuevo modo de obrar con las molduras clásicas que Vasari atribuyó a Miguel Ángel, en definitiva, un modo moderno ante el lenguaje de los órdenes, y que en un contexto español evoca a la distancia el que el miguelangelesco Juan Bautista Toledo (como nos ha recordado Fernando Marías) opera en la Galería de los Convalecientes de El Escorial (1565 en adelante).
La bóveda de crucería que recorre el templo no debe llevarnos a engaño sobre la modernidad de este edificio. Lejos de ser patrimonio exclusivo de la arquitectura gótica, el abovedamiento con arcos cruceros alcanza en esta capilla del Patriarca una limpia y novedosa impronta clasicista, modernizado en clave renacentista, en especial en los tramos casi cuadrados de la nave y cabecera, con abiertos cruceros confluyentes en claves, trabajados en cantería. Más tarde recibirían la plementería de ladrillo de excelente factura tabicada, como la de casi todo el Colegio, cuya penitencia decorativa se vería paliada por la brillante pintura al fresco que se extiende por el resto del templo, abarcando también las paredes.
Una vez concluida la iglesia, el 20 de septiembre de 1597 llega a Valencia, Bartolomé Matarana, artista genovés procedente de Cuenca en donde había estado trabajando desde 1574, artista que por su impronta dejada en el Colegio, muy especialmente en su iglesia, cobra el máximo protagonismo en tanto intérprete de los deseos del Patriarca Ribera, no debiendo descartar la hipótesis de que en fechas anteriores a su llegada a Valencia ya estuviera relacionado con los cambios que se estaban operando en su iglesia, en concreto con la instalación de la cúpula sobre un generoso cuerpo de luces del crucero, acaso sugerido desde un funcionalismo lumínico para la visión de sus inmensos frescos del crucero. La idea de envolver la iglesia totalmente con pinturas al fresco, fue posiblemente empeño del propio Patriarca, quien lo contrata ante la escasez de pintores en el medio valenciano capaces de realizar esta técnica. Desde que Paolo de San Leocadio y Francesco Pagano pintaran al fresco el presbiterio de la catedral, a fines del siglo XV, no se había producido en Valencia un episodio pictórico de tanta entidad como el protagonizado por Matarana en esta iglesia. Intentos con ciertas dificultades como el ejecutado al óleo sobre las paredes de la Sala Nova de la Generalitat en los años inmediatos dirigidos por Sariñena, alertaban de las dificultades de resolver un gran conjunto al fresco.
Matarana comienza precisamente por la cúpula en enero de 1598 pintando entre los ocho nervios las escenas de recogida del Maná, con los profetas en el tambor y los evangelistas en las pechinas. Tras este comienzo, las escenas se suceden al parecer sin un programa preestablecido como demuestra el hecho de que algunos de los temas se concretan al hilo de acontecimientos vinculados a los propios intereses del Patriarca. Así se incluye en uno de los lados de la capilla mayor el martirio de San Mauro, cuya reliquia llega a Valencia en 1599, el día de San Andrés, de quien también se representa el martirio. En el crucero, se sitúan las escenas relativas a los santos patronos de Valencia, San Vicente Mártir y San Vicente Ferrer. En estas últimas se plasma la entrega de la reliquia de San Vicente a los emisarios del Patriarca en Vannes, hecho sucedido en 1601.
Este instantaneismo visual, ávido en noticiar con imágenes los hechos contemporáneos de la ciudad, alcanza su máxima expresión en la capilla de San Vicente Ferrer, que recoge “al vivo” la entrada de la reliquia en Valencia acaecida en octubre de 1601[28]. La llegada de esta reliquia fue motivo de enorme regocijo en la ciudad. El recibimiento, narrado en diversas crónicas y recogido por los dietarios de la época, nos muestra una Valencia volcada en las fiestas de su acogida en pleno delirio religioso, procesional. Uno de los actos principales fue el traslado de la reliquia de San Vicente, que inicialmente se había depositado en la capilla de la casa de la ciudad, en solemne procesión hasta la catedral, y éste es precisamente uno de los momentos escogidos para ser narrado en las paredes de la capilla. El hecho en sí aunará el retrato de los principales hombres de la sociedad civil y religiosa valenciana y en el que algunos personajes, en una apostura muy característica del retratado, se vuelve hacia el espectador, con la propia representación de una parte de la ciudad de Valencia, telón de fondo de las celebraciones, todo ello siguiendo un encuadre que abre el ángulo de visión, adaptándola a la percepción desplazaba que obliga su ubicación en las paredes de la capilla. La Casa de la Ciudad, la Obra Nova, cimborrio y Miguelete de la catedral, la puerta de los Apóstoles y otra casa de vistoso empaque arquitectónico, presiden la procesión con una sustantividad corográfica desconocida hasta entonces. Allí se arremolinan un gran gentío de cofradías y órdenes religiosas, avanzando con banderas y estandartes hacia el interior de la catedral. La pared de enfrente acoge con mayor detallismo los retratos de todos los que participaron en el solemne traslado, destacando en el centro del palio al propio Patriarca Ribera, rodeado de un amplio grupo de nobles y prelados. Como describe el dietarista Porcar podríamos incluso identificar algunos de estos personajes como “a la madreta, lo senyor de Bicorb, i lo de la maesquerra lo senyor de Proenço, y lo segon de la madreta don Lluis de Calatayu, governador també de València i comte de Real; i lo bastó del palli del mig de la madreta lo illustrissim senyor don Alonso Pimentel y de Herreram comte de Benavent i virrei de la present ciutat i l’altrapart de l’esquerra los senyors jurats”.
Complemento de este tapizado pictórico, gravitan en las bóvedas ángeles con filacterias y símbolos eucarísticos, que nos lleva una vez más a la omnipresente obsesión por la adoración del Corpus Christi, que da nombre al colegio. A estas pinturas se referiría explícitamente en 1616 Gaspar Aguilar, quien ya había escrito sobre la llegada de la reliquia de San Vicente y sobre las bodas de Felipe III y Margarita de Austria oficiadas por el Patriarca en la catedral de Valencia en 1599. “En cuyas cumbres —nos dice aludiendo a las bóvedas— campean los sagrados paraninfos que a los pies de Dios humillan las melenas y los riços. Uno tiene panes blancos, otro manos de trigo, y otro en una taça está extrujando unos razimos, con motes en alabança de aquel pan y de aquel vino, que son la carne y la sangre del cordero de Dios bivo.” “Por vos los angeles bellos, con alas en las espaldas, con estolas en los cuellos, se están poniendo guirnaldas sobre los rubios cabellos”[29].
No se había presenciado hasta entonces un espacio religioso en donde la eclesia, el espacio reservado al pueblo fiel, pudiera ser abarcado desde la mirada con tal profusión doctrinal a partir de las imágenes pintadas. Las capillas, las bóvedas, la cúpula, se apoderaban de los ojos del fiel con una cercanía insólita, dejaban de ser prerrogativas del templum domini, para ofrecerse a los fieles, quienes quietos o en movimiento se veían inmersos en un mundo de imágenes de modo directo e inmediato. Frente a la bidimensionalidad reservada y privilegiada del altar mayor del presbiterio, Matarana ofrecía, con la irrupción de este envoltorio de historias sagradas, una inusual plenitud espacial, una tridimensionalidad dramatizada en el campo visual del fiel por donde discurren hechos religiosos cargados de inmediatez y repletos de fragmentos inesperados, por familiares. Si por esas fechas había irrumpido en el panorama español, muy tempranamente y de la mano de El Greco, el retablo al modo de pala romana, con grandes lienzos que albergaban figuras humanas en escalas sobrehumanas, con un claro rechazo a la tradicional miniaturización en damero de registros que aun perpetuaba el retablo mayor herreriano de El Escorial, ahora aquí en esta capilla, presentimos que es el concepto del retablo como marco arquitectónico de pinturas aleccionadoras de devociones el que cobra densidad arquitectónica en tanto dimensión espacial y es la capilla la estructura destinada a albergar —monumentalizados— los registros. Para los hombres de su tiempo, la sorpresa, la admiración, ante este espectáculo, no debió ser menor que el que en nuestra actualidad nos puede suscitar el cine en 3D: la de sentirnos inmersos, flotantes, en un mundo de imágenes cuya bidimensionalidad atravesamos artificiosamente, no solo ya con nuestros ojos también con nuestros cuerpos. No debe extrañar que entre las primeras alabanzas a estas pinturas encontremos expresiones sorprendidas, casi poseídas de un aura sobrenatural. El cronista Gaspar Escolano, amigo personal del Patriarca escribió en sus Décadas (1610), como parecía “que Christo se transfiguró por segunda vez y que para mostrar su gloria escogió por Monte Tabor este templo, porque —insiste admirado— demás de estar todo él pintado, de arriba a baxo y de bordo a bordo, de varias y apacibles historias divinas, que todas están brillando a la vista, y demás de la fábrica de la capilla y retablo mayor, donde todos los materiales son oro, plata, bronze, jaspes y mármoles, suspenden todos los sentidos del hombre más divertido”[30].
Matarana también daría las directrices arquitectónicas de los retablos en los que tuvo cabida —muy en especial, en el retablo mayor—una concepción más arquitectónica en su composición al modo de pala romana, rompiendo con la tendencia a la prolija superposición de columnillas y escenas, potenciando una visión unitaria con un exclusivo cuadro central. Fruto al parecer de los intereses del propio Patriarca, advertía en la versión de las Constituciones redactadas en 1610 que no se alteraran los retablos, “que lo que está ordenado, según reglas de arquitectura, no se perturbe por arbitrio del que no las sabe (…) los retablos han de guardar el orden y fábrica que se pretendió por los que los mandaron hacer”[31].
El retablo mayor, diseñado por Matarana en 1600 y tallado por Francisco Pérez, alberga el cuadro corredizo de la Santa Cena de Francisco Ribalta tras el que se sitúa, oculta —salvo los viernes de cada semana—, la imagen de Cristo crucificado, obra de origen alemán del siglo XVI, venerada como una reliquia que fue regalada por Margarita de Cardona al Patriarca en 1601, quien le profesaba una especial veneración. Con una original manera de tratar la composición de retablos, su composición introducía recursos miguelangelescos en el modo de agrupar las columnas, quebrando el plano y dando cabida a espacios ensombrecidos, ávidos de silencios lumínicos modeladores de sus superficies cilíndricas, o introducía novedosos registros ornamentales como las ménsulas talón, las ménsulas escamadas, los estípites del edículo superior o las vigorosas volutas. Contrastando con la rotundidez de su traza arquitectónica afloran delicados relieves, pletóricos de motivos seráficos, candelieri, elegantes y bulliciosos grutescos policromados, anticipo de soluciones decorativas que se harán extensivas con posterioridad en el territorio valenciano.
Es no obstante en la capilla de las reliquias donde esta decoración, que sacraliza la pagana gramática ornamental clásica, alcanza su clímax. Verdadero sancta santorum, que reunía la preciadísima colección de reliquias del Patriarca, fue otro de los tesoros reconocidos por cuantos visitaban el colegio: “A más de lo magnifico y serio de su fábrica está surtida la iglesia de ricas alhajas, preciosos ornamentos mucha plata y vasos sagrados…. Los oficios divinos se celebran en dicha iglesia con tanta magnificencia, gravedad y pausa que no solo acreditan bien el zelo de su fundador sino que la hacen recomendable, famosa dentro y fuera de los reinos de España“[32]se seguía diciendo de esta iglesia en 1778 cuando se visitaba en las Relaciones de la diócesis. La capilla de las reliquias reúne en tanto lugar recóndito para el recogimiento un extraordinario armario relicario con sorpresivos portalones de abrumadora presencia. De madera policromada con vivos y dorados grutescos y motivos seráficos —similares a los presentes en los retablos de la iglesia—entronca con una novedosa forma de entender el grutesco al modo eucarístico que se abría paso en la decoración de capillas en estos años[33]. El pintor mallorquín Jerónimo Chavarri, pintor relacionado con Antonio Ricci y el círculo de pintores escurialenses, decora la bóveda de la capilla, en 1607 con aves, guirnaldas de flores y frutos, cintas enroscadas en torno a una gran clave pintada que insiste en el motivo del Corpus Christi. Testigo del éxito de este tipo de decoración sería la realización al año siguiente por el mismo pintor de la pintura del relicario de la capilla de Santa Catalina en el Palacio Real y unos años más tarde, por un pintor vinculado también al Patriarca, Gaspar Beltrán del transagrario de la propia catedral valenciana.
Entre las múltiples novedades cargadas de porvenir que ofrecería la iglesia hay que situar el arrimadero de azulejos que, a modo de alto zócalo, recorre las paredes para permitir el arranque de los frescos. Fue una solución, de un porte culto y doméstico a la vez, absolutamente nueva en la arquitectura religiosa de la época y que por esas fechas comenzaba a utilizarse también en edificios civiles de la ciudad de Valencia. En 1574 se había autorizado a Hernando de Santiago, azulejero de Sevilla, para establecer un horno de obra de Talavera, y desde esa fecha edificios como la casa de la diputación o el Palacio del Real los habían incorporado como zócalos de sus paredes. Tras la iglesia, el arrimadero recorrería también las paredes del claustro y otros espacios, haciendo del zócalo de azulejos un motivo ornamental más, que pasará luego a la arquitectura religiosa valenciana en fechas posteriores.
La riqueza y el decoro de la iglesia adquiere una distintiva elegancia en el trabajo de mármoles y jaspes, patente en las gradas y cancela del altar mayor y sobre todo en las portadas laterales del crucero. Ejecutadas con jaspes de Tortosa por el cantero Gaspar Bruel y los genoveses Bartolomé Abril y Juan Bautista Semería, con sus embutidos de mármoles de colores fueron incluso tomadas como elemento a imitar en obras posteriores, como se menciona en las capitulaciones para la construcción de la puerta de la casa de la Generalitat en 1656[34]. Como en los retablos, domina el ordenamiento adintelado, con columnas sobre altos pedestales, correctos entablamentos y volados frontones de potente proyectura, cobrando protagonismo la elegante combinación policroma de los mármoles y su calculada visión entre los altos e inmediatos pedestales del templo. La portada del templo, interior y con acceso desde el vestíbulo, fue también ejecutada por Guillem del Rey. En ella se insiste en el ordenamiento adintelado, con dobles columnas corintias y ático apaisado flanqueado por pequeñas volutas enroscadas en la parte superior, acusando un cierto serlianismo en su composición. En otras zonas de la iglesia, hubo sin embargo dificultades y la cancela de jaspe pactada inicialmente con Francesc Figuerola fue objeto de problemas al no cumplir con lo capitulado, quizá por su inexperiencia en el trabajo de jaspes. Fue apartado encargándose de la misma el maestro milanés Joan María Quetze, alejamiento que sin duda le permitió dedicarse de lleno a la magna obra de la escalera de acceso a la biblioteca que emprenderá en 1599.
La elocuencia culta del pormenor que surge de modo insólito por todo el Colegio tiene un exponente singular en el aguamanil de mármol y jaspe —1599— situado en la trasera de la iglesia. Pila de manos, encastrada en la pared y articulada con pilastras, declina un vanguardista y temprano capitel jónico al modo de Miguel Ángel, con sus volutas enguirnaldadas, de una compleja geometría oblicua y dinámica visión tridimensional de su espiral. Del esmero de sus autores por la correcta traza de la espiral de la voluta jónica queda el vestigio de una pequeña incisión advertible en el mármol.
La presencia madrugadora de detalles y composiciones abiertas al moderno clásico que auspició la socialización de la obra de Miguel Ángel y que desde los años setenta del siglo XVI comenzó a penetrar selectivamente en el ámbito español, vuelve a manifestarse en la Capilla del Monumento. Situada a la derecha del vestíbulo de acceso al claustro y enfrentada al templo, destinada a albergar el monumento de Semana Santa, con una portada de similar diseño al de la iglesia, es un pequeño espacio rectangular decorado al fresco por Tomás Hernández, discípulo de Matarana, en el año 1606, y cubierto por una bóveda de cañón rebajado que acoge pequeños lunetos y remata en una enfatizada cabecera, cuya bóveda, de gajos aristados, se resuelve en esquina con pequeñas bóvedas aristadas triangulares. Pues bien, en esta bóveda de la cabecera emergen, con una pintura de trazos ligeros (objeto en fecha reciente de un gratuito y romo repinte), edículos que se estructuran en perspectiva hacia lo alto en la concavidad de gajos, al modo las características ventanas de Miguel Ángel (Capilla Sforza en Santa María la Mayor, Roma, o Sacristía de San Lorenzo, Florencia).
Mantenida sin grandes cambios la iglesia conserva su original impronta arquitectónica y religiosa. Sabemos que los deterioros y ennegrecimientos causados por el humo de las velas llevaron a consultas, como la que se hizo a Palomino en 1726, quien propuso un cuidadoso proceso de limpieza no ejecutado, al que siguieron otros con desigual fortuna[35]. La opulencia barroca del estuco, dorados y tallas que dominó la reforma del interior de la casi totalidad de iglesias valencianas en el siglo XVIII, gravitó sobre esta iglesia, proponiéndose una compostura barroca al modo de la cercana iglesia de San Martín, iniciativa que no prosperó. El ilustrado Antonio Ponz en su visita a Valencia (1774) insistió en la necesidad de que todo se conservara con el mayor cuidado posible, a pesar de que reconocía el ennegrecimiento de las pinturas y que la iglesia no tenía excesiva claridad, aunque le parecía “que de propósito se le disminuye por juzgar que es así más conducente a la devoción”[36].
Aunque en algún momento se debió pensar en abrir una portada directa de la iglesia a la calle, como se deduce de la negativa en las constituciones de 1610 a hacerlo, el acceso solo se podía realizar por una portada, que daba un vestíbulo concebido a modo de atrio del templo. Culminada en 1603 utiliza también columnas dóricas de mármol genovés, como las del claustro, pareadas y levemente embebidas en el muro, que se resaltan al exterior con el fondo de traspilastras o con los protagonistas plintos y fragmentos de frontón, acusando ya un tratamiento volumétrico a la vez sobrio y plástico, propio del clasicismo ornamentado que impone la creciente boga de los modelos vignolescos a través de la conocida Regola, traducida en España en 1593.
Será también a partir de 1593 cuando se decide concluir la parte superior de la fachada encargada a los maestros Miguel Rodrigo y Antonio Marona. Recorrida por una galería ordenada al modo dórico, con potente entablamento de triglifos y metopas —muy similar al que acababa de realizarse en el Torreón de la Generalitat— y ventanas dispuestas con una variante comprimida del sintagma albertiano en una acelerada concentración de arquillos y pilastras de trepidante efecto visual, todo trabajado con maestría técnica en ladrillo aplantillado y cortado. La torre campanario también acusa un similar ordenamiento clásico, con cuerpo de campanas horadado por arcos de medio punto y cajeado de pilastras, generando un modelo que sienta las bases para la mayor parte de los campanarios de las iglesias parroquiales que se reforman a partir del siglo XVII. La torre remataba, a juzgar por la vista que ofrece el plano de la ciudad de Valencia del año 1608 de Antonio Mancelli, en un chapitel, muy probablemente con faldones de teja vidriada, a juego con la cúpula, cuyo eco se puede observar aun en algunos edificios valencianos del momento, como la Casa de la Serena, en las cercanías de Alfara del Patriarca.
[28]Sobre este tema ver Bérchez, J., Gómez-Ferrer, M., “Mirar y Pintar. Notas sobre la Valencia al viu en el siglo XVII”, Historia de la ciudad III, Valencia, 2004, pp. 101-116
[29]Gaspar Aguilar, El gran patriarca don Juan de Ribera, Arzobispo de Valencia, procedente de Norte de poesía española, ilustrado del sol de Doze comedias (que forman segunda parte) de laureados poetas valencianos, Valencia, 1616
[30]Escolano, G., Décadas, Libro I, p. 1070-1071
[31]Constituciones de 1610, Cap. LII. De los retablos
[32]Relaciones para el estado de las diócesis valencianas, p. 1125, relación de 1778
[33]Bérchez, J., Gómez-Ferrer, M., “Vestir a lo moderno, la remodelación barroca del presbiterio de la catedral de Valencia”, Rinascimento italiano e committenza valenzana: Gli angeli musicanti della cattedrale di Valenza, Roma, 2011, pp. 207-227
[34]Aldana, S., El Palacio de la Generalitat de Valencia, Valencia, 1992, T. III, p. 4 de abril de 1656, p. 99, capitulaciones para la construcción de la portada de la casa de la Generalitat a la calle Caballeros, “conforme la de les portes de la Sachristia del collegi del Corpus Christi”
[35]Benito, F., “Un nuevo documento sobre Palomino y un proyecto de reforma decorativa para la capilla del Corpus Christi de Valencia” Archivo Español de Arte, 53, 212, (1980), oct-dic, pp. 491-493
[36]Ponz, A., Viage de España, Tomo III, p. 238