Yolanda Gil Saura
El paisaje valenciano –como todo paisaje- es un paisaje construido. La huerta, cuidadosamente delimitada por acequias, en el secano, la montaña rigurosamente escalonada con muros de piedra en seco que ganan terreno cultivable a la pendiente rocosa. Tal vez por eso el paisaje retratado por Joaquín Bérchez casi nunca es el de una naturaleza pretendidamente virgen. Es un fotógrafo de la obra del hombre. Probablemente el único fragmento sin modelar es esa turbia y turbulenta corriente fluvial que en realidad viene a convertirse en el prólogo de una especie de narración, la entrada del Turia en Valencia, el agua que fertiliza los campos y acaba sosegada en la Albufera uniéndose con el mar. Bérchez siempre intenta narrar, encontrar argumentos, en ocasiones argumentos que se van yuxtaponiendo al mismo tiempo que nos va mostrando una sucesión de fragmentos a los que la fotografía dota de nuevo significado.
El concepto de paisaje nace cuando el hombre empieza a mirar la naturaleza como algo digno de ser contemplado y comentado, la narración de la ascensión de Petrarca al Mont Ventoux nos presenta al hombre de letras movido, impresionado por la magnitud de lo que ve. Aquí el fotógrafo -otro hombre de letras cual Petrarca contemporáneo- se ve impelido a redescubrir el paisaje y nos muestra lo que ha visto, en unos casos objetos previsibles, en otros inéditos, pero siempre a través de su mirada personal.
Bérchez tiene referentes visuales –toda una vida escrutando la arquitectura y su paisaje da para mucho-, pero frente a otros no los oculta sino que en ocasiones los exhibe de manera descarada obligándonos a mirar más allá de sus fotografías. No podemos ver el acueducto romano de Chelva sin remitirnos a las ilustraciones de las Observaciones de Cavanilles, la vista de Alpuente o el huerto solar nos remiten casi a un contemporáneo Benjamín Palencia, la huerta a un Mondrian. En ocasiones es el propio título el que nos obliga a documentarnos sobre el fotógrafo al que homenajea, Mimmo Jodice. Homenajes, relecturas, tal vez sencillamente fotografías realizadas por un ojo educado, por un ojo que ha visto y reflexionado durante mucho tiempo sobre objetos artísticos sin plantearse que un día él podría ser el creador de esos objetos. Sospechamos que en ocasiones esas referencias no se buscan, sencillamente están ahí, y en otras es la mentalidad nunca enterrada del profesor que intenta aleccionar la mirada del que se acerca, algo más inocente, algo más ignorante, a sus imágenes.
Seguramente por esa educación previa, el fotógrafo raramente fotografía personas, de la misma manera que elude a la naturaleza per se. Sin embargo su fotografía –también la de paisajes- es tremendamente humana porque es una mirada civilizada, humana en el sentido más amplio de la palabra, que siempre va buscando la mano del hombre.
En algún momento de esta serie fotográfica nos da la sensación de que se retrata una suerte de competición entre lo natural y lo artificial, la Creación y los logros del hombre. Pero cuando contemplamos en El baldaquino del palmeral, la perfección de esa cúpula azul que tan bien definió Azorín como característica del paisaje valenciano frente a la belleza de una alineación de palmeras caemos en la cuenta de que tan creación humana es la cúpula como el palmeral, el hombre maneja los materiales para crear edificios pero también maneja la tierra, las simientes, el agua, creando paisajes, huertas, arrozales, huertos de olivos o naranjos, palmerales, viñedos, unos con un objetivo agrícola, otros con el de ocio o solaz. Una de las mejores metáforas es ese sarmiento en los alrededores de Utiel, naturaleza cultivada, podada, casi torturada para obtener el máximo refinamiento en el caldo que mirada por el fotógrafo parece convertirse en una escultura cuidadosamente trabajada.
En unas ocasiones es la descarnada arquitectura de rojizos ladrillos la que a través de una ventana nos permite ver la exuberancia de los naranjos, en otras es un cuidado campo de olivos el que dejar ver la ruina de un acueducto obra de romanos, invitándonos a ver ambos fragmentos como construcciones de la mano del hombre, el campo cultivado y el acueducto construido. El hombre ha dejado caer el acueducto cuando ha dejado de serle útil, pero no ha dejado de cultivar los olivos o los naranjos. Bérchez los ha fotografiado deteniendo el tiempo y mostrando al mismo nivel ambas obras del hombre.
Cuando vemos la barcaza solitaria al anochecer atravesando la Albufera con el paisaje industrial al fondo vemos el imparable avance de la modernidad, y la belleza que albergan también esos destellos de luces. Nos da la sensación de que esa barcaza solitaria podría ser la misma barca de la Nostalgia zurcida de la Malvarrosa, deteriorada pero no abandonada, cuidadosamente repintada y todavía, acaso, capaz de navegar en ese nuevo mundo.
Caemos en la cuenta de que ese azul intenso con el que ha sido repintada una y otra vez la barca varada en la playa es el mismo azul de las cúpulas, la de San Miguel de los Reyes o la de Líria, que se nos presentan también casi como testimonios varados en un paisaje de viviendas apiñadas, pedruscos y matojos pero a pesar de todo erguidas y orgullosas. Sentimos otra vez el impulso de releer a Azorín que conoció un paisaje valenciano bien diferente y al mismo tiempo tan idéntico al nuestro.
La mirada de Bérchez no quiere caer en la nostalgia –ni siquiera en esa Nostalgia zurcida-, es una mirada contemporánea que nos recuerda que el paisaje sigue construyéndose, de la geometría de la huerta a la modernidad de los huertos solares, la iluminación industriosa de la vista nocturna de la Albufera o los contenedores que esperan ser embarcados en el puerto. Pero el racionalismo de la geometría a lo Mondrian de las acequias que enmarcan la huerta todavía viva contrasta con las alambradas de muelles de colchones que delimitan la huerta perdida, resto de un recinto encerrado como en campo de concentración el cual, al ser progresivamente cercado, va languideciendo y muriendo. La visión de los altos edificios al fondo podría ser la imagen del progreso y la razón frente a la herrumbre de la alambrada, sin embargo, al mostrársenos borrosa, no hace sino aumentar en este caso una sensación amenazante y fantasmagórica. Lo que Bérchez denominó Tierra madre nos parece casi un vómito de modernidad, ese cortado brutalmente horadado que expulsa vehículos sin pausa contrasta con la pulcritud con la que los vecinos de Alpuente han ido corrigiendo la oblicuidad de los estratos con la horizontalidad de los cercados históricos de piedra en seco y cuadriculadas viviendas.
A Bérchez le gusta la geometría, las líneas rectas, los colores bien delimitados, blanco, azul, verde, esas líneas del horizonte que sirven de bisagra entre el cielo y la tierra, probablemente por eso le atraen tanto los modernos contenedores que nos recuerdan esos juguetes de construcción tan bien evocados por Juan Bordes, paralelepípedos flotando sobre el mar verde del arrozal a manera de construcciones prefabricadas. En la vista de Alpuente, a la oblicuidad a lo Caramuel del fondo de rocas se superpone la horizontalidad colorista de la trama habitada. Más rigurosa es esa imagen de la acequia donde el azul del cielo hay que buscarlo en el reflejo del agua entre el deslumbramiento de la pared encalada, el marrón del ladrillo de la acequia y el verde orgulloso de las coles y las chufas. Por alguna razón a los conocedores de la trayectoria del fotógrafo esa acequia nos recuerda la Esquina desplegada del Hospicio Cabañas de Guadalajara (México) que tan bien describió Juan Antonio Ramírez haciendo referencia a “la vertical, que ancla las arquitecturas en la tierra”. El gusto por las franjas de color horizontales que tornan sus fotografías en visiones casi abstractas es evidente sobre todo en El Lluent en la que los matices de color y los brillos de los azules en la oscuridad desplazan cualquier atisbo de autocomplaciencia en la visión de la Albufera. Otras veces esa ortogonalidad a la que es tan proclive la fotografía de Bérchez cobra valor de contrapunto con la irrupción de inesperadas diagonales, lo hace en la acequia, en el palmeral, pero sobre todo en el viaducto que se adentra en el abrumador talud de la montaña de rigurosos estratos horizontales en Cortes de Pallás. Antonio Bonet Correa, que ha visto en esta Tierra madre una síntesis de la estética fotográfica de Joaquín Bérchez, cifra con su habitual lucidez la singularidad de esta fotografía: “al espectador lo mismo que al viajero esta imagen que tiene mucho de realidad y mucho de onírico le produce un asombro en el que se entremezclan la admiración por el arte de construir y la emoción de lo sublime”.
Tal vez una de las más densas imágenes de la serie sea ese lateral de la Lonja de Pescadores del Cabanyal en el que el paisaje aparece evocado, representado, en una suerte de visión abismada. En ese muro parcheado con alusiones a la Formula 1, una placa callejera –Travesía de Pescadores-, un semáforo o el luminoso de una hamburguesería, un grafitero ha plasmado un galeón y una isla, galeón pirata e isla desierta habitada por un solitario Robinson Crusoe. Más que a la modernidad el graffiti recuerda dibujos en muchos casos marginales, meros entretenimientos, que son descubiertos como pequeñas joyas en manuscritos del siglo XVIII. El mundo marinero evoca paisajes lejanos, paisajes soñados, marinos de cuento, mares del Sur donde se mezclan los náufragos con los capitanes intrépidos. Esas olas delineadas de una manera casi infantil se separan de las aguas agitadas del Turia o de las olas rompiendo en la playa de la Malvarrosa y contrastan con la quietud del Lluent o el agua de las acequias. En este paisaje nuestro de hombres dubitativos donde primero se abre una ventana con un primoroso balcón para después tapiarlo lo único seguro parece ser ese mundo soñado, aquí pintado y ahora argumentado desde la fotografía, irónico chiste que abre el paisaje de Valencia al mar.
[Yolanda Gil Saura, “Joaquín Bérchez: paisajes narrados”, Miscelánea Geográfica, Universitat de Valéncia, Valencia, 2014]