Joaquín Bérchez Gómez y Mercedes Gómez-Ferrer Lozano

La Seo de Xàtiva. Historia, imágenes y realidades

Jorge Fernández-Santos Ortiz-Iribas

La monografía que Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer dedican a la colegiata de Játiva, segundo templo en importancia del reino valenciano y, por su accidentada y plurisecular historia constructiva, palimpsesto de no pocas corrientes en el devenir histórico-artístico del Levante español, desborda los cauces de lo que viene en considerarse una valiosa aportación historiográfica. A pesar de que estas líneas se orienten en lo sustancial a una primera valoración, desde la historia de la arquitectura, de este trabajo, se falsearía lo que tiene de excepcional si se pasase por alto sus ilustraciones –y no se trata de un mero dar cuenta de las bondades del Joaquín Bérchez fotógrafo, labor que compete a la crítica artística, sino de sopesar hasta qué punto la capilaridad, que no subsidiariedad, de imagen y discurso abre perspectivas e interrogantes. Es, por así decirlo, una doble reseña la que exige este libro y aunque, por razones de lógica redaccional, se intentará abordar ambas vertientes en secuencia, no deja de ser cierto que son difícilmente independizables.

La historia constructiva de la colegiata de San Felipe resulta particularmente compleja por una penuria de datos que, como pone de manifiesto el riguroso y nutrido apéndice documental (pp. 169-190), se extiende de 1596 a 1732, abarcando de lleno periodos que los propios autores no dudan en calificar como los de mayor esplendor arquitectónico de una fábrica que, comenzada poco antes de la muerte de Felipe II, se prolonga, con continuas interrupciones, hasta las primeras décadas del siglo XX. Esta carencia la resuelven los autores con un uso inteligente e imaginativo del, en realidad, amplio abanico de recursos de los que dispone el historiador de la arquitectura. Dos importantes testimonios, uno gráfico y el otro escrito, merecen destacarse por su utilidad en la labor de reconstrucción historiográfica. Del primero, aunque dado a conocer en una colectánea documental publicada recientemente, se puede decir que era, a los efectos del análisis histórico, inédito (p. 113, nota 53). Nos referimos a la planta y sección transversal de la colegiata presentadas, junto a un memorial que renovaba las aspiraciones de catedralidad del templo setabense, al rey Carlos III en 1760 y actualmente conservadas en el Archivo Histórico Nacional (pp. 108-109). El proyecto, obra autógrafa del carmelita fray Alberto Pina, aclara con un uso pulcro y metódico del color –algo que las fotografías de Bérchez recogen con todo lujo de detalles (pp. 91-105)– lo construido con anterioridad y sus propias propuestas para coronar la obra. El segundo testimonio, rigurosamente inédito, lo constituyen los informes pedidos por los electos de la fábrica a Juan Bautista Corachán en 1732 con ocasión de la reanudación de las obras tras el largo paréntesis abierto por la Guerra de Sucesión (pp. 172-175). En ellos el ilustre novator valenciano hace gala de una lúcida receptividad hacia “lo antiguo ya echo antes” que sin duda ha guiado el esfuerzo de los autores por diferenciar y aquilatar las principales fases constructivas de la colegiata.

Tras referirse a la mezquita cristianizada que precede a la actual fábrica, de la que apenas nada se conserva y que recogió Wijngaerde en una de sus vistas, fechada en 1563, Bérchez y Gómez-Ferrer trazan un claro panorama de la historia de la nueva colegiata, aquella que surge en 1595 para dejar atrás los resabios “a lo mosaico” de su antecesora. Una primera fase, de 1597 a 1626, se distingue, en su intención originaria, por la ardua labor de renovación litúrgica liderada por el Patriarca Ribera en tierras valencianas y por la presencia de maestros canteros como Juan Pavía, Pedro Ladrón de Arce y Francesc Figuerola –este último ligado tanto al patriarca como a Juan de Herrera y, según el criterio de los autores, uno de los más próximos a la concepción de la traza original (pp. 26-28). A este primer periodo, de “maduro renacimiento” y de consumada maestría estereotómica debemos la cabecera eneagonal (vestigio del que muy posiblemente fuera un proyecto global de cantería) y frutos tan logrados como la Capilla de San Vicente y la antesacristía. Particularmente convincente resulta el nexo que los autores establecen entre la renovatio post-tridentina y el nuevo vigor que adquieren tipologías de raigambre gótica, como la cabecera catedralicia con deambulatorio, reformuladas en la nueva simbiosis de lenguaje clásico y cantería renaciente.

La segunda fase dura de 1683 a 1705 y tiene por protagonista indiscutible a mosén Juan Blay Aparisi y Polop, al que conviene distinguir de su casi homónimo el matemático mercedario Joan Aparisi. La superposición de las huellas del primer y segundo periodo en la cabecera (p. 29) plantea ambigüedades de lectura a las que no es ajeno el crucero de la colegiata. El llamativo verticalismo del orden dórico observable en las pilastras dobles de los pilares del crucero, que se yerguen hasta una altura equivalente a dieciocho diámetros, no puede, a falta de pruebas documentales, fecharse con certeza. Merece sin embargo tenerse muy en cuenta la hipótesis de los autores en el sentido de que debió de ser precisamente en este segundo periodo cuando se produjo un replanteamiento en profundidad del proyecto inicial de finales del siglo XVI que exigió, a resultas de un aumento de la altura del presbiterio y de una nuevamente proyectada cúpula, engrosar y posiblemente alargar los pilares en la intersección de la cabecera con el crucero, conllevando asimismo rectificaciones en las dos crujías del tramo inmediato al crucero –una tesis que ilustra admirablemente la portada del libro y que reaparece, con el sugestivo título de “Desierto dórico”, como coda del apéndice final de Curiosidades Fotográficas estableciendo, con evidente carga intencional, un vínculo circular entre portada y virtual contraportada. Si además de interpretar, como hiciera en 1923 Elías Tormo (p. 16), el sobrio interior de la colegiata en términos de inspiración escurialense, detectamos en el crucero y en las “capillas transparentes” junto a él la fusión del lenguaje renacentista de finales del XVI con el clasicismo barroco de finales del XVII, sobre el que gravita a su vez la lección escurialense pasada por el filtro modernizador de Caramuel –o lo que es lo mismo, el encuentro de la traza originaria de 1596 con la estereotomía vanguardista y caramueliana de Juan Blay Aparisi– entenderemos mejor la conspicua centralidad que adquiere la imagen del crucero dentro de la original relectura del templo setabense que aportan Bérchez y Gómez-Ferrer. Una centralidad que cabe entender como un fiel reflejo del acontecer histórico del propio edificio ya que, como argumentan los autores, en esa intersección se “fraguó la imagen clasicista posterior de la colegiata” (pp. 70 y 90).

Dentro de esta segunda fase Aparisi diseña las fachadas norte y sur del crucero en las que los autores identifican “una de las primeras sistematizaciones de la arquitectura hispánica empeñada en declinar los principios oblicuos desarrollados por Caramuel” (p. 70). El cotejo visual de láminas de la Architectura civil de Caramuel, publicada en 1678, y detalles de ambas fachadas (pp. 71-79), además de un acierto en lo formal, no permite dudar de que Aparisi manejase y muy posiblemente poseyese un ejemplar del tratado. Se trata, efectivamente, de una tempranísima recepción española, hecho que en sí mismo, dada la ausencia de vinculación directa entre Caramuel y Játiva, llama poderosamente la atención. Bérchez ya había apuntado la presencia en Valencia en 1688 del ingeniero militar José Chafrión (1653–1698), discípulo de Caramuel llamado por el Consejo de la Ciudad para hacer un proyecto portuario[1]. Valenciano de origen, Chafrión viajó a Roma con apenas dieciocho años y es allí donde en 1671 entra en contacto con Juan Caramuel. Se podría recordar asimismo que Bartolomé Chafrión firma en Barcelona el 15 de enero de 1697 la segunda edición de su traducción del tratado de Raimondo Montecuccoli como “Alferez de Infanteria Española del Tercio de Valencia”[2]. Otro cauce significativo de difusión de las obras de Caramuel pudo venir de los contactos que unían a Caramuel, tío carnal de dos ilustres mercedarios como Lorenzo y Miguel Mayers, con la Orden de la Merced. Aun a sabiendas de que el Juan Blay Aparisi autor de las fachadas de Játiva no sea el mercedario Joan Aparisi, catedrático de matemáticas en la Universidad de Valencia entre 1674 y 1696, éste bien pudo haber contribuido a la divulgación de las obras de Caramuel en tierras valencianas. Sabemos asimismo que el también mercedario fray Damián Esteve, fallecido en 1692, mantuvo correspondencia con Caramuel[3]. El propio Bérchez ha fotografiado con esmero las volutas poligonales de los alerones de la portada principal del monasterio de San Juan de la Peña en Huesca, en la que ha identificado una madrugadora concretización de las propuestas caramuelianas, prueba asimismo evidente de un precoz manejo de la Architectura civil, que sabemos se conservaba en la biblioteca privada del patrono del monasterio oscense –que no era otro que el dedicatario del tratado, Don Juan José de Austria– en el Alcázar madrileño. Todo ello no vendría sino a corroborar que, junto a la circunstancia fundamental del origen valenciano de los Chafrión y los estrechos vínculos de Caramuel con mercedarios, el escoramiento del polígrafo cisterciense hacia el partido “juanista” propició una difusión de sus propuestas arquitectónicas en los dominios de monarquía aragonesa. Un impulso que no se difuminaría del todo con la prematura desaparición del príncipe y primer ministro en 1679 ya que es precisamente en tierras catalano-aragonesas donde, en la primera mitad del siglo XVIII, mayor vigencia alcanzó la “architectura obliqua” teorizada por Caramuel. Los ejemplos de esta difusión que se aportan, ampliando el elenco de los propuestos en su día por Antonio Bonet Correa, ponen de manifiesto, aparte de su mayor calado en los antiguos territorios de la Corona de Aragón, una predominancia neta de la arquitectura eclesiástica y un carácter a veces periférico.

Las fachadas del crucero que los autores definen en términos de “Manifiesto de la arquitectura oblicua” (pp. 71 y 81-84) serían impensables, más allá del uso que Aparisi hace de Caramuel, sin un sustrato común que, como sugieren inteligentemente, no es meramente arquitectónico sino que apunta en la dirección de una arquitectura encomendada quizás a un “ojo divino, no humano” (p. 82), o de lo que el propio Caramuel daba a entender –y se trata una cita de especial resonancia en la obra de Joaquín Bérchez– en su invocación paulina a los “ojos del entendimiento”. Sorprende sin embargo la particular interpretación que Aparisi hace del more obliquo en lugar tan aparentemente poco idóneo desde el punto de vista planimétrico como una fachada inserta en un muro recto sin resaltes y levantado a escuadra[4]. Efectivamente, y aunque lo angosto del entorno urbano propicie la “contemplación sesgada” de la mismas (pp. 82-83), las portadas de Aparisi tienen, en su voluntariosa búsqueda de lo oblicuo, mucho de “manifiesto”, algo que las aparta de la intención programática que Caramuel otorga a la oblicuidad, que es la de reflejar la estructura arquitectónica subyacente. Se podría argumentar que, en la medida en que los elementos curvos e inclinados ideados por Aparisi parecen destinados a crear una ilusión de profundidad, no nos hallamos conceptualmente lejos de los pronunciados esviajes labrados por maestros canteros del renacimiento español tanto en portadas como en ventanales con el objetivo de potenciar efectos de perspectiva de acuerdo a patrones italianizantes[5]. Y esta irresoluble ambigüedad entre oblicuidad visiva y estructural, inherente a la tradición hispánica, diríamos que, a fin de cuentas, condiciona tanto a Caramuel como al Aparisi que se apoya en él para concebir sus fachadas como verdaderos alardes oblicuos.

En torno a la figura de fray Alberto Pina (1693-1772), académico de San Carlos, se condensa la tercera fase constructiva, iniciada en torno a 1738-39 y caracterizada por un clasicismo barroco sobre el que todavía planea una práctica estereotómica que, falta de mayores ámbitos, se materializa en una focalizada neocantería setecentista. Además de dar cuenta de la permanencia de “lo oblicuo” en una serie de elementos secundarios del templo de la primera mitad del XVIII (p. 83), Bérchez y Gómez-Ferrer se detienen justamente en el que ven como un “eslabón postrero” de la oblicuidad setabense, el tabernáculo de jaspes de Pedro Juan Guisart, cuyo diseño fue sometido al refrendo del cabildo en 1777 (pp. 139-141). Ventura Rodríguez propuso significativas modificaciones al proyecto de Guisart, censurando en concreto la planta oblicua e irregular de basas y capiteles. Concluido entre 1806 y 1808, las fotografías y el texto se detienen en revelarnos los aspectos del tabernáculo que, como la planta elíptica de su cascarón, resultan menos acordes con el clasicismo académico imperante a finales del siglo XVIII. Desde una perspectiva de intransigente vitruvianismo, Ortiz y Sanz, director efectivo de las obras a pesar de residir en Madrid, se mostrará en 1804 abiertamente crítico con las espigadas pilastras dóricas que Pina había sabido incorporar a su proyecto de 1760 y mantendrá agrios debates con los maestros que, como los Cuenca, permanecían más próximos al espíritu del proyecto de 1760. Creemos interpretar el sentir de los autores al detectar en la fachada propuesta por Jaime Pérez (p. 146), inspirada a su vez en la que envió desde Roma Ortiz y Sanz antes de 1784, una abrupta ruptura con el que había sido un lento caminar de la fábrica, desde Francesc Guardiola a Guisart, en el que los sucesivos artífices más que contradecirse parecían buscar puntos de encuentro. Una consideración extensible, con todos los matices que se estimen oportunos, a no pocos aspectos de la evolución de la arquitectura española entre los siglos XVI y XVIII.

Es ésta una monografía que no entra dentro de la categoría, harto conocida, del lujoso volumen dedicado a un “templo insigne” que, con gran despliegue gráfico y documental, da cuenta pormenorizada de todos sus rincones y tesoros artísticos. Que nada tiene que ver con la divulgación del patrimonio artístico local lo deja bien claro una cuidada redacción que se distingue por un versátil y amplio manejo de términos de estereotomía y por una utilización precisa de vocablos propios de la especialización histórico-artística que, en pasajes particularmente densos, requiere la máxima atención incluso de lectores duchos en la materia. Echamos en falta, aunque entendemos que se haya querido evitar el formato explícitamente académico, que las fotografías vayan numeradas para permitir una referencia más individualizada en determinados momentos de especial complejidad. Nos permitimos de todos modos recomendar a los potenciales lectores que, antes de leer el libro, se familiaricen con el conjunto de sus imágenes y que, a la hora de adentrarse en cada una de las tres secciones principales, hagan un detenido recorrido por las que van intercaladas y al final de cada una de ellas. La recomendación no tiene la única finalidad de facilitar la comprensión del texto sino que refleja una característica esencial –a la vez que singularísima– del libro sobre la que nos detendremos más adelante. La amplia cronología de la colegiata solapa la larga trayectoria de Joaquín Bérchez que, sin que sea necesario traer a colación obras sobradamente conocidas, abarca estudios desde el renacimiento al neoclasicismo valencianos, títulos a los que se unen los de Mercedes Gómez-Ferrer, igualmente experta destacada en arquitectura valenciana del periodo alto-moderno. Se da por lo tanto una adecuación perfecta entre autores y contenido que nos interesa destacar aquí no sólo en sí misma sino porque pensamos que en ella puede muy posiblemente encontrarse la clave de un libro que demuestra una sensibilidad muy aguzada hacia la estructura temporal del fenómeno arquitectónico, hacia lo que debe a la sedimentación cronológica. Si, para cada una de las fases constructivas, se advierte una clara y bien jerarquizada visión en horizontal, como corresponde a rigurosos investigadores expertos en la materia, es precisamente la capacidad para atisbar procesos –tanto continuidades como discontinuidades– de muy largo recorrido la que permite extractar lo inercial de lo novedoso en un sentido más profundo. Dicho en otras palabras, el estudio de la cabecera, del crucero y de la nave, dadas las carencias documentales y el solapamiento de las fases, requería precisamente este tipo de habilidad para encontrar claves interpretativas –que no meramente taxonómicas– capaces de desentrañar en los casos de Aparisi, de Corachán y de Pina una serie de miradas retrospectivas que han ido configurando la morfología de la colegiata en un sucederse de estratos históricos interdependientes.

Ya anunciamos al comienzo de esta reseña que no es nuestra intención entrar en el campo específico de la crítica artística. Teniendo en cuenta que este es el primer libro monográfico de historia de la arquitectura del que, además del texto, escrito en colaboración con Mercedes Gómez-Ferrer, Bérchez se responsabiliza tanto de la totalidad de las fotografías[6] como de la maquetación, nos parece oportuno reabrir el interrogante que planteara Fernando Marías en los momentos iniciales de la que ya es una actividad profesional muy consolidada en el campo de la fotografía artística. La pregunta que Marías se hacía era la del historiador de la arquitectura que es a su vez fotógrafo[7] y que, en el caso que nos plantea este nuevo libro, se podría concretar en intentar dar razón de cómo afecta a un libro de historia de la arquitectura el que su autor (o uno de sus autores) esté detrás de las ilustraciones. La respuesta se nos antoja, en su generalidad, difícil. Del mismo modo que sería injusto reducir al fotógrafo al campo exclusivo de la imagen arquitectónica (por mucho que ésta sea la más frecuente en su producción), tampoco el fotógrafo de arquitectura debe subordinarse a la actividad, ciertamente más restringida, de ilustrador de libros de historia de la arquitectura. De hecho, las Curiosidades Fotográficas (pp. 191-215), al ser relegadas a un apéndice, se alejan vocacionalmente de la ilustración y muy probablemente se encuadren en el contexto de la exposición de fotografías que Bérchez consagró recientemente a la colegiata (Museo de l’Almodí, Játiva, 2007). Desde otro planteamiento, y con la posible exclusión de dos o tres de ellas, esta selección de fotografías en color podría integrarse perfectamente en un texto de historia de la arquitectura y, en el que nos ocupa, hubieran podido funcionar, dada su belleza formal y su relación directa con el contenido, como portadas o colofones de los tramos fundamentales en los que éste se desarrolla. Dicho esto, es el más reducido y especializado de los tres aspectos, el ilustrativo, el que aquí interesa. Si, en la conocida monografía que dedicó a Borromini, las facetas de arquitecto, de teórico de la arquitectura, de historiador y de fotógrafo de Paolo Portoghesi se conjugaban en una visión totalizante, hasta el punto que podríamos hablar de “el Borromini de Portoghesi”, en Bérchez merece destacarse un paralelismo muy sutil entre el discurso del historiador y la labor del fotógrafo, una aptitud para incitar a la reflexión histórica sin forzar las tintas en lo formal. Entre los múltiples registros del fotógrafo –y se trata de un mero ejemplo– dos fotografías recientes de San Esteban y de la Clerecía de Salamanca[8] aúnan sobriedad expositiva con riqueza cromática y dan la medida de las calidades que Bérchez puede alcanzar en imágenes que, sin renegar de la categoría de lo genéricamente “ilustrativo”, nos retrotraen a los atemporales exteriores de catedrales fotografiados por los hermanos Bisson en el siglo XIX. Con un uso selectivo de las fotografías en color (quizá falte una que refleje la policromía del tabernáculo de Guisart) Bérchez concibe sus imágenes dentro de una continuidad expositiva que recrea lo argumentado en el texto, pero sin caer en ningún momento en el didacticismo. Es más, se trata de un camino de ida y vuelta en el que las imágenes no sólo “ilustran” el texto sino que lo completan. A veces la sensación de recorrido visual se acompaña con una de recorrido físico, como sugiere la presencia de una misma figura femenina en varias de las fotografías. La ausencia de algunas que plasmen la fachada actual o el entorno urbano inmediato, más atisbado que mostrado, no es casual y puede justificarse por la interpelación de texto e imágenes, que excluye la necesidad de fotografiar monótonamente todo el edificio, desde todas sus vertientes, del mismo modo que el texto pasa de puntillas sobre la inacabada fachada de comienzos del siglo XX. Así, el que fuera retablo original de Alberto Pina, sustituido por el tabernáculo de Guisart y desvirtuado con posterioridad, aparece, carente de protagonismo, al fondo de una imagen (p. 132). La primera fotografía del libro despliega a doble página una visión en profundidad de la nave hacia el tabernáculo que, deliberadamente contradiciendo la simetría, nos muestra los pilares de la zona derecha más cercanos al objetivo mientras deja fuera a sus correspondientes en el lado izquierdo, en lo que bien pudiera ser una manera “oblicua” de llamar la atención sobre los efectos de distorsión óptica característicos de la visión periférica. Dentro de los límites de la contención formal, las imágenes de Bérchez forman un entramado visual muy logrado y, resulta necesario decirlo, es ésta la obra mejor ilustrada de cuantas ha publicado hasta la fecha. El subtítulo del libro, Historia – Imágenes – Realidades, desvela mucho de la singularidad a la que antes aludíamos, una singularidad de raíz hermenéutica que se propone desvelar, por la doble vía de la captación fotográfica y de la investigación histórica, una realidad fijada en piedra con el discurrir del tiempo. Y, en efecto, lo que aquí reseñamos tiene bastante de apuesta y no poco de ensayo. La apuesta consiste en abordar la monografía de un edificio rico en historia en términos que solidarizan estructura e interpretación, sin renunciar a incorporar, a modo de ensayo en paralelo, un discurso-en-imágenes. Lo primero, aunque infrecuente, es generalizable, mientras que lo segundo lo es en mucha menor medida a menos que se cuente –como es el caso aquí– con una venturosa compenetración de mirada fotográfica y visión histórica.

[1] Joaquín Bérchez Gómez, Arquitectura barroca valenciana, Valencia, Bancaixa, 1993, p. 60.

[2] Raimondo Montecuccoli, Arte Universal de la Guerra, Barcelona, Rafael Figuerò, 1697.

[3] Vicente Ximeno, Escritores del Reyno de Valencia, Valencia, Joseph Estevan Dolz, 1747-1749, II, pp. 114-115.

[4] Ya señaló Bérchez, Arquitectura barroca, op. cit., p. 30, que Aparisi diseña la portada de la fachada norte del crucero con el objetivo de “eludir la planitud del muro”.

[5] Véase la certera interpretación de la fachada sur como un “trampantojo arquitectónico” (ibid., p. 32).

[6] Las 133 fotografías han sido realizadas en su totalidad por J. Bérchez entre 2005 y 2007. De ellas, 39 reproducen documentos y son, menos una, todas en color. Las 94 restantes (22 de las cuales son en color) recogen la arquitectura de la colegiata.

[7] Joaquín Bérchez Gómez, Espacios comprimidos 2003 (Sala de Exposiciones del Rectorado de la Universidad Politécnica de Valencia, 17 diciembre 2003 – 4 enero 2004), Valencia, UPV, 2003, pp. 12-17.

[8] Joaquín Bérchez Gómez, Desde la plaza, Salamanca, Salamanca Plaza Mayor de Europa, 2005, pp. 62-65.

[Jorge Fernández-Santos Ortiz-Iribas, Recensión “Joaquín Bérchez Gómez y Mercedes Gómez-Ferrer Lozano, La Seo de Xàtiva. Historia, imágenes y realidades”, Goya. Revista de Arte, nº 319-320, Madrid, 2007]