Yayo Aznar
Es difícil escribir algo que las fotos de Joaquín Bérchez no digan por sí mismas alto y claro. Sería fácil empezar este texto apelando a la recuperación de la jerarquía artística para un tipo muy concreto de fotografía (la de arquitectura) desde la mirada de un historiador del arte meticulosamente formado. Incluso podríamos aprovechar para criticar el descuido con el que la mayoría de nuestros colegas hacen las fotografías de las obras sobre las que trabajan, entendiéndolas como simples medios auxiliares. Pero todo esto no haría más que empobrecer injustamente la propuesta fotográfica de esta exposición por dos razones. La primera es que la obra que tenemos delante tiene un argumento sostenido, una propuesta concreta, a saber, que desde la fotografía de la arquitectura y de la ciudad se puede enseñar a mirar la arquitectura y la fotografía. La segunda, obviamente, es que esto es imposible llevarlo a cabo si no es desde la subjetividad. Por eso algunas fotografías nos hablan de otras cosas. Un fotógrafo sin convicciones personales y sin un sólido planteamiento tanto hacia el medio como hacia el mundo en su más amplio sentido, no es un fotógrafo digno de ese nombre (Bill Jay)[1]
La imagen no es más que la lectura que hacemos de ella. En consecuencia, toda imagen fotográfica propuesta por un fotógrafo es, en principio, una reconstrucción de lo real. Si escogemos alguna de las vistas de Valencia, por ejemplo, y la comparamos con alguna otra foto de la exposición, nos daremos cuenta del inquietante modo en que se pide que el espectador vea la fotografía. Me explico. Es evidente que la mirada no explora de la misma manera la pintura que la fotografía. En un cuadro el ojo recorre el camino de las formas y los colores; en una fotografía, por el contrario, lo que atrae primero la mirada es un trabajo de reconstrucción de los planos sucesivos. Como ha explicado Tisseron[2], debido al aplastamiento de esos planos sucesivos en una superficie bidimensional, toda fotografía cumple en primer lugar la función de reconstruir la sucesión. Para ello, la mirada debe entrar en la imagen fotográfica mucho más que en la imagen pictórica. Mientras que las formas de una superficie pintada pueden ser seguidas por una mirada que se mantiene exterior a la tela, una fotografía nos invita a reconstruir el lugar de los objetos en la profundidad del espacio representado, así como (y esto es importante) el lugar del fotógrafo en el momento de realizar la toma fotográfica. Algo originalmente puesto en evidencia en Pretil (Valencia, 2003) o incluso en la fotografía del Monasterio de El Escorial, pero negado, sin embargo, en Marjal en Almenara (Castellón, 2003), una fotografía con mucha poesía y una buena dosis de memoria pictórica.
No existe una mirada inocente o desmemoriada. La de Joaquín Bérchez, tampoco. Con una sólida formación como historiador de la arquitectura, y con Caramuel siempre bajo el brazo, su mirada se pasea por la iglesia de San Bartolomé de Benicarló, por la iglesia parroquial de Vinaroz o por el Monasterio de Poblet, y selecciona detalles, detalles siempre con una seria conciencia intelectual, pero a veces también inquietantes, como esas voluptuosas columnas salomónicas con claras referencias a cuerpos femeninos. Esa sofisticada capacidad de selección es la que hace de sus fotografías, sobre todo en blanco y negro, afirmaciones penetrantes.
Porque el fotógrafo trabaja, evidentemente, desde la intimidad y desde la subjetividad, incluso (o sobre todo) cuando se trata de arquitectura. Y lo han hecho todos los fotógrafos desde el principio de la historia de la fotografía, lo quieran reconocer o no. Como ha explicado Otto Stelzer[3], el advenimiento de la fotografía representa el triunfo de un determinado modo de comportamiento en la contemplación del mundo material: la visión según la perspectiva central. Este triunfo simbolizaría a su vez, al fijar un punto único de observación del que depende la imagen exterior, la hegemonía de la conciencia del yo, del sujeto individual frente al objeto. Por eso existen libros como el citado de Tisseron. Paradójicamente, la tan cacareada “objetividad” fotográfica iba a nacer de una exaltación más o menos encubierta de la subjetividad.
Sí, tiene razón Tisseron, es importante el lugar del fotógrafo en el momento de realizar la toma fotográfica, porque nos puede hacer mirar aquello que no hemos sido capaces de ver, aquello que constituye nuestro visible cotidiano pero que está muy lejos de corresponder a lo que tenemos potencialmente la posibilidad de ver, aquel detalle que siempre ha estado en el edificio que hemos mirado ochenta veces pero al que nunca hemos dado importancia plástica o intelectual, del que nunca hemos hecho una lectura que no fuera meramente funcional. Sólo vemos del mundo aquello que corresponde a nuestras costumbres o aquello que tiene para nosotros una utilidad inmediata. La mirada del fotógrafo se para, sin embargo, en un Trastero y nos hacer ver en él, como en aquel viejo armario de Tapies, el lugar donde acumulamos lo que ya no nos sirve pero que, por alguna razón que sólo nosotros conocemos, no queremos tirar; el lugar, en fin, de una intimidad probablemente nunca verbalizada. En realidad, el ojo, tampoco el de Joaquín, puede ser mejor que toda la filosofía que lleva detrás.
[1] JAY, Bill, Negative/Positive: a Philosopgy of Photography, Iowa, Dubuque, 1979.
[2] TISSERON, S., El misterio de la cámara lúcida. Fotografía e inconsciente, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2000, p. 106.
[3] Véase STELZER, O., Arte y fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 1981.
[Yayo Aznar, “En la mirada”, Espacios comprimidos, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2003]