Miguel Falomir
Cuantos hemos escrito sobre la fotografía de Joaquín Bérchez coincidimos al señalar que en su mirada convergen el artista y el historiador del arte y que es tal confluencia la que le otorga una poderosa singularidad. En otra ocasión escribí sobre la dimensión estética de su fotografía; esta vez lo haré sobre su fotografía como historia del arte. Lo que me interesa no es el modo como el historiador del arte ha mediatizado al fotógrafo, sino mostrar que la exposición ‘Joaquín Bérchez. El Greco Architeto. Algo más que retablos’ —actualmente en el Centro del Carmen en Valencia— constituye un excelente ejemplo de historia del arte. Y es que hemos asumido que la historia del arte es una disciplina esencialmente escrita cuando, probablemente, no haya mejor y más lógica forma de hacerla que mediante imágenes. Parece una perogrullada afirmar que el objetivo de cualquier historiador del arte es estudiar las obras desde una doble perspectiva sincrónica y diacrónica. La primera procura recrear las condiciones en las cuales fueron realizadas las obras de arte; la segunda se preocupa por cómo estas mismas obras han llegado hasta nosotros. Cualquier conmemoración tiende a magnificar a quien se celebra y la del Greco no está siendo una excepción. Las fotografías de Bérchez constituyen un inteligente antídoto a esta previsible exaltación del genio en detrimento del entorno, probablemente porque la arquitectura es por definición la más social y menos solitaria de las disciplinas artísticas. Desde el inteligente uso de la Vista de Toledo como prólogo al video, hasta la inserción de las pinturas del Greco en sus retablos y estos en sus consiguientes edificios y ámbitos urbanos, se visualiza la incardinación del Greco en la ciudad en la que vivió y trabajó cuarenta años, su relación con los individuos y comunidades que recabaron sus servicios y con los artistas y artesanos con los que colaboró, recordándonos lo que nos enseñó T.S. Eliot: que ningún artista se explica por sí solo.
La mayoría de obras que el Greco pintó para Toledo han abandonado la ciudad y sólo unas pocas se exhiben en los edificios para las que fueron concebidas, aunque en condiciones distintas a las originales. De nuevo debemos a Bérchez elocuentes testimonios de dichas transformaciones. Sus fotografías nos advierten que nuestra percepción de estas pinturas no puede ser la misma que experimentaron los toledanos de entonces: los espacios arquitectónicos se han transformado de forma notable, como sucede en la iglesia de Santo Tomé o la capilla de San José; los altares que cobijan las pinturas han sido manipulados, a veces toscamente como en la capilla Ovalle; la iluminación es otra —y hay que alabar que las fotografías estén tomadas con luz natural—, y los retablos, circunstancia que suele soslayarse, solían verse a través de imponentes rejerías.
Las fotografías de Bérchez satisfacen esta doble exigencia sincrónica y diacrónica, pero su mayor activo como historia del arte probablemente sea su énfasis por el objeto. Recuerdo a T. J. Clark definiendo como écfrasis comentada su forma de hacer historia del arte. Una écfrasis es la descripción de una obra de arte y, como tal, presupone un conocimiento profundo y directo del objeto contemplado. Quien elabora una écfrasis no sólo contempla y analiza la obra de arte con detenimiento, sino que es capaz de interiorizar esa experiencia y, sobre todo, transmitirla con palabras. Cuanta más formación y sensibilidad tenga el espectador, más razonada y completa será su écfrasis. Al reivindicar la écfrasis razonada como forma de hacer historia del arte, Clark abogaba por volver a hacer del objeto el centro de nuestra disciplina; una disciplina cada vez más incómoda en contacto con la obra de arte y más proclive a formular complejas teorías que la asimilen a la llamadas ciencias sociales. Bérchez es un historiador del arte al que le gusta el arte y sus fotografías así lo proclaman. Más aún, si no fuera porque la écfrasis es un género literario, calificaría las suyas del Greco de ‘écfrasis razonadas’. Sé que es un oxímoron, pero en ellas encuentro un equivalente visual a esa descripción razonada de la que hablaba Clark, perceptible en la forma como se aproxima a los retablos, desde lo general a lo concreto; en la morosidad con que recrea sus texturas incidiendo en su materialidad, o en el gusto nunca caprichoso por el detalle. El detalle, expresado mediante el encuadre, merece un comentario aparte, pues acaso sea la estrategia visual más poderosa de la fotografía de Bérchez. El detalle, nos enseñó Daniel Arasse, es la recompensa de quien sabe mirar, un generador de sorpresas, de descubrimientos insospechados, imperceptibles a ojos raudos e insensibles. El detalle escapa tanto al espectador apresurado como al dogmático, exige tiempo y disponibilidad a la sorpresa, y reivindica ese placer de la mirada con que Bérchez tituló, no por casualidad, una exposición pasada.
De Vitruvio a Palladio
Cada imagen en la exposición tiene pues un propósito y tras ese propósito está la mirada educada de su artífice. Bérchez no reproduce los retablos del Greco, nos enseña a verlos, y acaso sea en los videos donde esta forma razonada de describir con imágenes alcance su plenitud, pues las fotografías adquieren en ellos una dimensión narrativa y aún temporal de extraordinaria elocuencia. Los videos permiten adentrarnos en iglesias y oratorios, captar la relación espacial y formal de los retablos con los espacios que los acogen y descubrir paulatinamente las formas que los habitan. Y cuando finalmente la mirada se detiene en un detalle, descubrimos mediante su confrontación con imágenes extraídas de tratados arquitectónicos o tomadas de edificios de Palladio o Miguel Ángel el porqué de ese encuadre y no otro, pues el detalle seleccionado encapsula la trayectoria vital y artística del Greco, transmitiéndola al espectador de un modo más elocuente y persuasivo que la mejor prosa.
Transitan por estas fotografías y vídeos la meditada y moderna lección de arquitectura que desprenden retablos y ambientes arquitectónicos que el Greco creó junto a su pintura, en unión de su hijo Jorge Manuel y también con la más que factible colaboración del arquitecto toledano Nicolás Vergara el Mozo. Desde la estrategia fotográfica nos descubren la intensa poética de las sombras y la vehemente desestructuración del lenguaje clásico, muy en la línea de las experiencias miguelangelescas. Nos hacen advertir el innovador modelo de pala italiana, con lienzos de gran tamaño, desconocido aún en España; el inventivo consumo del motivo palladiano procedente de la famosa Basílica de Vicenza; su reelaboración del capitel jónico de volutas angulares, el llamado «alla michelangiolesca»; las madrugadoras miradas al proyecto de Miguel Ángel para la Basílica de San Pedro; los insólitos perfiles de sus marcos sobrepujando capiteles y frisos; o la poderosa plástica de su fustes columnarios soldados entre sí, desfibrados en estrías. Es entonces cuando, a la vista de estas imágenes, nos viene a la memoria la fama de artista entendido en la arquitectura que el Greco gozó en vida, las noticias de contemporáneos —Francisco Pacheco, Fray Hortensio Félix Paravicino, su propio hijo Jorge Manuel— sobre sus escritos de arquitectura, o las abundantes notas manuscritas que dejó en los márgenes de Los diez libros de arquitectura de Vitruvio (ed. Daniele Barbaro, Venecia, 1556), en algunas de las cuales se muestra digno representante de la moderna senda del lenguaje clásico de la arquitectura, desde luego no hibernada en el concepto estático de lo Antiguo, de los «supersticiosos de la Antigüedad» que expresaría el propio Greco.
La exposición incluye magníficas fotografías de enorme interés técnico y estético, pero visualiza también una forma de hacer y entender la historia del arte donde la sugerencia inteligente ha reemplazado a la erudición gratuita y donde, frente a una pretendida e improbable neutralidad académica, se reconoce la biografía de su autor. El resultado es un Greco distinto al habitual, probablemente porque Bérchez no es especialista en El Greco ni pretende pasar por tal y, a menudo, son precisamente los outsiders quienes, liberados de prejuicios mentales y corsés metodológicos, osan aventurarse por caminos no hollados. Las fotografías del Greco de Joaquín Bérchez, en el fondo, ejemplifican aquel ‘enseñar deleitando’ que recomendara Horacio y que tanto se echa de menos hoy en día.
[Miguel Falomir, “El Greco ‘Architecto’. A History Lesson from Joaquín Bérchez”, Arquitectura Viva, 165, 2014]