Arquitectos-fotógrafos

Italo Zannier

No hay profesión, como la del arquitecto, que favorezca y estimule la profesión, casi paralela, del fotógrafo; lector de arquitectura y de paisaje sobre todo, y este es también el caso de Joaquín Bérchez, sólo el último, pero significativo por sus resultados específicos, de la histórica serie de protagonistas.

La historia de la fotografia, de hecho, ha implicado, desde un primer momento, en su devenir, al “arquitecto”. También Daguerre hubiera podido definirse así, por la profesión de escenógrafo desempeñada con Degotti en la Opera de París y por haber inventado el “arquitectónico” Diorama, cuyos ejemplares fueron entonces representados en toda Europa e incluso más allá de sus fronteras. En los años pioneros de la calotipia, Alfredo-Nicolas Normand, arquitecto francés, llegó a Roma como “pensionnaire à l’Académie de France”, para estudiar los míticos monumentos de la antigüedad e inmediatamente optó por la fotografía como medio de análisis y representación, a partir de los restos del Foro. No solamente como “documentación”, sino para una lectura metafísica, también en los detalles y en sus posibles perspectivas, casi como queriendo reconstruir y hacer revivir el origen sublime, en una comparación dialéctica con el dibujo, del cual inicialmente era maestro. Pero la fotografía calotípica, realizada por Normand que, después de Roma (donde perteneció al Círculo romano con Flacheron, Constant y Caneva, este último un pintor veneto enviado a Roma por el “arquitecto” Jappelli, y que inmediatamente… ¡se convirtió a la fotografia!), se desarrolló en Pompeya, Palermo, Atenas, Constantinopla, y ciertamente esta técnica le proporcionó conocimientos que de lo contrario no habría tenido, incluso también de la nueva belleza icónica de la fotografía, de por sí arquitectura codificada.

La herramienta de la “cámara óptica”, que había alimentado con ilusión los estudios de arte del renacimiento, de pintores y arquitectos (Alberti, Brunelleschi…), finalmente se había enriquecido, en 1839, con una superficie mágica, capaz de memorizar la imagen que se forma en la pantalla ideada por Della Porta y que, como había observado Daniele Barbaro en 1568, mirando en el fondo de la “cámara”, casi viendo lo verdadero, captaba “el temblar de las aguas, el volar de las aves…”. Detalles animados que ofrecían al resto, es decir a las arquitecturas estáticas y al paisaje en cambio trémulo, un valor realista de lo contrario mortificado – es decir tradicionalmente y a la espera de la tecnología fotográfica-, de la transcripción del signo gráfico convencional: el diseño sagrado.

Joaquín Bérchez tuvo ciertamente la misma curiosidad cuando, con la cámara fotográfica en las manos, se propuso “mirar” la arquitectura, ante todo la suya, luego la de los demás, encontrando inmediatamente en la fotografía una dúctil herramienta de lectura, que le ha acompañado en su recorrido visual. Un itinerario dinámico del espacio, como es el de un “visitante”, pero dirigido cada vez por Bérchez hacia una secuencia de puntos de vista “estáticos” privilegiados por la mirada, es decir por la inteligencia. Empezando con su primer explícito trabajo fotográfico en los “Espacios comprimidos”, expuesto en la Universidad de Valencia.

Un título que, por sí mismo, explica su concepto de fotografía, es decir de un tipo de imagen, que en efecto “comprime” radicalmente el espacio tridimensional real – cómplice la perspectiva “garante” –, en un plano bidimensional, finalmente reabierto como un fuelle por el lector de la misma fotografía, donde éste busca sobre todo atrapar en su código realista, el mundo tal y como es sensorialmente. Una realidad fotográfica que, sin embargo, no es nunca inexorablemente “documentaria”, sino entregada a la mirada prospectica y conceptual del fotógrafo, a su emoción, que finalmente le impone, en buen sentido o no, el disparo orgasmático del obturador.

Por consiguiente, es el fotógrafo quien decide cómo mostrar ese tema, en un espacio y en una luz, que puede ser convencional y por lo tanto banal, si detrás de la mirilla no se encuentra un Autor capaz de analizar críticamente el espacio que en la arquitectura es fundamental y es su razón de ser.

Creo que Joaquín Bérchez se encuentra precisamente entre estos fotógrafos, capaz de conmocionarse y hacer entender, no solamente su emoción, sino también su opinión crítica.

“La aberración fotográfica – escribía el arquitecto Gio Ponti en 1932 en la revista “Domus”, con sorprendente lucidez y adelantándose a su tiempo, en uno de sus axiomas que se ha hecho famoso – es en muchos sentidos nuestra única realidad: nuestro único conocimiento y es por lo tanto nuestra opinión. Constituye gran parte de nuestro aprendizaje visual”.

Entre los primeros en entender la importancia de la fotografía en el análisis de la arquitectura, a pesar de la desconfianza histórica debida a su aparente “mecanicidad” se encontraban historiadores atrevidos como John Ruskin, que en los años Cuarenta del siglo diecinueve ya empezaba a colleccionar daguerrotipos para sus estudios y escribía a su padre que había “comprado por poco dinero a un pobre francés en Venecia, todo el Canal Grande, de la Salute a Rialto…”; imágenes “de bolsillo”, “pequeñas joyas” como las definió Ruskin, inigualables, en ese caso, también para describir la degradación de la ciudad – como “las grietas en el enlucido de los palacios”, descifrables sólo en los daguerrotipos –, a pesar de su virtuosista habilidad como dibujante.

Joaquín Bérchez ha superado obviamente estas preocupaciones descriptivas para elegir en cambio el recorrido crítico en el espacio, que, como arquitecto, intenta reconocer en las obras examinadas con el medio fotográfico, utilizado con el rigor de una cultura específica, definida por la necesidad de una estructura geométrica ortogonal, que en fotografía significa ante todo paralelismo de las líneas verticales.

Una tipología ligada a la percepción visual, fisiológica del hombre, en parte contrastada por la arrogancia sublime de László Moholy-Nagy en los años Veinte en el Bauhaus, cuando en cambio proponía “deformantes” perspectivas “desde arriba” y escorzos “desde abajo”, para violar el código convencional de la perspectiva y también de la teoría de las sombras, pero sobre todo para diferenciar el dibujo de la fotografía.

Una provocación constructivista que, sin embargo, dió sus frutos, alterando el léxico visual tradicional de la representación de la arquitectura y que, en Europa, tuvo en los Alinari, Brogi, Baldus…, los campeones de esta tipología fotográfica del monumento, donde aparentemente se excluye la intención crítica a favor de una hipotética descripción documentaria inexorable; se ve “todo”, se leen “los detalles”, etc., pero se trata de imágenes que, sin embargo, viven y ofrecen una atmósfera metafísica, a menudo hasta cementérica.

Moholy tuvo inmediatamente una confianza total en la fotografía, fundamentalmente como “arte de la representación” y, de hecho, en 1925 observaba que “está a punto de surgir una nueva sensibilidad por la calidad del claroscuro, del blanco brillante, de los paisajes negro-gris llenos de luz fluida, de la magia exacta de los valores más delicados de la superficie”.

Mientras tanto se sumó el color que para Bérchez ha sido un ulterior elemento de conocimiento e introspección no “realista”, si acaso lírica, porque la fotografía suscita – debería estimular – justamente este tipo de emoción, no por querer ser a priori Arte (y naturalmente lo es, cuando lo es), sino por querer ser Fotografía y nada más.

Entre los arquitectos-fotógrafos (y podríamos enumerar centenares de ellos, también en Italia: Peressuti, Mollino, Latis, Sissa, Grignani…, ¡hasta llegar a Basilico!), no se puede “olvidar” a Le Corbusier, sorprendente también en esta actividad irregular, cuando, en 1912, realizó el mítico viaje por Oriente, a lo largo del Danubio, hasta Constantinopla, para después subir hacia Atenas y finalmente Italia, donde en Ferrara fotografió el Palacio de los Diamantes con una perspectiva atrevida, desde abajo hacia arriba, destacando el almohadillado “deformado” en primerísimo plano, proporcionando por lo tanto una explicación visual inédita hasta entonces.

Los fotógrafos-arquitectos, o más bien los arquitectos-fotógrafos, en su utilización del medio fotográfico en lugar de los prismáticos, realizan, finalmente, de una “forma” u otra, una autobiografía visual, porque la fotografía es también un test proyectivo, revela mucho de su autor, que se vislumbra inevitablemente en el resultado definido en imagen por su mirada dinámica en el espacio; por la elección de las perspectivas, por las suspensiones a lo largo del itinerario, incluso por las exclusiones, además de las exaltaciones de perspectivas y detalles.

Habría que leer, a ser posible, también las imágenes de Joaquín Bérchez siguiendo esta propuesta y será ciertamente útil para entender su acervo cultural, su afán de conocimiento, sus opiniones incluso existenciales, siempre implícitas en la mirada fotográfica.

A este respecto, el arquitecto-fotógrafo Carlo Mollino, en su volumen fundamental Il Messaggio dalla camera oscura, escribía que “la fotografía es el resultado de una relación que se instaura entre el fotógrafo y el sujeto-objeto fotografiado. Y es en la diferencia entre el original y la copia fotográfica, donde hay que buscar el elemento de transfiguración”.

La transfiguración, obtenida punto por punto, es decir fotografía por fotografía, por Joaquín Bérchez –que se inserta en la fotografía histórica española que va de Charles Clifford a Jacob Lorent, grandes “clasificadores”, tal vez menos en la pictorialista de José Ortiz Echagüe–, durante la inmovilidad de la toma, queda rigurosamente anclada, cada vez, en puntos de vista decisivos, elegidos después de una intensa reflexión, suspendida y no gestualmente casual.

Donde finalmente prevalece el Fotógrafo sobre el Arquitecto, que durante una fracción de segundo se olvida de su oficio, mientras está privilegiando el acto sublime de fotografiar, a veces hasta incluso musical, en su silencio.

[Italo Zannier, “Arquitectos-fotógrafos”, Proposiciones arquitectónicas, Consorcio de Museos de la Comunitat Valenciana, Generalitat Valenciana, Valencia, 2006]