“Dos iglesias –la del monasterio de Benifassà y la de Santa María de Morella- se erigen en el paisaje arquitectónico del siglo XIII, en una región excéntrica del reino, al norte, por tierras de La Tinença y del Maestrazgo respectivamente, en testimonios de un sustantivo y temprano empeño monumental. Emergen con solidez arquitectónica entre numerosas iglesias, por lo general rurales, de naves de arcos de diafragma y armadura de madera, algunas de sencillas y estandarizadas portadas doveladas y de medio punto. El profundo deterioro de la primera, motivado por su abandono tras la exclaustración del monasterio en el siglo XIX, o las diversas imbricaciones arquitectónicas y decorativas de épocas posteriores en la de Morella, no han borrado los atributos de su cariz originario, el poder evocador que animó su tiempo fundacional.

Fundado el monasterio cisterciense de Benifassà en el año 1233, a instancias del rey Jaume I, para albergar una comunidad procedente del cister de Poblet, su construcción cobró una inesperada aceleración en el año 1246 cuando el legado apostólico absolvió al rey de haber mandado cortar la lengua al obispo de Gerona, imponiéndole como penitencia el impulso de la fábrica del monasterio.

Este insólito mandato, que trasciende la iracundia real en alegato arquitectónico, daría sus frutos. En el año 1264 se colocaría la primera piedra de la iglesia en un acto presidido por el obispo de Valencia, Andreu Albalat. Por disposición testamentaria en 1272 Jaume I legaría a su muerte 1000 morabatines de plata para la construcción de la iglesia. La iglesia se bendijo cuatro años más tarde, en 1276, aunque existen algunas dudas sobre el cerramiento de las bóvedas, fundamentalmente las de las naves que al parecer se retrasaron hasta 1460.

Diversas descripciones y, sobre todo, fotografías antiguas, testifican al aspecto ruinoso del templo, sin bóvedas, con los nervios cruceros al aire, corrales en las capillas, sillares descarnados. Restaurada a partir de los años sesenta del siglo pasado, la iglesia sigue los parámetros cistercienses en su alargado y desahogado crucero, al que se abren capillas cuadradas en sus lados fronteros y flanquean a su vez el potente ábside poligonal. En un día soleado, tras haber recorrido el elevado, limpio, en ocasiones agreste, paisaje montañoso de la Tinença, en el que se levanta aislada esta antigua abadía cisterciense, la entrada a la iglesia por la puerta de la galilea cobra una dimensión cegadora. Sin retablos ni pinturas (solo un escueto mobiliario eclesiástico y un par de esculturas) se nos ofrece a los ojos este desnudo transepto, vislumbrado entre claros y penumbras que provocan los altos y delgados ventanales del ábside y capillas. Las luces rasantes encienden, con vigor inesperado, los fragmentos de los tambores de pilares y baquetones entregados al muro, los raídos capiteles en los que no obstante atisbamos algún resto escultórico, los desgastados y rotos sillares de sus muros. Gravita sin duda por este interior, el testimonio de una presencia desaparecida, pero también la de un extraño y renovado valor de permanencia, acaso el de los austeros ideales que abrigaron su fundación.”

[Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer, “Traer a la memoria”, Traer a la memoria. La época de Jaume I en Valencia, Valencia, 2008]

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