Jaime Siles
Joaquín Bérchez hace con sus fotografías del Barroco lo que ya éste y el manierismo, antes, habían hecho en y desde sí: esto es, aislar el elemento, fragmentar el objeto y autonomizar el adorno, en un proceso artístico en el que el todo es representado por la ficción y la realidad de una metonimia. Américo Castro describió muy bien la diferencia entre la morfología renacentista y la manierista –que él llama aún barroca– al precisar que, en la primera, “la forma de expresión no pretende alejarse del objeto que la integra”, mientras que, en la segunda, “la forma expresada, el estilo, incita a huir del objeto presente y a pensar en algo nuevo y distinto”, que nos hacer perder el punto de partida inicial. Lo que no deja de tener claras consecuencias artísticas, como que la columna se salomonice y que la metáfora adquiera vida propia, porque es la magia del significante –o de una parte muy concreta de él- lo que el confiere su condición de ser y, por lo tanto, su entidad de arte. La racionalización y geometrización de la expresión poética manierista objetivan esta supuesta atomización en la que –pese a su estructura y construcción silogística, pero también por ello y por ellas– el razonamiento queda reducido a entimemas, a epiqueremas y fórmulas lingüísticas de las que casi ha desaparecido el hilo conductor. La forma, pues, logra aquí su identidad en la forma, y no fuera de ella ni tampoco más allá. La inmanencia intelectualista en que desembocó el manierismo la recondujo y atemperó el Barroco, al corregir su rumbo sustituyendo lo intelectual por lo sensible, introduciendo un concepto teatral del mundo, convirtiendo todo en un espectáculo óptico, integrador y trascendente, y refiriendo a un absoluto religioso lo que, en el manierismo, la angustia derivada de las potencias del intelecto había reducido a una progresiva fragmentación no sólo de todo lo visible sino también de todo lo mental. El proceso de diseminación que caracteriza al manierismo fue corregido por el procedimiento contrario en el Barroco: esto es, por la recolección de todo aquello que el manierismo anterior había fragmentado, fuera esto el objeto visual en sus distintas formas y colores, o fuera su representación lingüística y verbal. La artificiosa diseminación del objeto visual y su posterior recolección en la unidad de su representación plástica es el procedimiento manierista–barroco de la anamorfosis, como la diseminación del sentido y su posterior recolección sintáctica y semánticamente geométrica constituye la base de las correlaciones gongorinas y su consiguiente juego de correspondencias entre verbo y sustantivo o entre sustantivo y su adjetivación. El Barroco –que, según Yvan Christ no sigue otro ruta que “celle de l’imagination conquérante”– recoge en totalizadora unidad todo cuanto el manierismo previamente había atomizado o –lo que es lo mismo– devuelve a su todo lo que el manierismo había metonimizado en un análisis tan exhaustivo como nihilista y desintegrador. El Barroco restituye el mosaico que el manierismo había descompuesto en miles de teselas y detalles, y, en vez de contentarse con la belleza de cada una de ellas por separado, vuelve a referirlas todas al conjunto que formaban antes de su manierista descomposición, recomponiendo de paso la figura que constituía no sólo lo allí representado sino también y, como garante de ello, todo su sistema referencial mayor: esto es, su cosmovisión con todo su consiguiente sistema de ideas y creencias. El Barroco es trentino en esto: en que –como vio Weisbach mucho mejor que Blunt, y como han venido a demostrar las investigaciones de Boesplug y Menozzi- sigue la sesión XXV del Concilio de Trento y lo indicado en la sesión del 3 de diciembre de 1562, que enlaza con las indicaciones del segundo Concilio de Nicea y que –como indicará después Suárez– aconseja representar a Dios metafóricamente, ya que no es posible hacerlo formaliter. Por eso, si no es el arte de la Contrarreforma por entero, sí es mucho del espíritu de la Contrarreforma lo que se deja ver en él: como la prioridad de lo sensible sobre lo intelectual, y la teatralidad e idea de la representación que le subyace. Para el Barroco hasta el yo es un espectáculo, y su concepción de la arquitectura efímera nos lo hace ver. Un manierista como Palladio había llenado sus edificios de falsas puertas y ventanas, inclinando incluso los planos del suelo como si hasta la aparente solidez de la arquitectura también estuviera sometida a los equívocos no visuales sino funcionales del trompe-l’oeil: su trampantojo arquitectónico convertía el espacio en laberinto, y la realidad, en un enigma casi sin solución, que producía la angustia y el placer de la inteligencia a la vez, y que convertía en vivencia trágica no –o no sólo- la percepción del tiempo sino también –y sobre todo- la del espacio. Por eso, si la arquitectura manierista era –como la poesía y la pintura del mismo periodo- una exageración de la renacentista, la arquitectura del Barroco –como en algunos de sus temas también la poesía– iba a ser una prolongación de la arquitectura medieval: un gótico teatralizado, con menos fe en sus propios principios pero también, por ello, con mucha más tensión. Lo moderno del fenómeno barroco reside en que preludia y adelanta al Romanticismo tanto como el Renacimiento preludia y adelanta posiciones propias de la Ilustración.
Indico esto porque en las fotografías de tema barroco de Joaquín Bérchez no hay que olvidar que lo barroco es el objeto, pero no el sujeto ni la técnica por mucho que una y otro se le quieran aproximar. Por eso me atrevería a afirmar que las fotografías de tema barroco de Bérchez son menos objetivas que semióticas, y que es esta semiosis lo que toda interpretación, que de ellas se haga, debe describir y analizar. Bérchez fotografía elementos de la arquitectura barroca como los poetas del Renacimiento y algunos del Romanticismo trataban las ruinas de la Antigüedad Clásica: como signos y como símbolos más que como alegorías. La diferencia entre los primeros y la segunda es que –como ha visto muy bien Olivier Schefer- mientras “la alegoría es una forma particular que ilustra una idea general” el símbolo es tanto una materia como una idea, y lo es al mismo tiempo y a la vez, o –como sostiene Alain Besançon-, el símbolo es “un signo en el que la relación con el significado está, en cierto modo, desarrollada ya en el significante”. Schlegel, prototipo del romanticismo católico conservador, era partidario de la primera; Hegel, prototipo del romanticismo innovador, era partidario de lo segundo. Bérchez se sitúa ante los objetos que fotografía como si éstos fueran símbolos más que alegorías, y, aunque objetivamente muchos de estos objetos en su tiempo histórico fueran lo segundo más que lo primero, los presenta –lo que de hecho es cierto– como si ya lo hubieran dejado de ser. Esto es lo que le aproxima a los pintores y poetas del Renacimiento y del Romanticismo, pero también lo que le separa de la fotografía metafísica, sobre temas iguales o parecidos, practicada por Herbert List: en éste hay una anulación y neutralización del tiempo derivada de una simultaneidad de lo artístico y lo real, encarnada en el simultaneísmo de lo ácrono. En Bérchez, no: en Bérchez lo artístico permanece como objeto artístico independiente e, incluso, aparte de todo lo real. En esto su fotografía es kantiana y hegeliana a la vez, porque en ella el arte no es un medio por relación a un fin, sino que en ella el fin y el medio se identifican tanto como se confunden. De ahí que de algunas de sus fotografías de tema barroco podría decirse lo que algunos críticos de su tiempo censuraron en las primeras pinturas casi abstractas de Constable: que carecían de tema y que se aproximaban al lenguaje de la música. Pero esto que una parte de la crítica coetánea censuraba en las primeras muestras de abstracción plástica hechas por Constable es lo que nos lo hace más interesante hoy, porque –como anotaba Delacroix en su diario, a propósito de los brazos y de las piernas de Géricault– “la originalidad no siempre tiene necesidad de un tema”, porque hay signos visibles que funcionan como si fueran jeroglíficos y producen el mismo placer estético que, en el espectáculo de las cosas, nos produce “la belleza, el contraste y la armonía de color”. No creo, pues, que haya que seguir aquí las tres lecturas recomendadas por Panofsky: la preiconográfica, que identifica los motivos; la iconográfica, que descifra las imágenes; y la iconológica, que permite llegar a su intrínseca significación – porque, aunque la combinación de esas tres lecturas pudiera ayudarnos a restablecer el sentido y significado del objeto fotografiado o de alguno de sus puntos, difícilmente podría darnos la clave de la fotografía ni mucho menos de su interpretación, dado que ésta no es tanto una representación como una semiosis y, aunque no reniega de su condición natural de mimesis, es en ella, en la fotografía y no en el objeto fotografiado, donde reside tanto su sentido como la clave de su interpretación. Bérchez fotografía objetos artísticos que, en la fotografía, no dejan de serlo, pero pasan a otro grado y nivel de representación: como las piernas y los brazos de Géricault descritos por Delacroix no dejaban de ser piernas y brazos, pero no lo eran ya de un determinado cuerpo sino del arte en sí, o como las primeras abstracciones de Constable parecían a los críticos de su época más cercanas a la música que a la plástica, también la fotografía de tema barroco de Bérchez sitúa lo representado en otro grado y nivel de representación que, en cierto modo, vuelve a poner sobre el tapete una quaestio disputata, como es el problema aristotélico de la verdad artística y poética, porque sus fotografías representan realidades -o fragmentos de realidades- artísticas en las que su condición de artística asume, a su vez y también, la de natural, porque en ellas lo natural es lo artísticamente representado, y la fotografía –y no o no sólo lo fotografiado– es el objeto mismo de la representación.
Hay, pues, en la fotografía de tema barroco de Bérchez dos cuestiones que conviene separar y distinguir: una es la de la realidad artística de lo fotografiado; y otra, la de su fotografía en sí, porque –aunque lo parecen- no son ni mucho menos lo mismo, porque no es el objeto lo que determina la condición artística del arte, sino éste el que determina la condición artística de aquel. Podríamos decir que la fotografía de Bérchez sigue en su representación de lo barroco dos modelos de la pintura: el de la naturaleza muerta y el del retrato, que incluso a veces se atreve, con éxito, a combinar. Según Hegel es en el retrato donde el arte alcanza el punto culminante de la belleza bajo la forma de la individualidad plástica, y da la impresión que lo que las fotografías de Bérchez hacen con la arquitectura y la escultura del Barroco es precisamente eso: saberla retratar. Pero ese retrato se acerca a sus modelos como la naturaleza muerta hace con los suyos, situándolos en un término medio entre el dinamismo y la inmovilidad: en ellos la representación del tiempo consiste precisamente en la anulación de lo temporal o –como, según Rudolf Wittkower estudió en la pintura del Quatroccento italiano– traduciendo a la imagen el platonismo de la idea y viendo en aquélla la esencia de ésta: esto es, la imagen móvil de la eternidad detenida en uno de sus continuos y, por ello, no menos eternos instantes, que es lo que el lienzo fija o la piedra detiene sin que parezca que deje nunca de pasar, porque su movimiento es el mismo que el del jarrón chino descrito por Eliot.
Retrato, pues, más que fotografía, esta serie del Barroco valentino de Bérchez tiene también mucho de Stilleben: de naturaleza muerta, porque en eso es en lo que los distintos elementos fotografiados dan la impresión de desembocar. En ella –como en la pintura de paisaje y en el retrato– el espectador reconoce la realidad natural de sus modelos, dispersa por diversos jardines, iglesias y edificios, pero también –y esto es lo significativo y lo que importa- descubre, por relación a ellos, la realidad artística que pueda haber en la suite fotográfica con y en la que nos los representa Bérchez. Descubrimos y reconocemos los modelos porque los hemos visto muchas veces, aunque nunca los hayamos visto como los vemos ahora aquí, en una operación artística casi manierista, que reduce la totalidad del conjunto a la metonimia del detalle, haciéndonos ver cada elemento como si no formara parte de algo sino como si sólo consistiera en sí. Esta apoteosis del fragmento, fruto a su vez de distintas focalizaciones y análisis del detalle, no necesariamente presupone una disolución del objeto ni una anulación del mismo en la descomposición de sus distintas partes -aunque sí pueda serlo y, a veces lo es, de su sentido- sino que visto en todo su conjunto –esto es, leído y entendido como suite- funciona como una constante parataxis, que es como funcionaban los fragmentos en la pintura de Caspar David Friedrich y en la de Géricault: es decir, como una conceptualización, hasta cierto punto, también contradictoria, porque, si por un lado, forman parte de un todo, por otro, no dejan de ser el microcosmos de ese todo y, por ello, una obra autónoma en sí. La fotografía de tema barroco de Bérchez no exige una lectura histórica o narrativa de lo fotografiado, pero requiere la de la –y la de cada- fotografía en sí.
Asistimos, pues, a un espectáculo fotográfico en el que lo barroco lo es doblemente: por el objeto y condición de lo representado, pero no menos por el de su visión -fragmentada en detalles- en la que lo óptico se impone como contenido y, al hacerlo, disuelve en la soledad y pureza de la forma lo que en ellos y en ello pudiera haber de alegórico, de simbólico o de conceptual. En la fotografía de tema barroco de Bérchez –como, en general, en casi todas las suyas que tienen o toman como objeto, más que como referencia, la arquitectura– los elementos arquitectónicos no funcionan ni como símbolo ni como alegoría: han perdido, por así decirlo, su significado primario y han adquirido otro, que es el que nos permite disfrutarlos como placer estético: como frui superior a su anterior y primario uti, que recibía su sentido sólo –o casi sólo- de y desde su utilidad, aunque ésta no dejara de ser, a su vez y en sí, artística. La fotografía de Bérchez es artística y meta-artística a la vez porque es –y ésta creo yo que debe ser su clave de interpretación y de lectura– semióticamente postmoderna y, por lo tanto, tiene a su disposición, y como fondo de armario disponible, toda la herencia estética de la humanidad, que es donde el arte tiene su propio museo real e imaginario.
[Jaime Siles, “Apoteosis del fragmento”, Suite Valenciana, Valencia, 2008]