“Una de las más arraigadas tradiciones asociadas a los primeros años posteriores a la conquista de la ciudad de Valencia y que fue compartida por la memoria de la ciudad hasta el siglo XVIII, es la que refiere la milagrosa llegada por el río Turia de una imagen de Cristo crucificado, que se venera desde 1250 en la parroquia del Salvador. El arcediano Ballester, en el siglo XVII, fue sin duda su más activo valedor histórico: ‘La más recibida opinión –escribía en 1670- es la que asegura que esta santa imagen vino por el mar Mediterráneo y embocando por nuestro río, para que fuese más soberano el prodigio subió la imagen contra la corriente de las aguas hasta pararse en el río…se engrosaron las cristalinas aguas,… advirtieron no sin espanto en medio de las vertientes un bulto como de figura humana. Temieron fuese imaginación fomentada por el miedo, pero cargando la atención al espectáculo, reconocieron ciertamente ser una devotísima imagen de Jesucristo’. La imagen, una vez en la ciudad de Valencia, fue conducida por dos veces a la catedral, a la capilla conocida como de la Pasión de la Imagen, pero la tradición insistiría en su milagrosa desaparición, para ubicarse en el lugar que ocupa la iglesia del Salvador, lo que fue interpretado como firme voluntad de quedarse en esta iglesia.

La historia del Cristo crucificado del Salvador, hunde sus orígenes en la tradición oral gestada en los años de consolidación urbana y religiosa de la ciudad de Valencia tras la conquista. Así fue percibido por algunos cronistas. Escolano a principios del siglo XVII señalaría: ‘el modo cómo fue traido este devotísimo crucifixo después de haverse parado en el rio, no hay escriptura authentica que lo diga, y nuestros padres que lo oyeron a sus pasados, lo cuentan de diferentes maneras’. Fueron sin duda estas objeciones las que alentaron a Ballester a refrendar la historia de la imagen y a atribuirle a su vez unos orígenes aún más portentosos. En su texto hay un erudito empeño por asociar la imagen del Cristo del Salvador a la conocida leyenda del llamado Santo Cristo de la ciudad de Berito (Siria), una imagen que según se conserva en sermones como el del obispo Atanasio de Siria, había sido hecha por el propio Nicodemo. Su justificación se basaba en la existencia de un retablo en la capilla de la catedral, mandado hacer por el propio obispo Albalat, ‘en el qual oy vemos pintado en tres cuadros y tablas de él, la historia de Berito con todas sus circunstancias: Echada la imagen en el suelo, dentro de una sinagoga, expresados los oprobios de los judíos y últimamente la lançada y el manar a su golpe sangre y agua, y pintada también la grande hidria o vaso, … y en el quadro de la parte del evangelio está pintado el milagro del paralítico que fue el primero con que hizieron la experiencia los judíos de la virtud de aquella sangre, y en el quadro de la parte de la epístola está pintado como el obispo bautiza a los judíos…’. El retablo retirado en el año 1745, cuando la capilla se dedicó al Buen Ladrón- , y cuyo grabado publicó Ballester en su libro, pretendía ser la representación de la historia de la imagen de Berito, ultrajada por los judíos hacia el año 765, los cuales, al traspasarla, recogieron la sangre y el agua que manó del costado, operándose el milagro de sanar a los enfermos congregados en la sinagoga. La imagen se guardó en Siria hasta que fue maltratada y arrojada al mar por los moros en fecha que Ballester busca con empeño situar hacia 1250, para hacerla coincidir con la llegada a Valencia de este Cristo.

La intensa devoción por la imagen del Cristo del Salvador motiva a su vez comentarios que interpelan y exaltan la naturaleza estética de su talla: una escultura románica mirada y vivida, desde la sensibilidad religiosa y también desde la fascinación cultural de su tiempo –los siglos XVII y XVIII-. Ballester, al describir el añadido posterior del brazo derecho de la escultura del Cristo arribada a Valencia, tras los avatares sufridos en su largo periplo mediterráneo, protestaría: ‘jamás acertaron a hazer cosa que igualase con los deseos o con las esperanças y con lo que requería tan soberana hechura faltando a la proporción y simetría en todas las dimensiones… escogieron el menos disforme y tiene desigualdad, improporción y disonancia’. Otro cronista, Ortí y Mayor dejaría en 1705 una minuciosa descripción del Cristo del Salvador, absorto por el patetismo del rostro o por el vigor descoyuntado –cóncavo- de su anatomía: “Su divino rostro infunde temor y afecto a un tiempo mismo, naciendo ambos de lo lastimoso. Su venerable barba se ve poblada y crecida. El cabello tendido y largo, bien que natural y sobrepuesto, así en la barba como en la cabeça. El pecho y la parte de las espaldas que corresponde con este conoce cóncavo y vazio. La toalla que le cubre desde la cintura hasta cerca de las rodillas es de madera también, aunque con un betún algo blanco para que parezca lienço y con un perfil dorado en las extremidades. La herida de su divino costado tan reciente y viva que con lo fresco parece desacredita lo antiguo… Sus sagrados pies se miran traspasados con uno de los tres clavos… el color en su divino cuerpo es natural, aunque algo tostado, pero en su sacro semblante es entre moreno y verde y en fin tiene inclinada azia el derecho lado su cabeça…”

La leyenda del Cristo de Berito asociada a la imagen del Cristo del Salvador, fabricada pero también vivida y objeto de exaltado culto y rito, depósito de valores afectivos e identificación colectiva desde los tiempos fundacionales de la ciudad de Valencia, tocó a su fin con la revisión crítica de la historia eclesiástica del siglo XVIII. Los hermanos Villanueva la cuestionaron, si bien no dejaron de reconocer ‘que contra la sólida devoción de los pueblos nada influyen las controversias históricas sobre el origen de las imágenes; en las quales quiere la Iglesia que veneremos, no lo que son en sí, sino lo que representan y que prescindamos de todas las circunstancias históricas sobre su origen y portentos (…). Esta imagen y su fiesta –concluían- no tuvieron otro origen que la devoción de esta ciudad y sus obispos’. Con menos contemplaciones se pronunció en 1855, Vicente de la Fuente en su Historia eclesiástica de España: ‘Son tantas las efigies fabricadas por Nicodemus, y venidas por agua a España, durante esta época, que solamente subidas por el Ebro contra la corriente, hay hasta tres, una en Balaguer, otra en el Pilar de Zaragoza, y otra en Tudela. Igual tradición conserva la iglesia de Valencia respecto al célebre Cristo de San Salvador’”.

[Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer, “Traer a la memoria”, Traer a la memoria. La época de Jaume I en Valencia, Valencia, 2008]

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