Memoria y deleite estético en las fotografías de Joaquín Bérchez

Antonio Bonet Correa

Desde los inicios de la fotografía en el siglo XIX se consideró que las imágenes captadas por medio de la cámara oscura servían para retratar de manera fidedigna e imparcial todo lo existente, a la vez que con ellas se podía establecer un inventario exhaustivo del universo. También se pensó que, además de registrar todo lo visible, se podía fijar el motivo instantáneamente, rescatando su memoria de la fugacidad del tiempo. A la objetividad de la imagen se añadía así el valor documental de lo perecedero, de todo aquello que está sujeto al deterioro del paso de los años, a las inclemencias y los desastres naturales, a las injurias y los destrozos de la mano del hombre. En las fotografías decimonónicas hay siempre un halo amarillento, una desvaída aureola que no se sabe bien si se debe al envejecimiento del papel y de las sustancias químicas, a la estática actitud de los personajes que posan o a la lentitud de la toma de vista del paisaje o del monumento arquitectónico que ha interesado al fotógrafo. Las huellas de la edad en el cuerpo de los ancianos o en los muros de un edificio son similares y todas ellas confieren a la imagen un aire fúnebre inconfundible. Tanto los personajes vivos y los cadáveres de los muertos retratados como las antigüedades arqueológicas que fueron objeto de las fotografías de mediados del siglo XIX nos atraen hoy como reliquias de un pasado que nos emociona por la poética y nostálgica melancolía que se desprende al contemplarlas.

Uno de los temas preferidos de los fotógrafos desde la aparición de la fotografía ha sido el de los monumentos. La razón de ser de esta inclinación se debe principalmente a la curiosidad que siempre han despertado las obras singulares, en las cuales se hace patente la capacidad de los seres humanos para, por medio del trabajo y de la inteligencia, crear una construcción original y extraordinaria. No en vano desde la Antigüedad se estableció la relación de “Las Siete Maravillas del Mundo” y en la época moderna los turistas viajan para contemplar las Pirámides de Egipto, el Partenón, El Escorial, Machu Picchu, la Torre Eiffel o los rascacielos de Nueva York. Las grandes obras de arquitectura y de ingeniería siempre atrajeron por igual a las personas cultas como a los ignorantes. Los edificios más excelentes de los distintos países y civilizaciones llamaron desde un principio la atención de los fotógrafos. Los álbumes y colecciones de monumentos, con panoramas, vistas de ciudades, plazas, calles y pormenores de los edificios, supusieron un enriquecimiento intelectual respecto al conocimiento del mundo, que vino a sustituir los infolios y las colecciones de grabados anteriores a la fotografía. La producción masiva de las tarjetas postales desde el siglo XIX hasta hoy en día es prueba palmaria de la importancia icónica que en el mundo contemporáneo tienen, a un nivel popular, los monumentos.

La Historia del Arte como disciplina universitaria e investigadora es una invención moderna que nace a finales del siglo XVIII y que adquiere un status académico a principio del siglo XIX casi al mismo tiempo en el que nace la fotografía. Si traemos aquí tal aserto se debe a que al tener que juzgar las fotografías de Joaquín Bérchez no podemos obviar que su autor es uno de los historiadores del arte más conspicuos de la actual universidad española. Conocedor a fondo de la arquitectura renacentista y barroca en España e Hispanoamérica, Bérchez ha ahondado no sólo en el análisis de los edificios sino también de las fuentes teóricas del arte de construir y su sentido conceptual. Lo que en un principio es enormemente meritorio y digno del mayor elogio podría, por el contrario, convertirse en un desdoro de su obra fotográfica, ya que es frecuente que el excesivo conocimiento erudito puede llegar a sobrepasar el aliento inventivo del artista, menoscabando la libertad necesaria para la creación estética. En el caso de Joaquín Bérchez no sucede así aunque sin tener noticia de antemano de su oficio y su gran saber de historiador no tendríamos la clave de su extraordinaria e inusitada producción fotográfica.

De sobra es conocido cómo en la segunda mitad del siglo XIX se comenzaron a ilustrar los libros de historia del arte con fotografías. Antes, los dibujos a línea eran la base para los grabados que reproducían la imagen de los edificios analizados en el texto. Cuando en 1896 Cichorius reprodujo, en un volumen, los relieves de la Columna Trajano, tomados de cerca por medio de andamios, se avanzó considerablemente en la lectura de las obras mismas. Los adelantos en la impresión, en especial en Alemania y en los países anglosajones, hicieron que cambiase en gran medida el trabajo de los historiadores que, apoyados en las imágenes, podían abreviar y explicar mejor sus descripciones y relatos. En España este tipo de publicación de historia de la arquitectura no llegó a hacerse habitual hasta muy tarde. Abandonados, por razones obvias tanto estéticas como políticas y económicas de los fotógrafos, las fotografías con formatos y tomas de vista vanguardistas utilizadas antes de la guerra civil para la fotografía de los edificios racionalistas que figuraban en las revistas y las monografías de arquitectura contemporánea, las editoriales españolas durante muchos años sólo se sirvieron de viejos clichés frontales y de conjunto de los edificios y raras veces de pormenores significativos. Únicamente a partir de los años 70-80 se imprimieron algunos libros que cambiaban radicalmente este tipo de publicación arquitectónica. Entre los volúmenes que marcaban una nueva forma de entender la bibliografía artística se encontraban las obras de Joaquín Bérchez sobre la arquitectura valenciana, de cuyo texto era el autor así como de la mayoría de las ilustraciones.

No cabe la menor duda de que el camino que condujo a Bérchez desde la fotografía documental, propia de un concienzudo profesor e investigador de la historia de la arquitectura, a la fotografía artística libre e independiente de la mera función ilustrativa, fue su aguda sensibilidad estética, la misma que en un principio le llevó, en su juventud, a escoger el arte como disciplina universitaria. En el ejercicio de su trabajo de acarreo de material gráfico para sus clases y publicaciones, fue cuando descubrió las posibilidades infinitas que se abrían ante sí. Viajero incansable y ávido de emociones estéticas, comprendió que podía realizar una obra a través de la cual, aparte de su función de imagen didáctica, podría ahondar en el mundo autónomo de la creación artística. También que, precisamente por su vasto conocimiento de las fuentes y los lugares en donde se encontraban los temas o motivos que le atraían, estaba en una posición privilegiada y nada común para explorar un territorio aparte de su oficio de pedagogo. Su valor y su osadía fueron determinantes para decidirse a seguir una senda antes apenas hollada.

Una de las cuestiones más debatidas en la segunda mitad del siglo XX fue la de la posibilidad de abstracción de la fotografía, contradiciendo la idea del realismo y de la veracidad sostenida por los críticos de arte del siglo XIX. Tras la aventura de las vanguardias en la fotografía de las “entreguerras” y la posterior evolución experimentada, a partir de los años cincuenta del siglo último, nadie hoy se plantea tales presupuestos acerca de la objetividad y subjetividad en la fotografía. Bérchez, en tanto hijo de su tiempo de libertad creadora, entra dentro de la clasificación de los “metafísicos”, de aquellos que de las secuencias visuales del orden real extraen un contenido mental que busca analogías con las estructuras del mundo de lo intelectivo. De ahí que no nos extrañe que Alfonso Rodríguez G. de Ceballos hable de su “mente y ojo clarividentes” y que Jaime Siles, en su perspicaz texto titulado “La Luz imaginada” señale la predilección de Bérchez por los elementos arquitectónicos tomados fragmentariamente: fustes de columnas, capiteles, entablamentos, ménsulas, cornisas, acróteras y pináculos y siempre en ejemplares realizados por artífices excéntricos y extravagantes. El gusto berchiano por las escaleras de caracol, las espirales, las arquitecturas oblicuas y la geometría de las formas romboidales y asimétricas, nos muestra, junto a su irresistible atracción, de cariz surrealizante, su interés por lo anómalo: protuberancias y columnas que copulan, y otros elementos corpóreos y vegetales antropomorfizados. A ello se une su sabio conocimiento de los antiguos tratados de un determinado tipo de invención arquitectónica y su agudo talento propicio a la percepción de los “edificios-cuerpos”, si utilizamos aquí el novedoso juicio de Juan Antonio Ramírez, acerca de una determinada antropomorfización del arte de construir. En las magníficas fotografías de Joaquín Bérchez aflora siempre su arraigada cultura mediterránea, manifiesta principalmente en su sensual sentido corpóreo de la arquitectura y de su epidermis, de forma que sus imágenes proporcionan siempre un gran deleite, tanto de los sentidos como de la mente.

La luz es esencial en las fotografías de Bérchez. Sin su dominio sería imposible que pudiese retratar el parche incrustado en una columna de mármol o pudiese hacernos sentir la espaciosa diafanidad de una plaza o el sosegado y silente ámbito interior de un templo. Bérchez juega siempre con la materia pétrea y el ladrillo bajo la iluminación rasante o plana según las distintas horas del día o la intensidad lumínica de la estación del año. En sus fotografías la ilusión volumétrica está dinamizada por el tiempo presente y el fondo y poso arqueológico del pasado. Ante sus fotografías se entreveran la memoria histórica y el estado físico de la fábrica tal como se encuentra en el momento en que es captada por su cámara. Al igual que los primeros fotógrafos del siglo XIX, los cuales nos han dejado los monumentos antes de su restauración, con el abrasamiento de sus piedras y sus ladrillos, delatando los ultrajes del tiempo, las vistas de arquitectura de Bérchez son verdaderos documentos de la materialidad y del alma de los edificios. Es entonces y en este sentido cuando nos percatamos de que sólo un historiador del arte o alguien que conoce a fondo la vida y muerte de un monumento puede hacer tales fotografías.

Para concluir esta breve incursión en el mundo de las obras fotográficas de Joaquín Bérchez señalemos que en el conjunto de la producción actual, además de las vistas fragmentarias de elementos arquitectónicos de monumentos del pasado hay también panoramas de ciudades y espacios urbanos y edificios de nuestros días. A ello hay que añadir las obras en las que su mirada se concentra sobre un objeto trivial o de uso corriente como un tenedor, la sombra de una persona sobre un muro o la silueta de un edificio reflejado sobre un charco después de la lluvia. En estas últimas fotografías lo banal adquiere una nueva dimensión. Su gusto por la realidad comprimida y sintetizada formalmente se hace evidente. Quizás una vista que resuma su estética es la de un enorme talud cortado a pique en una montaña en donde hay el final de un viaducto que penetra en un túnel. La línea oblicua del puente y el arco oscuro de la galería que horada la imponente pared de horizontales estratos geológicos hacen que ante su imagen pensemos en el esfuerzo titánico de quienes llevaron a cabo esta obra de ingeniería. Al espectador lo mismo que al viajero esta imagen que tiene mucho de realidad y mucho de onírico le produce un asombro en el que se entremezclan la admiración por el arte de construir y la emoción de lo sublime.

[Antonio Bonet Correa, “Memoria y deleite estético en las fotografías de Joaquín Bérchez”, Proposiciones arquitectónicas, Consorcio de Museos de la Comunitat Valenciana, Generalitat Valenciana, Valencia, 2006]